I. LA PALABRA DE DIOS
Gen 12,1-4: “De ti haré una nación grande y te bendeciré.”
«Yahveh dijo a Abram: “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra”. Marchó, pues, Abram, como se lo había dicho Yahveh, y con él marchó Lot.»
Sal 32,4-5.18-20.22: “Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.”
2Tim 1,8-10: “Cristo ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del Evangelio.”
«Soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio, ayudado por la fuerza de Dios, que nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia que nos dio desde toda la eternidad en Cristo Jesús, y que se ha manifestado ahora con la Manifestación de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e inmortalidad por medio del Evangelio.»
Mt 17,1-9: “Su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.”
«Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: “Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle”. Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: “Levantaos, no tengáis miedo”. Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”.»
II. APUNTES
«Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto.»
San Mateo establece un vínculo entre el episodio de la transfiguración del Señor en el monte con un episodio ocurrido seis días antes. Lo sucedido en aquella ocasión sin duda causó un impacto muy profundo en los discípulos, quedando fuertemente grabado en sus memorias. ¿Qué tuvo lugar seis días antes de la transfiguración? Un diálogo muy intenso, iniciado con una pregunta del Señor: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» (Mt 16,13). Luego de la respuesta de los discípulos la pregunta se tornaría más personal: «Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?» (Mt 16,15), a lo que contestó Simón Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». En respuesta el Señor dijo a Simón, manifestándole su identidad y misión: «tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…».
Pedro había reconocido en Jesús al Cristo, el Mesías prometido por Dios a su Pueblo. El Señor lo admite, pero inmediatamente «mandó a sus discípulos que no dijesen a nadie que él era el Cristo.» (Mt 16,20) ¿Por qué? Porque todos esperaban que el Mesías sería un caudillo glorioso que con la fuerza de Dios liberaría a Israel de toda dominación extranjera e instauraría el Reino de Dios de un modo inmediato, glorioso, sometiendo a todas las naciones extranjeras al poder de este Reino. Pero Él no había venido a armar una revuelta política, esos no eran los planes de Dios. Él en cambio anunciaba que Él, el Cristo, sería próximamente condenado y ejecutado, y que al tercer día resucitaría.
¿Cómo se le ocurría decir al Ungido de Dios semejante disparate? ¿Un Mesías derrotado antes de la primera batalla? ¿Un Cristo rechazado por los líderes religiosos de su Pueblo y ejecutado? Si Dios estaba con Él, ¿cómo podía ser derrotado? Pedro toma nuevamente la iniciativa, esta vez para reprender al Señor por lo que considera un absurdo, un disparate, algo que sencillamente no puede ser y no puede aceptar: «¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!» (Mt 16, 22) La respuesta del Señor es inmediata y durísima: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16,23) Dios tiene otros caminos para su Mesías, un camino que difiere totalmente de los pensamientos y expectativas de los hombres, un camino radicalmente opuesto.
Finalmente el Señor aclara a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.» No promete el Señor la gloria humana a quien quiera seguirlo, sino la cruz. Quien con Él quiera participar de su gloria, con Él ha de pasar por la cruz. La cruz es el camino obligado a la gloria verdadera, la gloria que Dios ofrece.
Seis días después, el Señor toma consigo a Pedro, Santiago y Juan y sube a lo alto de un monte, donde se transfigura ante ellos.
En su transfiguración el Señor Jesús manifiesta su identidad más profunda, oculta tras el velo de su humanidad. ¿Quién es Él? Pedro había dicho de Él: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.» (Mt 16,16) Ahora el Señor se transfiguraba delante de ellos, les mostraba algo que cotidianamente quedaba oculto bajo el velo de su carne, se revelaba ante ellos. Lo sucedido tiene todos los rasgos de una teofanía, de una manifestación divina: «Su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz».
La imagen del rostro brillante de Dios era para los hebreos un signo de la benevolencia divina para con el ser humano: «El Señor haga brillar su rostro sobre ti y te sea propicio» (Num 6,25), rezaban para implorar la bendición divina sobre alguien. Para implorar el perdón de Dios y su favor rezaban también: «Dios tenga piedad de nosotros y nos bendiga; haga brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 67,2; ver también Sal 119,135). En Cristo transfigurado es el rostro mismo de Dios que brilla y se manifiesta a los hombres. Mas no sólo mediante el brillo de su rostro se manifiesta la divinidad de Jesucristo, sino también por el resplandor de sus vestiduras, que se pusieron tan blancas como la luz. ¿No está Dios «vestido de esplendor y majestad, revestido de luz como de un manto» (Sal 104,1-2)? Jesús, el Cristo, hace brillar su divinidad ante los asombrados apóstoles. El Mesías no es sólo un hombre, sino Dios mismo que se ha hecho hombre.
