I. LA PALABRA DE DIOS
Ex 17,3-7: “Danos agua para beber”
En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró contra Moisés:
— «¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?».
Clamó Moisés al Señor y dijo:
— «¿Qué puedo hacer con este pueblo? Poco falta para que me apedreen».
Respondió el Señor a Moisés:
— «Preséntate al pueblo llevando contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el bastón con que golpeaste el río, y vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la roca, en Horeb; golpearás la roca, y saldrá de ella agua para que beba el pueblo».
Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel. Y puso por nombre a aquel lugar Masá y Meribá, por la rebelión de los hijos de Israel y porque habían tentado al Señor, diciendo:
— «¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?».
Sal 94,1-2.6-9: “Escucharemos tu voz, Señor”
Vengan, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos.
Entren, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque Él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que Él guía.
Ojalá escuchen hoy su voz:
«No endurezcan el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto;
cuando sus padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras».
Rom 5,1-2.5-8: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones”
Hermanos:
Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Por Él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en la cual nos encontramos: y por Él nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios.
Y esta esperanza no nos defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
En efecto, cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza para salvarnos, Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado; en verdad, a duras penas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros.
Jn 4,5-42: “Señor, dame de esa agua”
En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al pozo. Era alrededor del mediodía. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice:
— «Dame de beber».
Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice:
— «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?».
Porque los judíos no tienen trato con los samaritanos. Jesús le contestó:
— «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y Él te daría agua viva».
La mujer le dice:
— «Señor, ni siquiera tienes con qué sacar agua, y el pozo es muy hondo, ¿de dónde vas a sacar esa agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?».
Jesús le contestó:
— «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un manantial que brota hasta la vida eterna».
La mujer le dice:
— «Señor, dame de esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla».
Él le dice:
— «Anda, llama a tu marido y vuelve».
La mujer le contesta:
— «No tengo marido».
Jesús le dice:
— «Tienes razón, de que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el que ahora tienes no es tu marido. En eso has dicho la verdad».
La mujer le dice:
— «Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto a Dios en este monte, pero ustedes los judíos dicen que el lugar donde se debe dar culto está en Jerusalén».
Jesús le dice:
— «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén darán ustedes culto al Padre. Ustedes dan culto a uno que no conocen; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad».
La mujer le dice:
— «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo».
Jesús le dice:
«Soy yo, el que habla contigo».
En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera hablando con una mujer, aunque ninguno le dijo:
— «¿Qué le preguntas o de qué le hablas?».
La mujer entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente:
— «Vengan a ver un hombre que me ha dicho todo lo que hice; ¿será éste el Mesías?».
Salieron del pueblo y se pusieron en camino adonde estaba Él. Mientras tanto sus discípulos le insistían:
— «Maestro, come».
Él les dijo:
— «Yo tengo por comida un alimento que ustedes no conocen».
Los discípulos comentaban entre ellos:
— «¿Le habrá traído alguien de comer?».
Jesús les dice:
— «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra. ¿No dicen ustedes que faltan todavía cuatro meses para la cosecha? Yo les digo esto: Levanten los ojos y contemplen los campos, que están ya maduros para la cosecha; el que trabaja en la cosecha ya está recibiendo su salario y almacenando fruto para la vida eterna: de modo que el que siembra y el que cosecha se alegran. Con todo, tiene razón el proverbio: Uno siembra y otro cosecha. Yo los envié a cosechar lo que no les costó ningún trabajo. Otros fueron los que trabajaron y ustedes son los que se han beneficiado del trabajo de ellos».
En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en Él por el testimonio que había dado la mujer:
— «Me ha dicho todo lo que hice».
Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer:
— «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que Él es de verdad el Salvador del mundo».
II. APUNTES
Ya desde los primeros siglos del cristianismo las lecturas dominicales de los evangelios del tercer, cuarto y quinto Domingo de Cuaresma obedecían a un deseo de acompañar en la etapa final de su itinerario a los catecúmenos, próximos ya al Bautismo que se llevaría a cabo durante la Vigilia pascual. En estas sucesivas lecturas el Señor Jesús promete a la samaritana el agua viva (III Domingo de Cuaresma), da la vista al ciego de nacimiento (IV Domingo de Cuaresma) y resucita a Lázaro (V Domingo de Cuaresma). Agua, luz y vida son claves fundamentales para comprender lo que el sacramento del Bautismo realiza en quien es bautizado.
Este Domingo escuchamos el largo relato del encuentro y diálogo del Señor Jesús con una samaritana. El Señor había decidido abandonar Judea y volver a Galilea luego de enterarse de que había llegado a oídos de los fariseos que Él —junto con sus discípulos— «bautizaba más que Juan» (Jn 4,1). Para llegar a Galilea tenía que pasar por Samaria. Llega a una ciudad llamada Sicar y fatigado del camino se sienta junto al pozo, mientras sus discípulos van a la ciudad en busca de comida.
