Jesús amó a la Iglesia, ¿cómo no amarla como Él la amó?
1. Ser hijo de la Iglesia
Nuestra Iglesia es una institución que nació hace más de 2000 años y que propone la verdad que viene de Jesús, el Hijo de Dios. ¡Cuánto recorrido, cuánta historia, cuánto amor y entrega de tantos, que incluso han dado la vida por defenderla!
Somos miembros de una institución que no es abstracta, sino que está formada por hombres frágiles, como cada uno de nosotros, pero sostenidos por el Espíritu de Dios. Es hermoso ver hasta el día de hoy, la vida que hay en ella. Su presencia mantiene viva la vida de fe de muchos niños, jóvenes, adultos, ancianos…
Está presente través de sus miembros donde hay mucha fragilidad y necesidad de ayuda y consuelo, en distintas realidades y lugares de todo el mundo: hospitales, orfelinatos, cárceles etc. A través de ella ¡Cristo se hace presente!
Qué importante es renovar nuestro amor a la Iglesia, para que, desde ese amor, podamos cada vez más, vivir nuestra pertenencia a ella, no solo como espectadores sino como protagonistas de su historia.
Para ayudar a estas reflexiones queremos en este Camino hacia Dios, profundizar en la Iglesia y su significado en nuestras vidas.
2. La Iglesia como sacramento de reconciliación
En el amor de Dios, estuvo desde siempre el deseo de salvarnos del pecado, que nos alejó de Él y que sólo nos dio infelicidad. Este deseo lo hizo realidad. Él envió a su Hijo para que alcanzáramos reconciliarnos con Él, a través de la entrega de su propia vida. Qué importante es siempre traer a la memoria esta realidad: ¡Qué grave debe ser el pecado del hombre, que necesitamos del sacrificio de Jesús para restablecer la comunión con el Padre! Y cuánto nos ayuda el recordar la pasión y muerte de Jesús, para no perder el horizonte de que el “Reino de Dios no es de este mundo” y que era necesario ese acto de amor pues nuestra lucha es contra “Principados y potestades” que atentan contra nosotros todo el tiempo. Además, al contemplar la pasión y muerte de Jesús, contemplamos el amor infinito que Dios tiene para cada uno de nosotros y que lo único que quiere es que alcancemos la vida eterna.
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Como respuesta a este acto de reconciliación, el Padre Resucitó a Jesús y con ello nos abrió a todas las puertas del cielo. Este acto determinante y decisivo, cambió la historia de toda la humanidad y también ¡nuestra historia! Desde entonces recibimos al Espíritu Santo quien nos comunica su amor y nos hace semejantes a Él.
Con el fin de comunicar la gracia recibida por este acto de amor, Jesús instituye su Iglesia, donde Él es la cabeza y todos nosotros formamos parte de su cuerpo. Él ha querido santificarnos no individualmente sino siendo parte de ella.
Es a través de la Iglesia que recibimos los sacramentos por los cuales recibimos las gracias que necesitamos para nuestra reconciliación con Dios. Éstos nos fortalecen para poder amar como Jesús y así formar una cultura de amor, comunicándolo a través de nuestro testimonio y nuestras palabras. ¡Cristo está presente en cada uno de ellos!
«Los sacramentos son “de la Iglesia” en el doble sentido de que existen “por ella” y “para ella”. Existen “por la Iglesia” porque ella es el sacramento de la acción de Cristo que actúa en ella gracias a la misión del Espíritu Santo. Y existen “para la Iglesia”, porque ellos son sacramentos que constituyen la Iglesia, ya que manifiestan y comunican a los hombres, sobre todo en la Eucaristía, el misterio de la Comunión del Dios Amor, uno en tres Personas». (Catecismo de la Iglesia Católica n. 118)
Por la Iglesia recibimos los sacramentos y son éstos los que hacen que por la gracia que recibimos todos seamos Iglesia.
Así mismo, la Iglesia custodia y enseña a través de su Magisterio la verdad sobre la Sagrada Escritura y la Tradición, -donde se presenta la Revelación de Dios a los hombres-, pues tiene la misión de interpretarlas de modo auténtico.
Un sacramento es un signo sensible y eficaz de la acción de Dios. Por analogía podemos hablar de la Iglesia como sacramento de reconciliación, porque es signo e instrumento de la gracia que recibimos en nuestras vidas, por el acto reconciliador del Señor Jesús. Signo de su presencia y de su acción reconciliadora.
