Pablo VI

Pablo VI: La Navidad, una lección de humildad

Pablo VI
Audiencia General

29 de diciembre de 1976

LA LECCIÓN DE LA NAVIDAD

El día de Navidad ha pasado. Pero la Navidad permanece. Permanece como hecho histórico en torno al cual se organiza y se desarrolla sucesivamente el cristianismo, que ha llegado hasta nosotros, ciertamente lleno de vida y vigor.

La Navidad permanece como concepción de la historia que ve a los siglos pasados como un momento del tiempo iniciado con el nacimiento de Cristo, y a los siglos futuros como el lógico desarrollo de ese humilde y supremo acontecimiento que fue la venida del Verbo de Dios a la tierra y en el tiempo, y que guía los destinos de la humanidad hasta el fin de los siglos. La Navidad permanece ciertamente como filosofía de la vida, como escuela que nos enseña el designio de nuestra existencia en el tiempo, como modelo ejemplar de lo que debemos ser y de lo que debemos hacer: debemos ser cristianos y debemos comportarnos como tales. Este último aspecto de la Navidad, el filosófico‑moral, es el que ahora nos sirve de tema para esta breve reflexión en la que podrían confluir todas las aportaciones enciclopédicas de la ascética cristiana sobre la Navidad.

Humildad

Nos limitaremos a una pregunta compendiosa: ¿qué enseñanza fundamental y sumaria recomienda el nacimiento de Cristo a la humanidad y a cada uno de nosotros? Nos atenemos una vez más a la palabra de San Agustín, pero muchos maestros nos pueden repetir, dentro del repertorio de la literatura sacra, la misma lección. Por lo demás, el cuadro del pesebre habla por sí solo: si éste es el modo escogido por el Verbo de Dios para hacerse hombre, ¿qué nos enseña el Señor sino la humildad? Cum esset altus humilis venit (Enarr. in Ps. 31, 18; PL 36, 270). Y San Pablo, ¿no ha encerrado en una memorable síntesis el designio de la Encarnación?: «Tened, escribe a los filipenses, los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios, no refutó como botín (codiciable) ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 5‑8). Y luego será este pensamiento el que alimentará en su raíz la cristología de San Agustín; él cuenta en las Confesiones que comprendió la misión de Cristo cuando captó que la humildad había sido elegida por el Señor como camino de mediación para conducir al hombre desde su caída humanidad hasta la altura de la divinidad (cf. c. VII, 28, 24; PL 32, 745). El florilegio de las citas no se acabaría nunca si quisiéramos recogerlas de las obras del Santo Doctor (cf. E. Portalié, D. Th. c. II, 2372).

La humildad de la que aquí estamos tratando no es la virtud específica que Santo Tomás cataloga dentro de la esfera de la templanza aun reconociéndole un puesto principal en una clasificación más amplia, la de un ordenamiento general de la vida moral (cf. II‑II, 161, 5); sino que es aquella relativa a la verdad fundamental de las relaciones religiosas, a la realidad esencial de las cosas que pone en el primer y sumo nivel la existencia de Dios, personal, omnipotente, omnipresente, en el momento en que Él viene a confrontarse con el hombre: es la humildad de la Virgen en el Magníficat que da a la criatura el sentido de sí misma en la total dependencia de Dios, en la desproporción insuperable entre su infinita grandeza y la medida siempre ínfima de quien todo lo debe a Dios, advirtiendo la absoluta necesidad de su Providencia, que quiere ser misericordia para nosotros pecadores.

Pobreza de espíritu

De este punto central de la Navidad brota la humildad de Cristo‑Dios y Hombre, la lógica del Evangelio en el que sentimos resonar las palabras del Señor: «aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29); escucharemos, luego, su enseñanza reflejada sobre los seguidores del Evangelio: «bienaventurados los pobres de espíritu (es decir, los humildes), porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3).

Aquí son necesarias dos rápidas pero importantes observaciones.

La primera nos recuerda que esta fundamental lección de humildad no anula la grandeza de Cristo, ni tampoco reduce a la nada nuestra poquedad. La humildad es una actitud moral que no destruye los valores a los que se aplica; es un camino para reconocerlos y recuperarlos (cf. Flp 2,9, ss.; Ef 3,2; Mt 23,12).

La segunda observación presenta una comparación entre la mentalidad cristiana, toda embebida de humildad, y la mentalidad profana, que no aprecia la humildad y que la juzga como ofensa a la dignidad del hombre, como criterio debilitante de la voluntad creativa del hombre y, a lo más (ya en tiempos de los estoicos), como una sabia resignación ante la mediocridad humana. No discutiremos la debilidad de estas posiciones; recordaremos más bien los peligros (como el super‑hombre, la prepotencia del poder, la ceguera de la orgullosa infatuación, la desorientación pedagógica cuando ya no está dirigida por la verdad del Evangelio). Y nos limitaremos a recordar el premio que acompaña a una sabia humildad: la gracia, como nos dicen los Apóstoles Pedro (1 Pe 5, 5) y Santiago (4, 6).

Con nuestra apostólica bendición.