I. LA PALABRA DE DIOS
1Sam 16, l.6-7; 10-13: “Ungió a David en medio de sus hermanos”
En aquellos días, el Señor dijo a Samuel:
— «Llena de aceite tu cuerno y ponte en camino; yo te envío, a casa de Jesé, el de Belén, porque he elegido como rey a uno de sus hijos».
Cuando llegó, vio a Eliab y pensó:
— «Seguramente, éste es el ungido del Señor».
Pero el Señor le dijo:
— «No te fijes en las apariencias ni en su buena estatura. Lo rechazo. Porque Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el corazón».
Jesé hizo pasar a siete hijos suyos ante Samuel; y Samuel le dijo:
— «Tampoco a éstos los ha elegido el Señor».
Luego preguntó a Jesé:
— «¿Son éstos todos tus muchachos?».
Jesé respondió:
— «Queda el pequeño, que precisamente está cuidando las ovejas».
Samuel dijo:
— «Manda a buscarlo, que no nos sentaremos a la mesa mientras no llegue».
Jesé mandó a que lo trajeran y lo hizo entrar: era rubio, de hermosos ojos y buena presencia. Entonces el Señor dijo a Samuel:
— «Levántate, úngelo, porque es éste».
Samuel tomó el cuerno de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. En aquel momento, invadió a David el espíritu del Señor, y permaneció con él en adelante.
Sal 22,1-6: “El Señor es mi pastor, nada me falta”
El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas.
Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo,
porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término.
Ef 5,8-14: “En otro tiempo, ustedes eran tinieblas, ahora son luz en el Señor”
Hermanos:
En otro tiempo, ustedes eran tinieblas, ahora son luz en el Señor.
Caminen como hijos de la luz —toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz—, buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien denúncienlas. Pues hasta da vergüenza mencionar las cosas que ellos hacen a escondidas. Pero al ser denunciadas salen a la luz, porque todo lo que se pone de manifiesto es luz. Por eso dice: «Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz».
Jn 9, 1-41: “Yo soy la luz del mundo”
En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron:
— «Maestro, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?».
Jesús contestó:
— «Ni éste pecó ni sus padres, ha sucedido para que se manifiesten en él las obras de Dios. Mientras es de día, tenemos que hacer las obras del que me ha enviado; viene la noche, y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo».
Dicho esto, escupió en el suelo, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo:
— «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)».
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban:
— «¿No es ése el que se sentaba a pedir?».
Unos decían:
— «Sí, es el mismo».
Otros decían:
— «No es él, pero se le parece».
Él respondía:
— «Soy yo».
Y le preguntaban:
— «¿Y cómo se te han abierto los ojos?».
Él contestó:
— «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver».
Le preguntaron:
— «¿Dónde está Él?».
Contestó:
— «No sé».
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista. Él les contestó:
— «Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo».
Algunos de los fariseos comentaban:
— «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado».
Otros replicaban:
— «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?».
Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego:
— «Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?».
Él contestó:
— «Que es un profeta».
Pero los judíos no se creyeron que aquél había sido ciego y había recibido la vista, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron:
— «¿Es éste su hijo, el que ustedes dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora puede ver?».
Sus padres contestaron:
— «Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego; pero no sabemos cómo es que ahora puede ver, ni tampoco sabemos quién le dio la vista. Pregúntenselo a él, que es mayor y él mismo puede darles razón».
Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos; porque los judíos ya habían acordado expulsar de la sinagoga a quien reconociera que Jesús era Mesías. Por eso sus padres dijeron: «Ya es mayor, pregúntenselo a él».
Llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron:
— «Confiésalo ante Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador».
Contestó él:
— «Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo».
Le preguntan de nuevo:
— «¿Qué te hizo, cómo te abrió los ojos?».
Les contestó:
— «Lo he dicho ya, y no me han hecho caso; ¿para qué quieren oírlo otra vez?; ¿también ustedes quieren hacerse discípulos suyos?».
Ellos lo insultaron y le dijeron:
— «Discípulo de ése lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ése no sabemos de dónde viene».
Replicó él:
— «Pues eso es lo raro: que ustedes no saben de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que da culto a Dios y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder».