El Señor Jesús como cualquier hombre está cansado de tanto caminar (ver Jn 4,6). Comenta San Agustín que «el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed» (Serm. 78, 6). La sobreabundancia de amor le ha movido a ponerse en marcha por los caminos de los hombres para salir en busca de ellos y llevarlos de vuelta a la casa del Padre.
El evangelista menciona que «era alrededor de la hora sexta» (Jn 4,6), es decir, cerca de mediodía, cuando el sol cae a plomo, cuando el calor y la luz solar alcanzan su máxima intensidad y esplendor, el momento en el que una mujer se acerca al pozo para extraer agua. Él mismo es «la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9), sin embargo, esta Luz no brilla aún en el interior de aquella mujer que está sumida en las tinieblas del pecado. Mas esta situación justamente es la que ha de cambiar en la medida en que el Señor mismo se revela a esta mujer mediante una espléndida catequesis. Poco a poco la luz del Señor irá penetrando en su interior, disipando las tinieblas hasta vencerlas finalmente en el enfrentamiento directo con el pecado. Entonces la Luz del Mediodía, que es Cristo mismo, brillará también en todo su esplendor en la mente y corazón de esta mujer, produciéndose el encuentro pleno con el Mesías Reconciliador.
Al acercarse la samaritana al pozo Jesús se dirige a ella para pedirle: «Dame de beber» (Jn 4,7). La samaritana se sorprende: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» (Jn 4,9). El evangelista explica la causa de su sorpresa: «porque los judíos no tienen trato con los samaritanos». En realidad, judíos y samaritanos se odiaban, de modo que entre ellos había un trato sumamente hostil y agresivo. El Señor responde: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y Él te daría agua viva». Todo ser humano necesita del agua para vivir. El agua que la samaritana encuentra en el pozo es un agua que saciará su sed de momento, más no es una agua que la apagará definitivamente. Una y otra vez tendrá que volver al pozo para buscar esa agua que necesita para vivir. El Señor le promete en cambio un agua viva, que apagará definitivamente su sed: «el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un manantial que brota hasta la vida eterna». ¿De qué agua se trata? «El Espíritu Santo es el “agua viva” que, en el corazón orante, “brota para vida eterna” (Jn 4,14). Él es quien nos enseña a recogerla en la misma Fuente: Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2652).
El Señor Jesús es la Fuente de esta Agua viva, es la nueva «roca que nos salva» (Sal 94,1; ver también Sal 88,27; 18,15), roca de la cual ha brotado “el agua” para que bebiese el nuevo pueblo elegido. En efecto, «“bautizados en un solo Espíritu”, también “hemos bebido de un solo Espíritu” (1Cor 12, 13): el Espíritu es, pues, también personalmente el Agua viva que brota de Cristo crucificado como de su manantial y que en nosotros brota en vida eterna» (Catecismo de la Iglesia Católica, 694).
Esta Roca, que es Cristo el Señor, fue golpeada ya no con el cayado de Moisés (1ª. lectura), sino con la lanza de un soldado: «El agua de la roca era la figura de los dones espirituales de Cristo», que brotaron para toda la humanidad de su amoroso corazón como de una nueva fuente.
Mediante el amor derramado en los corazones por el Espíritu Santo (2ª. lectura) el Reconciliador del mundo sacia verdaderamente la sed de Infinito que inquieta el corazón de todo ser humano.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
¿Quién de nosotros no le teme y huye a la soledad, a la tristeza, al vacío, al sufrimiento y dolor? ¿Quién no anhela ser feliz? Diariamente, incluso sin ser conscientes de ello, nos vemos impulsados por ese anhelo de felicidad que nos lanza a buscar incesantemente por aquí y por allá, probando de esto o lo otro, para encontrar aquella fuente en la que podamos apagar nuestra sed de felicidad. Todos nosotros podemos reconocer en este ir y venir de la samaritana al pozo en busca de un poco de agua, cómo en nuestra propia vida buscamos incesantemente un agua que apague una sed profunda, nuestra sed de felicidad.
Pero una cosa es saciar esa sed definitivamente y otra calmarla de momento. Muchos creen que van a resolver su sed de felicidad como la samaritana: “llenando” su vida, su vacío interior, su anhelo de ser felices, con la compañía, la seguridad, el afecto o incluso la satisfacción sensual que le producen ciertas relaciones. Si no encuentran agua en un “pozo” y fracasan, buscarán saciar su sed en otro “pozo”. Así andan de pozo en pozo, sin saber cómo resolver verdaderamente esa sed de felicidad. No hacen sino vivir llenando vacíos y “tapando huecos” de día en día, procurando llenar ese vacío de infinito con experiencias que lejos de apagar la sed la agudizan cada vez más, la hacen cada vez más cruel.
¿Cómo saciar definitivamente mi sed de felicidad? Cristo nos invita a acudir a Él. Él no solo tiene la respuesta: ¡Él es La Respuesta! Sí, el Señor Jesús nos permite comprender el origen de esta sed así como también el modo de saciarla definitivamente: «el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás» (Jn 4,14). Y es que la sed de felicidad que experimenta todo ser humano, que experimentamos tú y yo en lo más profundo de nuestro ser, es en realidad una sed de Dios, y como tal, no podrá ser saciada finalmente sino solamente por Él.