En la Iglesia se renueva el acto de nuestra reconciliación en cada Eucaristía y se transmiten sus frutos a través de la enseñanza y el anuncio de la Palabra de Dios, y en cada sacramento a través de los que Cristo resucitado se hace presente en la vida de cada persona que los recibe.
En cada Eucaristía, se renueva en el mundo y en tu vida la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Abriendo nuestro corazón recibimos los frutos de esa entrega de amor a Dios, por cada uno de nosotros. |
3. La Iglesia es un misterio de comunión
“Un solo cuerpo, y un solo Espíritu; como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido llamados”. Efesios 4, 4 |
La realidad de la Iglesia es que es un misterio. Los vínculos que unen a todos sus miembros son espirituales. Nos une el Espíritu Santo, que recibimos en el bautismo. Solo así se puede entender a una institución que sobrevive más de 2000 años, manteniendo sus constituciones (Sagradas Escrituras), desde sus inicios. “Jesucristo, es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb. 13, 8).
Esto no quiere decir que no haya habido siempre grandes problemas en ella, pues su realidad es humana y divina, compuesta de seres humanos que heridos por el pecado nos encargamos de no ser dignos representantes de esta realidad misteriosa. Pero para eso fue instituida, para ayudar a todos sus miembros, obispos, sacerdotes, religiosos, consagrados y laicos a alcanzar la estatura de Jesús.
En ese sentido, la gran familia que es la Iglesia, que está unida por el Espíritu -que nos hace hermanos-, está llamada a vivir la comunión entre todos. Vaticano II nos enseña que la comunión es algo constitutivo de la Iglesia [1]. Representa el contenido central del misterio de su realidad, que no puede ser captada adecuadamente cuando se la entiende como una simple realidad sociológica y psicológica.
“Iglesia quiere decir comunión de los santos. Y comunión de los santos quiere decir una doble participación vital: la incorporación de los cristianos a la vida de Cristo, y la circulación de una idéntica caridad en todos los fieles, en este y en el otro mundo. Unión a Cristo y en Cristo; y unión entre los cristianos dentro la Iglesia”. (Chisti fidelis laici, n.19)
Podemos vivir esta comunión principalmente con Jesús que viene a nuestras vidas en su Palabra y en los sacramentos. Vivimos la comunión con todos los que formamos parte de la Iglesia: con los que están en el cielo y los que estamos en la tierra, pues, nos une un mismo Espíritu. ¡Qué significativa es esta experiencia! Unidos espiritualmente con los más cercanos a nosotros y con aquellos que no conocemos. Una pequeña muestra de esta hermosa realidad es percibir esa comunión cuando estamos reunidos muchos hermanos de diferentes países, con un mismo sentir de amor a Dios y a la Iglesia. Esto por ejemplo en Roma, en Lourdes, Fátima… Y sin ir muy lejos, cuando nos reunimos en actividades de la diócesis o parroquiales. ¡Existe este misterio de comunión, que es real! Nos une, siendo tan distintos todos, una realidad espiritual que nos trasciende.
Por otro lado la comunión a la que estamos llamados, está vinculada profundamente a la misión evangelizadora que tiene la Iglesia y así como a cada uno de sus miembros.
“La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión. Siempre es el único e idéntico Espíritu el que convoca y une la Iglesia y el que la envía a predicar el Evangelio «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Por su parte, la Iglesia sabe que la comunión, que le ha sido entregada como don, tiene una destinación universal”. (Christi fidelis laici n. 32)
Por lo tanto, todos somos responsables de la pequeña porción de la Iglesia que el Señor nos ha encomendado y debemos evangelizar desde quienes somos en comunión con nuestra Iglesia local, dispuestos a crear lazos apostólicos que colaboren con su misión.
«Realizando esta comunión de amor la Iglesia se manifiesta como un sacramento, es decir, signo e instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano». (Lumen Gentium n. 1)
4. Jesús amó a la Iglesia, ¿cómo no amarla como Él la amó?
Reconociendo el valor que tiene la Iglesia en vistas a la salvación de la humanidad y por lo tanto a la salvación de cada uno, ¿cómo no amarla? Es mucho lo que recibimos de ella. El cardenal Lucas Moreira en una homilía que diera, responde a la pregunta ¿cómo vivir nuestro amor a la Iglesia, hoy?