Le replicaron:
— «Tú que naciste lleno de pecado, ¿quieres darnos lecciones a nosotros?».
Y lo expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo:
— «¿Crees tú en el Hijo del hombre?».
Él contestó:
— «¿Y quién es, Señor, para que crea en Él?».
Jesús le dijo:
— «Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es».
Él dijo:
— «Creo, Señor».
Y se postró delante de Él. Jesús añadió:
— «Para un juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven vean, y los que ven queden ciegos».
Los fariseos que estaban con Él oyeron esto y le preguntaron:
— «¿También nosotros estamos ciegos?».
Jesús les contestó:
— «Si estuvieran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen que ven, su pecado persiste».
II. APUNTES
Hallándose en Jerusalén, un sábado el Señor pasó junto a un ciego de nacimiento que estaba pidiendo limosna. Así era conocido por los vecinos de la ciudad.
Los discípulos, al enterarse de que aquel mendigo había nacido ciego, movidos por la curiosidad le preguntan al Señor: «¿Quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?». La pregunta revela la antigua creencia judía de que el mal físico o las desgracias padecidas (ver Lc 13,1-4) eran un castigo divino por los pecados cometidos por la misma persona o por sus progenitores. El origen del padecimiento humano es la culpa. La creencia de que el padecimiento de los hijos se debía en algunas ocasiones al pecado de sus padres se mantenía firmemente arraigada en el pueblo aún cuando varios profetas habían ya anunciado la anulación de este “castigo por solidaridad” (ver Is 31, 29.30; Ez 18, 2-32).
«Ni éste pecó ni sus padres», es la respuesta contundente del Señor. La ceguera, el mal físico sufrido por aquél hombre, no era consecuencia de pecado alguno y por lo mismo no debía tomarse como un castigo divino, y menos aún como una especie de purificación de un supuesto “karma” de una vida pasada, una estricta justicia por la que debía pagar en esta vida el mal que habría cometido en otra anterior. Y es que los defensores de la preexistencia de las almas y de su continua reencarnación concluyen que si nació ciego sólo pudo pecar en una vida anterior, sin considerar que los mismos rabinos enseñaban que la persona podía pecar ya en el seno materno, antes de nacer. Con su respuesta el Señor rechaza la concepción popular, expresada en la pregunta que le hacen sus discípulos, por ser equivocada.
Entonces, si no es por algún pecado, propio o ajeno, ¿por qué nació ciego? La respuesta del Señor es totalmente inesperada: es «para que se manifiesten en él las obras de Dios». Con ello el Señor descubre un gran misterio: la limitación física de aquél ciego de nacimiento, aún cuando la sufra injustamente en cuanto que nos es consecuencia directa del pecado propio o de sus padres, Dios la permite para que se haga patente en él la intervención divina a través de un milagro, que el Señor Jesús estaba a punto de realizar.
Para los evangelistas los milagros no eran tan sólo “hechos extraordinarios que escapan a las leyes de la naturaleza”, sino que eran sobre todo “signos” que invitaban a ir más allá de la materialidad del milagro para descubrir en ellos, con la luz de la fe, la liberación y reconciliación ofrecida por el Señor Jesús a todo ser humano. En este sentido, la “obra de Dios” realizada en aquél ciego de nacimiento no es tan sólo un milagro espectacular, sino el signo de una realidad mucho más profunda e incluso universal: Jesucristo es aquél que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (ver Jn 1,9) con una luz que va más allá de la luz física, con una luz que disipa las tinieblas de la mente y del corazón, las tinieblas en las que está envuelto el hombre por su lejanía de Dios, por su pecado. Él ha venido al mundo a hacer accesible esa luz a todo hombre. De esta realidad invisible la curación de este ciego de nacimiento será un signo visible.
Para realizar este signo el Señor «escupió en el suelo, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)”».
La saliva era considerada en la antigüedad como remedio curativo para la vista. En otras ocasiones el Señor usa también la saliva para realizar alguna curación milagrosa (ver Mc 7,33; 8,23). Con el barro, al que también se le atribuían propiedades curativas, se hacía un emplasto, por ejemplo, para inflamaciones en los ojos. Así, pues, nada hay de extraño en este proceder del Señor.