En este acudir a Cristo no se trata de renunciar a las fuentes de alegría de las que Dios lícitamente ha querido que gocemos en nuestro terreno peregrinar. Pero tampoco se trata de quedarnos en ellas, o de aferrarnos a ellas cuando Dios nos pide dar un paso más. Son una invitación a volver nuestros ojos a Dios mismo, la fuente de donde nos vienen tantas alegrías, para darle gracias y buscar en Él esa agua viva que apague definitivamente, y por toda la eternidad, nuestra sed de felicidad.
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Agustín: «Los judíos no usaban en modo alguno de sus vasijas. Y aquella mujer, que llevaba consigo una vasija para sacar agua, se admira de que un judío le pida de beber [a ella, que era samaritana y mujer], cosa que no solían hacer los judíos. Pero el que le pide de beber, en realidad, de lo que tiene sed es de la fe de aquella mujer… Pide de beber y promete una bebida. Se presenta como quien está necesitado, y tiene en abundancia para saciar a los demás. Si conocieses —dice— el don de Dios. El don de Dios es el Espíritu Santo. Pero de momento habla a aquella mujer de un modo encubierto, y va entrando paulatinamente en su corazón. Seguramente empieza ya a instruirla. ¿Qué exhortación, en efecto, más suave y benigna que ésta? Si conocieses el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», seguro que se la pedirías tú a Él y Él te daría agua viva».
San Atanasio: «Nosotros nos alimentamos, como de un manjar de vida, y deleitamos siempre nuestra alma con la sangre preciosa de Cristo, como de una fuente; y, con todo, siempre estamos sedientos de esa Sangre, siempre sentimos un ardiente deseo de recibirla. Pero nuestro Salvador está siempre a disposición de los sedientos y, por su benignidad, atrae a la celebración del gran día a los que tienen sus entrañas sedientas, según aquellas palabras suyas: El que tenga sed que venga a mí y que beba».
San Ambrosio: «Descansar en Dios y contemplar su felicidad es algo digno de ser celebrado, algo lleno de felicidad y de tranquilidad. Huyamos, como ciervos, a la fuente de las aguas; que nuestra alma experimente aquella misma sed del salmista. ¿De qué fuente se trata? Escucha su respuesta: En ti está la fuente viva. Digámosle a esta fuente: ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios? Pues la fuente es el mismo Dios».
San Cirilo de Jerusalén: «“El agua que yo le dé se convertirá en él en manantial de agua viva, que brota para comunicar vida eterna”. Se nos habla aquí de un nuevo género de agua, un agua viva y que brota; pero que brota sólo sobre los que son dignos de ella. Mas, ¿por qué el Señor da el nombre de agua a la gracia del Espíritu? Porque el agua es condición necesaria para la pervivencia de todas las cosas, porque el agua es el origen de las plantas y de los seres vivos, porque el agua de la lluvia baja del cielo, porque, deslizándose en un curso siempre igual, produce efectos diferentes. Diversa es, en efecto, su virtualidad en una palmera o en una vid, aunque en todos es ella quien lo hace todo; ella es siempre la misma, en cualquiera de sus manifestaciones, pues la lluvia, aunque cae siempre del mismo modo, se acomoda a la estructura de los seres que la reciben, dando a cada uno de ellos lo que necesitan. De manera semejante el Espíritu Santo, siendo uno solo y siempre el mismo e indivisible, reparte a cada uno sus gracias según su beneplácito. Y, del mismo modo que el árbol seco, al recibir el agua, germina, así también el alma pecadora, al recibir del Espíritu Santo el don del arrepentimiento, produce frutos de justicia. Siendo él, pues, siempre igual y el mismo, produce diversos efectos, según el beneplácito de Dios y en el nombre de Cristo».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
La “sed” de Dios
27: El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar: “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador” (GS 19,1).
28: De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han expresado su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales que se puede llamar al hombre un ser religioso (Ver Hech 17, 26-28).
29: Pero esta «unión íntima y vital con Dios» (GS 19,2) puede ser olvidada, desconocida e incluso rechazada explícitamente por el hombre. Tales actitudes pueden tener orígenes muy diversos: la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia o la indiferencia religiosas, los afanes del mundo y de las riquezas (Ver Mt 13,22), el mal ejemplo de los creyentes, las corrientes de pensamiento hostiles a la religión, y finalmente esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios (Ver Gen 3,8-10) y huye ante su llamada (Ver Jon 1,3).
30: «Se alegre el corazón de los que buscan a Dios» (Sal 105, 3). Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, «un corazón recto», y también el Testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios.
«…nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti» (San Agustín).
La oración, encuentro de dos sedientos
2560: «Si conocieras el don de Dios» (Jn 4, 10). La maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de El (San Agustín).