Audiencia General
Miércoles de Ceniza, 24 de febrero de 1971
Debemos aceptar la exhortación seria y saludable que la Iglesia maestra nos dirige al comienzo del tiempo cuaresmal, que con derecho podemos considerar como el itinerario clásico hacia nuestra salvación, el cual será contemplado en la celebración del misterio de la redención realizada por Cristo crucificado y resucitado.
¿Cuál es esta exhortación? Es el memento con que se nos intima a cada uno de nosotros, por medio del impresionante rito de la imposición de la ceniza sobre nuestra cabeza de hombres vivos.
Precariedad de la condición humana
Memento; ¡Acuérdate! La exhortación, como es natural, pretende atraer nuestra atención y dirigirla hacia un juicio sobre nosotros mismos. Estamos bastante habituados a realizar actos de reflexión, exámenes de conciencia, a replegarnos sobre nuestra vida interior; la grande y perenne lección de la escuela ascética de la Iglesia recibe de alguna manera confirmación con el desarrollo de los estudios sicológicos y de los análisis introspectivos sobre los fenómenos del conocimiento instintivo o racional, que nos habitúa a este retorno a la celda de nuestro yo y nos invita a este diálogo silencioso con nosotros mismos. Pero es raro que este diálogo o, mejor, soliloquio, tome en una consideración de conjunto toda nuestra existencia y se aventure en las ambiguas profundidades «hamléticas» de nuestros destinos existenciales.
Normalmente permanecemos ignorantes sobre nuestra verdadera naturaleza; no sabemos exactamente quiénes somos, a no ser por medio de alguna observación fenoménica o de alguna indicación exterior relativa a nuestro empadronamiento. Y cuando nos preguntamos sobre nuestro ser, sin la luz de alguna sabiduría complementaria superior, quedamos desconcertados.
Hojeamos mentalmente el libro de nuestros recuerdos pasados, y enseguida nos sorprende la vaciedad a la que los condena el tiempo en que fueron escritos: pasaron; ¿qué queda de su realidad? El recuerdo; nos atrevemos incluso a decir: la historia; pero, ¿qué entidad tiene para nosotros, para nuestro ser personal, tal grabación? ¿Qué valor? La vida humana advierte la insuficiencia de estos tesoros de la memoria; el olvido los consume; la nostalgia, aunque los hace dulces e instructivos, denuncia la pérdida de lo que conservan, la nulidad entitativa de su contenido. El balance de nuestros recuerdos constituye una amarga experiencia. Y se hace más amarga y desesperada si esta búsqueda se dirige a cuanto nos rodea por fuera, personas o cosas, ya que hace patente la glacial soledad de nuestro yo; la relación que nos une con lo que está fuera de nosotros manifiesta su inexorable precariedad; es inútil y quizás insensato aferrarse, para tener seguridad de nuestra existencia, a cuanto poseemos, conocemos, amamos y llamamos nuestro (cfr. Lc 12, 15).
¿Qué nos queda? ¿El alma, nuestra persona, nuestra vida íntima? Sí, pero, ¡qué gran oscuridad nos invade en torno a esto! ¿Qué somos? ¿Qué permanece de nosotros mismos? ¿Qué es la muerte? ¿Es el vacío, el océano de la nada, o la misteriosa sobrevivencia del núcleo central de nuestro ser, el alma?
Valoración cristiana de la realidad terrena
Al llegar a este punto, vienen en nuestra ayuda las palabras del Señor: «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? O, ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?» (Mt 16, 26). Estas palabras nos hacen reflexionar en la devaluación de todas las cosas, en el juicio cristiano sobre nuestra vida. Y es una reflexión que llena las páginas del Evangelio, la predicación, los tratados de espiritualidad, las vidas de los santos, las páginas de los ejercicios espirituales, etc…, hasta tal punto que es posible, para quien mira al cristianismo solamente bajo algunos de sus aspectos particulares, acusar al cristianismo mismo de enemigo de los valores temporales e incapaz de apreciar la vida presente. El Concilio ha corregido esta visión restringida y ha reconocido los aspectos que hacen dignos de estima los bienes de la creación, de la naturaleza, de la obra humana, del siglo presente (cfr. Apostolicam actuositatem, 7; Gaudium et spes, 69; Lumen gentium, 36 etc.).