Sin embargo, resulta evidente que no es la propiedad curativa de estos elementos lo que devolverá la vista al ciego, sino la fe en el Señor que le manda luego a lavarse en la piscina de Siloé. El evangelista explica que Siloé «significa Enviado».
La piscina tomaba el nombre de un canal subterráneo, excavado en la roca, que recogía las aguas de una fuente externa de la ciudad de Jerusalén para introducirlas al interior de la misma, conduciéndolas a esta piscina. De allí que al canal se le había dado el nombre de “el que envía” el agua, y al agua de la piscina “el [líquido] enviado”.
Es evidente que para San Juan esta agua es símbolo de Cristo, el Enviado del Padre que devuelve la vista al ciego de nacimiento. A decir de San Juan Crisóstomo: «el que sana en ella [la piscina] es Cristo». Jesucristo sana, cura la ceguera, realiza este signo porque Él es el Enviado del Padre, enviado para hacer sus obras (Jn 9,4), enviado para curar de la ceguera no sólo a este hombre sino a todo hombre: «Para un juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven vean». Él es quien uniendo la saliva (símbolo de su naturaleza divina) y el barro (símbolo de su naturaleza humana) ha venido a iluminar al hombre que ha caído en tinieblas y a hacer de él un hijo de la luz (2ª. lectura).
Luego de lavarse aquél ciego «volvió con vista». Semejante milagro no podía pasar desapercibido. Al ciego, a quien tantos habían visto mendigar durante años, ahora podía ver. La sorpresa era general, despertando la típica curiosidad quienes lo conocían: “¿Eres tú, el ciego de nacimiento que mendigaba? ¿Cómo es que ahora puedes ver? ¿Qué ha pasado?”. Él cuenta lo sucedido: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver». Esa es su tremenda historia.
De inmediato es llevado ante los fariseos. Luego de escuchar su testimonio, las opiniones de los fariseos se dividen. Algunos juzgaban por zanjado el tema sentenciando que «este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado». En efecto, ese día era sábado, y el sábado estaba mandado descansar. Estaba prohibido todo tipo de trabajo, y estaba prohibido incluso hacer el emplasto que el Señor hizo. Así que un grupo de fariseos consideraba que toda curación milagrosa que Jesús realizara en sábado era una violación del precepto del descanso, un pecado gravísimo, y por eso estaban al acecho para ver si curaba en sábado y tener de qué acusarle (ver Mt 12,10; Mc 3,2). Otro grupo de fariseos, en cambio, argumentaba sensatamente: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?». Ante tal signo, ¿no había que abrirse a la posibilidad de que quien lo había curado efectivamente fuese el Enviado de Dios?
En el interrogatorio queda evidente la cerrazón mental de algunos fariseos ante la evidencia y contundencia del signo realizado. La ceguera que produce en ellos va muy unida al amor propio, produce un invencible apego a las propias ideas equivocadas y una incapacidad o “ceguera total” para reconocer la realidad tal y como aparece ante sus ojos. El subjetivismo es absoluto. A aquel grupo de fariseos ciegos porque se niegan a abrir la mente a lo objetivo, no les queda sino buscar imponer su visión y finalmente destruir cualquier evidencia que contradiga sus ideas, como sucederá con la decisión de dar muerte no sólo a Jesús sino también a Lázaro (ver Jn 12,11).
La ceguera o cerrazón de aquellos fariseos no da lugar a reconsideraciones: «nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». En su ceguera arrastran a otros, prohibiendo que reconozcan a Jesús como el Enviado divino, amenazando con expulsar de la sinagoga a quienes lo sigan. El prejuicio y el orgullo les impide abrirse a la luz, por tanto, permanecen en sus tinieblas. Sin embargo, ante sus presiones, el hombre curado insiste: «Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo». La verdad es esa.
Finalmente, luego de tanto preguntarle y repreguntarle, con tono irónico el ciego curado les pregunta: «¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?» La furia se despierta en los fariseos, que no atinan sino a insultarlo, y declaran no saber de dónde procede Jesús. Ante tanta cerrazón y terquedad, brilla el razonamiento sensato y lúcido, carente de prejuicios: «Pues eso es lo raro: que ustedes no saben de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que da culto a Dios y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder». En resumen, Jesús es el Enviado de Dios. Ante la evidencia incontestable no les queda ya otro recurso que echarlo fuera, expulsarlo de la sinagoga.
