18 de abril de 1973
LA PASCUA
La inminencia de la Pascua nos invita a reflexionar sobre la preparación que la Iglesia antepone a la misma con tan amplio despliegue de exhortaciones y de ejercicios ascéticos.
La cuaresma es el gran esfuerzo didáctico, espiritual y moral para hacernos llegar a una conclusión muy importante: importante en sí misma, la celebración conmemorativa y renovadora, de un modo sacramental, tanto del hecho como del misterio de la redención, realizada por Cristo mediante su pasión, su muerte y su resurrección; y es importante para nosotros, para la Iglesia, para el mundo, en orden a nuestra participación, la participación de los fieles, de los hombres en el misterio pascual.
El tiempo de preparación
Cuaresma y Pascua no son simplemente un espectáculo, al que baste asistir pasivamente, o con algún interés espiritual, pero sin que nuestras conciencias, más aún, nuestras almas se vean profundamente afectadas. Cada uno de nosotros y toda la comunidad eclesial ha sido instruida, prevenida, conmovida ¿para qué?, ¿con qué fin práctico y religioso? Todos lo saben: para participar, para convivir, para renovar en nosotros mismos el misterio pascual; esto es, y como comúnmente se dice: «para cumplir con Pascua». La participación personal, sobre todo, y comunitaria en el misterio actual de la redención es el punto de llegada de la pedagogía cuaresmal y, aunque ésta por desgracia hubiera faltado o resultado ineficaz, queda como lógica exigencia de nuestra referencia a Cristo y como prescripción canónica intensamente reclamada siempre por la Iglesia, la obligación de «cumplir con Pascua».
Todos sabemos lo que en el lenguaje común quiere decir «cumplir con Pascua». Prácticamente quiere decir recibir los sacramentos. Y es precisamente esta expresión humilde la que encierra gran cantidad de cuestiones difíciles y maravillosas.
El sacramento de la iniciación en la vida cristiana
Ante todo: ¿qué quiere decir sacramento? La palabra se ha hecho de uso muy común; pero su significado resulta misterioso y no siempre es unívoco; e incluso cuando expresa el concepto catequístico, que en nuestro lenguaje común significa signo sagrado santificante (S. Th., III, 60, 2), o mejor, signo sensible, religioso, que tiene el maravilloso poder de significar, de contener, de conferir la gracia de Dios, nos deja más sorprendidos que instruidos; y necesitamos analizar más atentamente lo que afirmamos para descubrir en el sacramento un signo, que nos quiere recordar la pasión de Cristo, demostrar y comunicar su acción salvadora, esto es, su gracia, y anunciar previamente una plenitud de vida, que sólo en la gloria de la existencia futura podremos conseguir. En pocas palabras: un signo misterioso (en griego precisamente sacramento se dice «misterio»), que por disposición divina significa sensiblemente un hecho divino operante interiormente (cf. L. Ciappi, De Sacramentis in communi).
Así, se ofrece ante todo a nuestra consideración el sacramento pascual por excelencia: el bautismo, por medio del cual se nace a la nueva existencia humano‑divina, y somos iniciados en la vida cristiana. Antiguamente el bautismo se administraba preferentemente en Pascua, la cual reflejaba y, en cierta manera, actuaba en el catecúmeno, es decir, en el hombre preparado para hacerse cristiano, la muerte y la resurrección del Señor (Rom 6, 4; Gál 3, 2). Nosotros, por gracia del Señor, ya bautizados, al acercarse la Pascua, debemos reflexionar con gran alegría y conmoción sobre este acontecimiento nuestro capital, mediante el cual hemos sido elevados al rango de hijos adoptivos del Padre, de hermanos de Cristo, insertos en su Cuerpo místico, la Iglesia, e invadidos por la nueva animación del Espíritu Santo. La liturgia nocturna del Sábado Santo entona uno de sus himnos más bellos, el Exultet, para recordar este acontecimiento, que nos atañe a todos, individual y eclesialmente; hagamos nuestro este himno profético.
La penitencia y la comunión pascual
Pero no es solamente el bautismo el que hace preciosa la celebración pascual. Hay otro sacramento que significa y renueva la resurrección de las almas muertas; y es la penitencia, la confesión; sacramento que debemos apreciar extremadamente. Porque tenemos necesidad de él. Porque nos humilla y luego nos hace bienaventurados. Porque nos obliga a entrar de nuevo en nosotros mismos (recordemos el hijo pródigo de la parábola evangélica: «Volviendo en sí» —Lc 15, 17—), y pone de nuevo la conciencia en la justa perspectiva con dinámica claridad. Porque nos hace gozar, llegando hasta la experiencia interior, de la misericordia, de la bondad, del amor de Dios. Porque nos devuelve la paz, la esperanza del bien, la dignidad bautismal. Porque nos restituye a la comunión con la Iglesia. Porque es, en definitiva, nuestra Pascua de Resurrección. Por esto cumplir con Pascua quiere decir para nosotros, en primer lugar, confesarse bien para sentarse luego, sin remordimientos sacrílegos, a la mesa del Señor, en la Eucaristía (1 Cor 11, 27‑28). Sobre este punto de la confesión deberíamos hacer hoy un largo discurso apologético: nos daría fácil motivo para ello la difusión de las terapias sicoanalíticas que todo lo sondean y descubren, pero sin tener el poder inefable del perdón; como también la dejadez actual en recurrir a la confesión nos obligaría a recordar su severa, sabia y saludable obligación. Pero no en este momento, el cual nos ofrece ahora solamente la oportunidad de recordar que la fascinante metamorfosis (de nuevo viene el recuerdo del hijo pródigo: surgam et ibo, me levantaré e iré, Lc 15, 18) no es otra cosa que sencillez y valentía.
Así, el camino hacia la casa del Padre está marcado y es corto; y conduce a la mesa paterna, suntuosa y festivamente preparada; conduce a la Eucaristía, cuya digna recepción nos permite decir, para consuelo nuestro interior y para edificación de los hermanos: sí, «he cumplido con Pascua».
Nos detenemos aquí, dando a estas palabras un significado augural para todos vosotros, hijos y hermanos: ¡felices Pascuas!