El cristianismo no es pesimista. La obra de Dios y, a un nivel muy inferior, la del hombre, son objeto de altísimo interés en la valoración cristiana. Pero cuando la vida del hombre es considerada en su doble perspectiva final y finalística, es decir, como medida por el tiempo y por el criterio moral, entonces, por una parte, aparece reducida a cenizas, es decir, destinada a morir; y por otra, queda sobrevalorada en su ser espiritual y en su destino inmortal, es decir, en situación de decidir en el tiempo presente su futuro de ultratumba.
Ciertamente esta concepción de la vida humana no está de moda. Todo contribuye hoy a hacérnosla olvidar. Se vive con una mentalidad totalmente inmersa en el momento actual, como si éste fuese algo permanente, y no inevitablemente atropellado por el momento sucesivo; y con mucha frecuencia esta mentalidad intenta sustraerse a la responsabilidad de un criterio moral y de un juicio final. Se encuentra uno así en una doble ilusión, como si fuésemos dueños del tiempo y pudiésemos vivir en un indiferentismo moral, sin deberes basados sobre una norma extrínseca a nuestro arbitrio y a nuestra libre conciencia.
Nosotros conocemos algo de los efectos prácticos y sociales de este vivir a ciegas, como si estuviésemos exonerados del designio real y moral en el que está inexorablemente inserta nuestra vida. Y, como nos sentimos habitualmente inclinados a dar una importancia soberana a los bienes temporales en que se desarrolla nuestra existencia terrena, he aquí que la Iglesia nos hace volver a la realidad: ¡Memento! ¡Atención! ¡Ten cuidado! ¡Vigila! ¡Comprueba la dirección de tu camino! Así nos habla y nos dice esto con el rito de las cenizas, un rito serio, lúgubre, si queréis; pero saludable y optimista en el fondo, pues nos abre los ojos sobre nuestra mísera situación de seres mortales, situación miserable porque somos pecadores, es decir, porque nos encontramos en estado de muerte con relación a la vida auténtica que recibimos solamente en comunión con Dios, único, supremo y misericordioso principio de vida.
Cristo es nuestra salvación
La Iglesia nos advierte así que tenemos necesidad de salvación, para indicarnos inmediatamente que esta salvación la encontramos en Cristo.
Y entonces adquiere un gran valor este tiempo, precisamente este tiempo que vamos a comenzar: el tempus aceptabile, el tiempo propicio (2 Cor 6, 2). ¿Propicio para qué? Para la metanoia, para la reflexión, para el replanteamiento, para la penitencia. A ella nos invita la liturgia de la Iglesia con el rito austero de la ceniza. Como sabéis, este rito es antiquísimo; tiene derivaciones bíblicas y evangélicas (cfr. 1 Mac 4, 39; Mt 11, 21); y lo encontramos enraizado en la historia de la liturgia desde los orígenes del cristianismo (cfr. DACL 2, 2 Cabrol, 2134ss. y 3040ss.).
Debemos creer que, si se realiza con sentimiento humilde y sincero de uniformidad con la venerable tradición eclesiástica, este rito tendrá para nosotros también la misma eficacia que tuvo para tantas generaciones de cristianos en los siglos pasados: la de hacer surgir de las apagadas cenizas de la penitencia, símbolo de nuestra condición de mortales y de la condena debida a nuestros pecados, el nuevo rayo de la esperanza y de la vida que el Cristo pascual renueva en el mundo.
Que nuestra bendición apostólica pueda obtener tan gran favor.