Luego de la primera iluminación vendrá otra de mucho mayor trascendencia. Culminado el durísimo interrogatorio y expulsado de la sinagoga el Señor Jesús sale al encuentro del ciego curado y se apresta a abrirle también los ojos de la fe a quien ante tanto ataque ha permanecido fiel a la verdad: «“¿Crees tú en el Hijo del hombre?”. Él contestó: “¿Y quién es, Señor, para que crea en Él?”. Jesús le dijo: “Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es”. El dijo: “Creo, Señor”. Y se postró delante de Él».
Aquél hombre había realizado un itinerario que lo llevó gradualmente a descubrir la identidad de Aquél que lo había curado, a confesar su fe en Él como profeta y finalmente a postrarse ante Él para adorarlo como el Hijo enviado del Padre.
Sobre el significado de la curación del ciego de nacimiento
Las lecturas de este Domingo giran en torno al tema de la luz y, en el Evangelio, el ciego curado e “iluminado” por el Señor Jesús se convierte en imagen de todos los bautizados, quienes arrancados de las tinieblas del pecado y de la muerte han llegado a ser «hijos de la luz» (2ª. lectura). En efecto, por el sacramento del Bautismo, que se conoce con el nombre de iluminación, los bautizados son “iluminados” con la luz de Cristo, de modo que «“tras haber sido iluminado” (Heb 10,32), se convierte en “hijo de la luz” (1 Tes 5,5), y en “luz” él mismo (Ef 5,8)» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1216). Cuando esta Luz resplandece en el interior del hombre, éste se convierte en luz, se convierte en testigo de la Verdad que viene de Dios.
El pasaje evangélico del cuarto Domingo de Cuaresma muestra el camino que lleva al descubrimiento de esta Luz, al descubrimiento de Cristo. Ya en los primeros siglos del cristianismo los catecúmenos, a lo largo del itinerario que los preparaba para el Bautismo, experimentaban con la lectura y explicación del pasaje de la curación del ciego de nacimiento una anticipación del momento en que los ojos de su espíritu se abrirían a la luz de la fe mediante las aguas bautismales, entrando así a formar parte de la comunidad de la Iglesia.
La catequesis sobre el significado bautismal y el alcance de este evangelio es también actual e incluso indispensable para aquellos que, ya “iluminados” por Cristo con el Bautismo, pueden recaer en las tinieblas del pecado y por tanto siempre tienen necesidad de ser iluminados nuevamente por la luz del Señor, para redescubrir su vocación y misión de “hijos de la luz” y producir frutos de bondad, de justicia y de verdad en el mundo presente (2ª. lectura). En realidad, en el contexto de la Cuaresma todos los creyentes, vencidas las tinieblas del pecado, están llamados a hallar en Cristo Jesús «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), a adherirse más conscientemente a Él y a seguirlo con renovado empeño por el camino que, pasando por la cruz, lleva a la luz que no conoce ocaso alguno.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Todos nacimos ciegos. Me refiero ciertamente no a una ceguera física, sino a otra “ceguera”, más profunda, más radical, aquella que es fruto del pecado: la ceguera que nos incapacita para ver a Dios y ver la realidad creada, especialmente a la misma criatura humana, como Dios la ve.
A esta “ceguera” hace referencia San Pablo cuando dice: «habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció» (Rom 1,21). La palabra con que en la Escritura se designa este oscurecimiento de la mente y corazón es escotosis, que deriva del griego skotos, oscuridad, tinieblas. La escotosis es la ceguera en la que vive aquél que dice que ve, incluso con mucha claridad, cuando en realidad se encuentra en la más espantosa oscuridad.