Luego de transfigurarse ante ellos «se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con Él.» San Lucas es el único que especifica en su Evangelio: «hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén.» (Lc 9,31) Toda la escena tiene al Señor Jesús como centro, el Señor aparece en relación con quienes representan la Ley (Moisés) y los Profetas (Elías), pero Él está por encima de ellos. El Cristo es ya no un caudillo, un legislador o un profeta como los anteriores, sino que es el mismo Hijo de Dios, de la misma naturaleza divina del Padre.
Mientras Pedro ofrecía al Señor construir tres tiendas, una para Jesús y las otras para sus ilustres acompañantes, «una nube luminosa los cubrió con su sombra.» «La nube sagrada, es el signo de la presencia de Dios mismo, la shekiná. La nube sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre la que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cubre ahora “con su sombra” también a los demás.» (S.S. Papa Benedicto XVI)
De esta nube «salía una voz que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle”.» Es la voz de Dios, la voz del Padre que proclama a Jesús como Hijo suyo y manda a los discípulos escucharlo. Jesucristo es más que Moisés y Elías, está por encima de quienes hasta entonces habían hablado al Pueblo en nombre de Dios. Cristo es aquél que en nombre de Dios ha venido a dar cumplimiento a la Ley y los Profetas (Ver Mt 5,17), Él es la plenitud de la revelación: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos. El cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas.» (Heb 1,1-3) Así, pues, es a Él a quien en adelante hay que escuchar y obedecer.
Al oír la voz de la nube los discípulos «cayeron rostro en tierra llenos de miedo.» Es el temor que experimenta el ser humano cuando le es concedido tener una experiencia de Dios mismo. Captaron quién era verdaderamente Jesús y temieron.
La transfiguración del Señor en el monte Tabor, más allá de ser una manifestación momentánea de la gloria de su divinidad, quiso ser un anticipo de su propia Resurrección así como también una pregustación de la gloria de la que participarían aquellos que tomando su propia cruz lo siguiesen (Ver Mt 16,24). El Señor enseñaba a sus discípulos que si bien no hay cristianismo sin Cruz, ni tampoco hay Pascua de Resurrección sin Viernes de Pasión, no todo queda en el Viernes de Pasión, sino que éste es camino a la Pascua de Resurrección y a la Ascensión. Para quien sigue al Señor, la Cruz es y será siempre el camino que conduce a la Luz, a la gloriosa transfiguración de su propia existencia. La Transfiguración es signo visible y esperanzador de nuestra futura resurrección (Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 556).
«En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que es Jesús en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo… Jesús resplandece desde el interior, no sólo recibe la luz, sino que Él mismo es Luz de Luz.»
«En la literatura apocalíptica, los vestidos blancos son expresión de criatura celestial, de los ángeles y de los elegidos. Así, el Apocalipsis de Juan habla de los vestidos blancos que llevarán los que serán salvados (cf. sobre todo 7, 9.13; 19, 14).»
«…aparecen Moisés y Elías hablando con Jesús… La Ley y los Profetas hablan con Jesús, hablan de Jesús. Sólo Lucas nos cuenta —al menos en una breve indicación—de qué hablaban los dos grandes testigos de Dios con Jesús: «Aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén» (9, 31). Su tema de conversación es la cruz, pero entendida en un sentido más amplio, como el éxodo de Jesús que debía cumplirse en Jerusalén. La cruz de Jesús es éxodo, un salir de esta vida, un atravesar el «mar Rojo» de la pasión y un llegar a su gloria, en la cual, no obstante, quedan siempre impresos los estigmas.»
« Con el Transfigurado hablan de lo que han dicho en la tierra, de la pasión de Jesús; pero mientras hablan de ello con el Transfigurado aparece evidente que esta pasión trae la salvación; que está impregnada de la gloria de Dios, que la pasión se transforma en luz, en libertad y alegría.»
« Los tres discípulos están impresionados por la grandiosidad de la aparición. El «temor de Dios» se apodera de ellos, como hemos visto que sucede en otros momentos en los que sienten la proximidad de Dios en Jesús, perciben su propia miseria y quedan casi paralizados por el miedo. «Estaban asustados», dice Marcos (9, 6). Y entonces toma Pedro la palabra, aunque en su aturdimiento «… no sabía lo que decía» (9, 6): «Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (9, 5).»
