Por Ignacio Blanco
Evangelio según san Marcos 11,1-10
Se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, y Jesús mandó a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Vayan al poblado de enfrente. Al entrar en él, encontrarán un burrito atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo. Y si alguien les pregunta por qué lo hacen contéstenle: “El Señor lo necesita y lo devolverá pronto”». Fueron y encontraron el burrito en la calle, atado a una puerta, y lo soltaron. Algunos de los presentes les preguntaron: «¿Por qué tienen que desatar el burrito?». Ellos les contestaron como había dicho Jesús; y se lo permitieron. Llevaron el burrito, le echaron encima sus mantos, y Jesús montó en él. Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas en el campo. Los que iban delante y detrás gritaban: «Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor. Bendito el reino que llega, el reino de nuestro padre David. ¡Hosanna en el cielo!».
El Señor Jesús en diversos momentos —cada vez con mayor claridad— fue revelando que tenía que ir a Jerusalén para culminar allí su misión. Mateo, por ejemplo, cuenta que «desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día» (Mt 16,21). Como éste hay otros pasajes en los que se ve clara la consciencia que Jesús tenía de que su subida a Jerusalén era el último escalón de su misión. Lo que celebramos hoy, Domingo de Ramos, es justamente el inicio de esa semana en la que se realizaron los acontecimientos culminantes de su vida terrena: su Muerte y Resurrección.
Para la celebración de estos días santos nos hemos preparado durante el tiempo de Cuaresma. La Semana Santa se inicia con la entrada de Jesús en Jerusalén. Hay un ambiente de alegría, de júbilo, pues muchos veían en este personaje que entraba montado en un burrito al Mesías que tenía que venir para liberar al pueblo. ¡Cómo no regocijarse viendo que se cumplían las palabras del profeta que había dicho: «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna» (Zac 9,9)! Por fin Dios se había acordado de su pueblo oprimido y actuaría en su favor. Las expectativas de estos hombres y mujeres se realizarían con creces pero en un nivel de la existencia quizá mucho más profundo de lo que pudieron imaginar.
En nuestra celebración litúrgica también nosotros buscamos expresar nuestra alegría con cantos, palmas y ramos de olivo. ¿Por qué estamos alegres? En primer lugar porque reconocemos que Cristo Rey es, efectivamente, el Mesías que nos ha liberado con el don de la reconciliación. También estamos alegres porque reconocemos en Jesús a Dios hecho hombre, que nos ama al punto de haberse jugado hasta la última gota de su sangre por nosotros. Estamos alegres porque con fe reconocemos y nos disponemos a celebrar su victoria definitiva sobre la muerte y el pecado, que también es la nuestra. Tantos motivos que nos da nuestra fe para que nuestro corazón rebose de alegría y aclame a Jesús que sube a Jerusalén montado en un burrito: ¡Hosanna, bendito el que viene! ¡Hosanna al hijo de María!
Próximos a iniciar estos días santos tal vez una reflexión que puede sernos de ayuda se articula en torno a una idea fuerza: el seguimiento del Señor Jesús. Muchas veces hemos escuchado hablar —o hemos hablado nosotros— de “seguir a Jesús”, de que ser cristiano es seguir a Cristo. Y esto es algo que está arraigado en la tradición espiritual de la Iglesia que habla de la sequela Christi, es decir, del seguimiento de Cristo. Los primeros discípulos del Maestro —pensemos en Andrés, Santiago, Pedro— escucharon de la misma boca de Jesús esa invitación fascinante: ¡Sígueme! Y efectivamente lo siguieron. Eso significó dejar sus oficios, sus familias, y ponerse —literalmente— a seguir a Cristo por los caminos que recorría, las ciudades y pueblos que visitaba. Muchos otros, narran los Evangelios, al verlo pasar, al escucharlo predicar, al ver sus milagros, lo seguían. Ese acto externo implicaba, sin embargo, un profundo cambio interior. Los apóstoles y discípulos vivieron un proceso de aprendizaje en el que cada vez fue quedando más claro que el seguimiento de Cristo es un cambio total en la existencia. Quizá no puede haber mejor ocasión para nosotros que la celebración de la Semana Santa para hacernos estas sencillas preguntas: ¿Qué significa para mí seguir a Cristo? ¿Cómo vivo ese seguimiento de Cristo?
Las celebraciones litúrgicas de estos días santos son particularmente hermosas y significativas y en su solemnidad, sobriedad y calidez nos ofrecen una excelente ocasión para profundizar nuestra fe. Muchos seguramente participaremos en alguna meditación, retiro o dispondremos del tiempo y el espacio para poder reflexionar. Aprovechémoslo para seguir al Señor Jesús en estos días santos en los que podemos participar del memorial de la Última Cena, velar y orar con Él en Getsemaní, acompañarlo en los pasos dolorosos de su pasión, subir con Él a la Cruz, esperar junto a la Madre de la esperanza y recibir el anuncio que realmente cambia nuestra vida: ¡Ha resucitado!
De la mano de nuestra Madre María dispongámonos para seguir a Cristo en su camino a la Cruz que lleva al triunfo de su Resurrección. Seguir a Cristo es vivir realmente una «vida nueva» (Rom 6, 4), una vida divina, que en Jesús, por Él y con Él, nos es participada como nos enseña San Pablo: «A ustedes, que estaban muertos en vuestros delitos…, Dios los vivificó juntamente con Él (Cristo)» (Col 2, 13) pues el que sigue a Cristo y «está en Cristo es una nueva creación» (2Cor 5, 17).