Por la escotosis el hombre no sólo se hace incapaz de “ver” a Dios, sino que al mismo tiempo se vuelve ciego a su propia realidad, engañándose de múltiples formas. Si ha sido creado por Dios, ¿cómo puede el ser humano entenderse sin Dios? ¿Cómo puede conocerse de verdad si desconoce a Dios? Sin conocer la verdad sobre Dios, tampoco puede el hombre conocerse cabalmente a sí mismo, es imposible que comprenda quién es, de dónde viene, a dónde va, cuál es el sentido de su vida, su misión en el mundo. Es como un aviador accidentado en medio del desierto, perdido, solo, incomunicado, sin brújula, sin GPS, sin un mapa o instrumento que le indique dónde se encuentra y hacia dónde debe ir para poder sobrevivir: caminará desorientado, su sed se hará cada vez más intensa, empezará a desvariar por el calor, creerá que puede saciar su sed en oasis que tan sólo son espejismos. Si nadie lo rescata, finalmente morirá en su desventura.
¿Quién nos librará de esta ceguera que es la escotosis? ¿Quién devolverá la luz a nuestra mente y corazón? ¡Cristo es «la luz del mundo» (Jn 9,4), «la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9)! Sí, para esto ha venido Él: para liberarnos de las tinieblas que inundan nuestra mente y corazón, para devolvernos la vista, para mostrarnos la verdad sobre Dios y sobre el hombre: «Cristo, el nuevo Adán, en la revelación misma del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre su altísima vocación» (Gaudium et spes, 22). ¡Déjate iluminar por Él y tendrás la luz de la vida, y tú mismo te convertirás en luz para muchos!
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Agustín: «El Señor dice: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Esta breve sentencia contiene un mandato y una promesa. Cumplamos, pues, lo que nos manda, y así tendremos derecho a esperar lo que nos promete. No sea que nos diga el día del juicio: «¿Ya hiciste lo que te mandaba, pues que esperas alcanzar lo que prometí?» «¿Qué es lo que mandaste, Señor, Dios nuestro?» Te dice: «Que me siguieras.» Has pedido un consejo de vida. ¿Y de qué vida sino de aquella acerca de la cual está escrito: En ti está la fuente viva? Por consiguiente, ahora que es tiempo, sigamos al Señor; deshagámonos de las amarras que nos impiden seguirlo. Pero nadie es capaz de soltar estas amarras sin la ayuda de aquel de quien dice el salmo: Rompiste mis cadenas. Y como dice también otro salmo: El Señor liberta a los cautivos, el Señor endereza a los que ya se doblan. Y nosotros, una vez libertados y enderezados, podemos seguir aquella luz de la que afirma: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Porque el Señor abre los ojos al ciego. Nuestros ojos, hermanos, son ahora iluminados por el colirio de la fe. Para iluminar al ciego de nacimiento, primero le untó los ojos con tierra mezclada con saliva. También nosotros somos ciegos desde nuestro nacimiento de Adán, y tenemos necesidad de que Él nos ilumine».
San Agustín: «El género humano está representado en este ciego, y esta ceguedad viene por el pecado al primer hombre, de quien todos descendemos. Es, pues, un ciego de nacimiento. El Señor escupió en la tierra y con la saliva hizo lodo, «porque el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). Untó los ojos del ciego de nacimiento. Tenía puesto el lodo y aun no veía, porque cuando lo untó, quizá le hizo catecúmeno. Le envió a la Piscina que se llama Siloé, porque fue bautizado en Cristo, y fue entonces cuando lo iluminó. Tocaba al Evangelista el darnos a conocer el nombre de esta Piscina, y por eso dice: «Que quiere decir Enviado«, porque si Aquél no hubiera sido enviado, ninguno de nosotros habría sido absuelto del pecado».
San Juan Cristóstomo: «El que hizo de la nada sustancias mayores, pudo con más razón hacer ojos sin materia alguna, pero quiso enseñarnos que El era el mismo Creador, que al principio se sirviera de lodo para formar al hombre. Por eso no se sirve de agua para hacer el lodo, sino de saliva, para que no atribuyéramos nada a la virtud de la fuente y entendiésemos que por la virtud de su boca hizo y abrió los ojos. Por último, a fin de que la curación no se atribuyese a virtud de la tierra de que se había servido, le mandó que fuese a lavarse. «Y le dijo: ve, lávate en la piscina de Siloé (que quiere decir Enviado)», para que sepas que yo no necesito de lodo para dar vista. Y como Cristo era el que comunicaba a la piscina de Siloé toda su virtud, el Evangelista nos da en seguida la interpretación de este nombre cuando añade «que significa Enviado», para enseñarnos que el que sana en ella es Cristo; porque así como el Apóstol nos dice que la piedra era Cristo (1Cor 10,4), así Siloé era una corriente de agua súbita espiritual, significando a Cristo, que se manifiesta contra toda esperanza».