« Pedro querría aquí dar un carácter estable al evento de la aparición levantando también tiendas del encuentro; el detalle de la nube que cubrió a los discípulos podría confirmarlo.»
««La epifanía de la gloria de Jesús —dice Daniélou— es interpretada por Pedro como el signo de que ha llegado el tiempo mesiánico. Y una de las características de los tiempos mesiánicos era que los justos morarían en las tiendas, cuya figura era la fiesta de las Tiendas» (p. 459). … La escena de la transfiguración indica la llegada del tiempo mesiánico» (p. 459). »
« En el monte, los tres ven resplandecer en Jesús la gloria del Reino de Díos. En el monte los cubre con su sombra la nube sagrada de Dios. En el monte —en la conversación de Jesús transfigurado con la Ley y los Profetas— reconocen que ha llegado la verdadera fiesta de las Tiendas. En el monte experimentan que Jesús mismo es la Torá viviente, toda la Palabra de Dios. En el monte ven el «poder» (dýnamis) del reino que llega en Cristo.»
«Este «poder» (dýnamis) del reino futuro se les muestra en Jesús transfigurado, que con los testigos de la Antigua Alianza habla de la «necesidad» de su pasión como camino hacia la gloria (cf. Lc 24, 26s). Así viven la Parusía anticipada; se les va introduciendo así poco a poco en toda la profundidad del misterio de Jesús.»
Se trata del diálogo que el Señor sostuvo con sus discípulos, referido a su identidad y a su misión (Ver Lc 9,18-26). Jesús había preguntado a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Luego de su respuesta, el Señor quiere saber lo que ellos piensan: «y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Pedro entonces toma la palabra y responde: «El Ungido de Dios» (Lc 9,20), es decir, el Mesías prometido por Dios a Israel, el descendiente de David, el caudillo que habría de liberar a Israel del poder de sus enemigos (Ver Lc 1,71) para instaurar definitivamente en la tierra el Reino de Dios. En esa ocasión el Señor manifiesta que el Mesías que Él era no era el Mesías político victorioso que ellos se imaginaban: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día.» (Lc 9,22) Finalmente advertía: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame.» (Lc 9,23)
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
¿Puede haber acaso un cristianismo sin cruz? ¿Puede uno ser discípulo de Cristo sin asumir las diarias exigencias de la vida cristiana, sin morir a los propios vicios y pecados para renacer diariamente a la vida en Cristo, sin abrazar con paciencia el dolor y el sufrimiento que también nosotros encontramos en nuestro caminar? ¡No! El Señor nos ha enseñado claramente: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.» (Mt 16,24)
Cristo cargó su Cruz y por nosotros murió en ella. Nuestra vida, para que se asemeje plenamente a la del Señor Jesús, debe pasar por la experiencia de la cruz. Al seguir a Cristo no se nos promete: “¡todo te va a ir bien!” Todo lo contrario, se nos advierte de pruebas y tribulaciones, y se nos dice: «Hijo, si te llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba» (Eclo 2,1; ver Mt 10,22; 24,9; Jn 15,18; 17,14). La vida cristiana no es fácil, no está exenta de pruebas a veces muy duras. ¡Cuántos sucumben a las pruebas apenas el camino se torna “cuesta arriba”, apenas experimentan oposición, apenas se les exigen ciertas renuncias! El cristianismo no es para débiles, ni pusilánimes, ni cobardes, ni para aquellos que buscan un refugio.
Pero, ¿quién será capaz de resistir la prueba, alcanzar la paciencia en el sufrimiento y en la adversidad, soportar el peso de la cruz y dejarse crucificar en ella sin una esperanza que lo sostenga, sin un premio que lo estimule? Por ello, antes de cargar con su propia Cruz hasta el Calvario, antes de dejarse crucificar Él mismo para reconciliarnos, quiso el Señor mostrar un breve destello de su gloria a tres de sus apóstoles, para hacernos entender que si bien “no hay cristianismo sin cruz”, la cruz es el camino a la luz, es decir, a la plena y gozosa participación de su gloria.