“Ser cristianos capaces no solamente de actuar por la Iglesia, sino de arder por la Iglesia y de sufrir por la Iglesia, que es la más grande pasión, sufrir por los males de la Iglesia que, es también humana y que puede hacer sufrir”.
Se refiere a ese amor por la Iglesia concreta, a la que pertenecemos. Desde la participación en su misión evangelizadora desde nuestra propia vocación personal; rezando por sus miembros: el Papa, obispos, sacerdotes, religiosos, consagrados, laicos,… todos; perdonando los errores cometidos, -grandes y pequeños- y perdonándonos también nuestros propios errores.
El Señor Jesús amó a la Iglesia, y la instituyó como medio de salvación para todos nosotros, ¿cómo no amarla como Él la amó?
“Él amó a esta Iglesia real, no a una imaginaria e ideal. Murió para hacerla santa e inmaculada, no porque fuese santa e inmaculada. Amó a la Iglesia en esperanza. No sólo por lo que es, sino también por lo que está llamada a ser y lo que será: la Jerusalén celestial “arreglada como una novia que se adorna para su esposo” (Ap 21,2) [2].
5. Amar y servir como Iglesia, desde quienes somos
Amamos a la Iglesia reconociendo al Papa como la cabeza del cuerpo místico que Cristo instituyó, junto a sus otros miembros: obispos, sacerdotes, religiosos, consagrados y fieles laicos.
Todos los fieles laicos estamos llamados a amar y servir como Iglesia desde quienes somos. Padres o madres de familia, hijos, amas de casa, estudiantes, profesionales, trabajadores todos. Quizá estamos pasando malos momentos, por enfermedad u otros problemas. Cada uno puede servir al crecimiento del Reino de Dios desde donde está, desde su identidad y situación actual, como miembro que es de la Iglesia. Todos podemos colaborar a formar el mundo querido por Dios. Y esto es posible, pues, Jesús se ha quedado entre nosotros en la Iglesia, para acompañarnos y fortalecernos con su Palabra y su presencia real en sus sacramentos.
Como miembros del MVC que es un movimiento eclesial estamos llamados a amarla y servir a los demás desde nuestra propia identidad y misión. Estamos llamados a vivir la vocación a la santidad, el servicio como algo que nos caracterice y a colaborar con la misión evangelizadora de la Iglesia. Promoviendo la reconciliación traída por el Señor Jesús, proyectándonos apostólicamente en los ámbitos de la sociedad donde nos desempeñemos.
Siendo quienes somos, colaboramos desde nuestra pequeñez, a que la Iglesia sea lo que está llamada a ser, sacramento de comunión y reconciliación.
Oración de Juan Pablo II a María Madre de la Iglesia Madre de la Iglesia, bajo tu patrocinio nos acogemos y a tu inspiración nos encomendamos. Te pedimos por la Iglesia, para que sea fiel en la pureza de la fe, en la firmeza de la esperanza, en el fuego de la caridad, en la disponibilidad apostólica y misionera, en el compromiso por promover la justicia y la paz entre los hijos de esta tierra bendita. Te suplicamos que toda la Iglesia se mantenga siempre en perfecta comunión de fe y de amor, unida a la Sede de Pedro con estrechos vínculos de obediencia y de caridad. Te encomendamos la fecundidad de la nueva evangelización, la fidelidad en el amor de preferencia por los pobres y la formación cristiana de los jóvenes, el aumento de las vocaciones sacerdotales y religiosas, la generosidad de los que se consagran a la misión, la unidad y la santidad de todas las familias. ¡Virgen, Madre nuestra! Ruega por nosotros ahora. Concédenos el don inestimable de la paz, la superación de todos los odios y rencores, la reconciliación de todos los hermanos. Sé para todos nosotros puerta del cielo, vida, dulzura y esperanza, para que, juntos, podamos contigo glorificar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. ¡Amén! |
[1] Ver Card. Joseph Ratzinger, La eclesiología de la Lumen Gentium, en http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20000227_ratzinger-lumen-gentium_sp.html [2] Raniero Cantalemessa, Amar a la Iglesia, 2003, Ed. Monte Carmelo, pp. 66-67.