San Teófilo de Antioquía: «Dios se deja ver de los que son capaces de verlo, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienen bañados en tinieblas y no pueden ver la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean deja por eso de brillar la luz solar, sino que ha de atribuirse esta oscuridad a su defecto de visión. Así tú tienes los ojos entenebrecidos por tus pecados y malas acciones. (…) Pero, si quieres, puedes sanar; confíate al médico y él punzará los ojos de tu mente y de tu corazón. ¿Quién es ese médico? Dios, que por su Palabra y su sabiduría creó todas las cosas. (…) Si eres capaz, oh hombre, de entender todo esto y procuras vivir de un modo puro, santo y piadoso, podrás ver a Dios; pero es condición previa que haya en tu corazón la fe y el temor de Dios, para llegar a entender estas cosas».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
Cristo es la luz verdadera que ilumina a todo hombre
748: «Cristo es la luz de los pueblos. Por eso, este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas». Con estas palabras comienza la «Constitución dogmática sobre la Iglesia» del Concilio Vaticano II. Así, el Concilio muestra que el artículo de la fe sobre la Iglesia depende enteramente de los artículos que se refieren a Cristo Jesús. La Iglesia no tiene otra luz que la de Cristo; ella es, según una imagen predilecta de los Padres de la Iglesia, comparable a la luna cuya luz es reflejo del sol.
Todo bautizado ha sido iluminado con la luz de Cristo
1216: «Este baño [del Bautismo] es llamado iluminación porque quienes reciben esta enseñanza (catequética) su espíritu es iluminado…» (S. Justino). Habiendo recibido en el Bautismo al Verbo, «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9), el bautizado, «tras haber sido iluminado» (Heb 10, 32), se convierte en «hijo de la luz» (1 Tes 5, 5), y en «luz» el mismo (Ef 5, 8):
El Bautismo es el mas bello y magnifico de los dones de Dios… lo llamamos don, gracia, unción, iluminación, vestidura de incorruptibilidad, baño de regeneración, sello y todo lo más precioso que hay. Don, porque es conferido a los que no aportan nada; gracia, porque, es dado incluso a culpables; bautismo, porque el pecado es sepultado en el agua; unción, porque es sagrado y real (tales son los que son ungidos); iluminación, porque es luz resplandeciente; vestidura, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque lava; sello, porque nos guarda y es el signo de la soberanía de Dios (S. Gregorio de Nisa).
La fe nos libra de la ceguera del espíritu
1993: La justificación establece la colaboración entre la gracia de Dios y la libertad del hombre. Por parte del hombre se expresa en el asentimiento de la fe a la Palabra de Dios que lo invita a la conversión, y en la cooperación de la caridad al impulso del Espíritu Santo que lo previene y lo custodia:
Cuando Dios toca el corazón del hombre mediante la iluminación del Espíritu Santo, el hombre no está sin hacer nada al recibir esta inspiración, que por otra parte puede rechazar; y, sin embargo, sin la gracia de Dios, tampoco puede dirigirse, por su voluntad libre, hacia la justicia delante de El (Conc. de Trento).
2087: Nuestra vida moral tiene su fuente en la fe en Dios que nos revela su amor. San Pablo habla de la «obediencia de la fe» (Rom 1, 5; 16, 26) como de la primera obligación. Hace ver en el «desconocimiento de Dios» el principio y la explicación de todas las desviaciones morales. Nuestro deber para con Dios es creer en El y dar testimonio de El.
2088: El primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella. Hay diversas maneras de pecar contra la fe:
La duda voluntaria respecto a la fe descuida o rechaza tener por verdadero lo que Dios ha revelado y la Iglesia propone creer. La duda involuntaria designa la vacilación en creer, la dificultad de superar las objeciones con respecto a la fe o también la ansiedad suscitada por la oscuridad de ésta. Si la duda se fomenta deliberadamente, la duda puede conducir a la ceguera del espíritu.
2089: La incredulidad es el menosprecio de la verdad revelada o el rechazo voluntario de prestarle asentimiento.