Así, pues, cada vez que las cosas se tornan difíciles en tu vida cristiana, cada vez que experimentes la prueba, la dificultad, la tribulación, cualquier sufrimiento, ¡mira el horizonte luminoso que se halla detrás de la tiniebla pasajera! Y si experimentas un sufrimiento intenso, que tu alma se desgarra y se hunde bajo el peso de una cruz que te resulta muy pesada de cargar, no desesperes, no te rebeles, mira al Señor Jesús en el monte de la transfiguración, pero míralo también en otro monte, en Getsemaní. Allí Él te ha dado ejemplo para que también tú en esos momentos duros aprendas a rezar desde lo más profundo de tu corazón angustiado y atribulado: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36). Pídele al Señor un corazón valiente como el Suyo, pídele la fuerza interior necesaria para cargar tu propia cruz, y abrázate a ella con paciencia, con amor incluso y con mucha esperanza. Mira la cruz del Señor, a la que Él se abrazó por amor a ti, donde Él aceptó el sufrimiento para reconciliarte con Dios, pero mira también más allá de la Cruz, mira al Señor glorioso, transfigurado por su Resurrección, al Señor victorioso, para que te experimentes alentado a cargar tu propia cruz y seguir al Señor hasta la gloria. En momentos como eso recuerda especialmente la enseñanza del apóstol Pablo: «los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rom 8,18).
Asi, pues, cuando te toque asumir el sufrimiento en la vida, especialmente aquél que nos viene por ser discípulos del Señor, ¡mira la gloria y el gozo que Él te promete! ¡Mira la Luz, para abrazarte con paciencia a su Cruz! De ese modo recibirás en la vida eterna el premio a tu fidelidad y perseverancia (ver Mc 13,13).
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Juan Damasceno: «Viendo el diablo que resplandecía en la oración, se acordó de Moisés, cuyo semblante fue también glorificado (Éx 34); pero Moisés era glorificado por una gloria que le venía de fuera, mientras que el Señor brillaba con un resplandor innato de su gloria divina. Porque, se transfigura, no recibiendo lo que no tenía, sino manifestando a sus discípulos lo que era.»
San Juan Crisóstomo: «¿Y por qué hace que se presenten allí Moisés y Elías? Para que se distinguiese entre el Señor y los siervos, pues el pueblo afirmaba que el Señor era Elías o Jeremías. Además, hizo que apareciesen sirviéndole, para demostrar que Él no era adversario de Dios ni trasgresor de la ley; pues en tal caso el legislador Moisés y Elías, los dos hombres que más habían brillado en la guarda de la ley y en el celo de la gloria de Dios, no lo hubieran servido.»
San Beda: «Cuando el Señor se transfigura, nos da a conocer la gloria de la resurrección suya y de la nuestra. Porque tal y como se presentó a sus discípulos en el Tabor, se presentará a todos los elegidos después del día del juicio.»
San León Magno: «Pero con no menor providencia se estaba fundamentando la esperanza de la Iglesia santa, ya que el Cuerpo de Cristo en su totalidad podría comprender cuál habría de ser su transformación, y sus miembros podrían contar con la promesa de su participación en aquel honor que brillaba de antemano en la Cabeza. A propósito de lo cual había dicho el mismo Señor, al hablar de la majestad de su venida: Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de mi Padre. (Mt 13,43) Cosa que el mismo apóstol Pablo corroboró, diciendo: Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá (Rom 8,18); y de nuevo: Estáis muertos y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis juntamente con él en gloria. (Col 3,3-4)»
San Cirilo: «“A Él oíd”. Y más que a Moisés y a Elías, porque Cristo es el fin de la Ley y de los Profetas.»
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
El episodio de la transfiguración: por la Cruz a la Luz
554: A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro «comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir… y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día» (Mt 16, 21): Pedro rechazó este anuncio, los otros no lo comprendieron mejor. En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús, sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por él: Pedro, Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le «hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén» (Lc 9, 31). Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: «Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle» (Lc 9, 35).
555: Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para «entrar en su gloria» (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías. La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios. La nube indica la presencia del Espíritu Santo: «Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa».
«En el monte te transfiguraste, Cristo Dios, y tus discípulos contemplaron tu gloria, en cuanto podían comprenderla. Así, cuando te viesen crucificado, entenderían que padecías libremente y anunciarían al mundo que tú eres en verdad el resplandor del Padre» (Liturgia bizantina).
556: En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el Bautismo de Jesús «fue manifestado el misterio de la primera regeneración»: nuestro bautismo; la Transfiguración «es el sacramento de la segunda regeneración»: nuestra propia resurrección. Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo «el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3, 21). Pero ella nos recuerda también que «es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hech 14, 22).
«Éste es mi Hijo amado…»
444: Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el bautismo y la transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado». Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Único de Dios» (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna. Pide la fe en «el Nombre del Hijo Único de Dios» (Jn 3, 18). Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39), porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios».
«…escuchadle»
459: El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí…» (Mt 11, 29). «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: «Escuchadle» (Mc 9, 7). El es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo.