«¿No sabéis acaso que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?»
1Cor 3,16
Cuando escuchamos la palabra templanza, espontáneamente viene a la mente la idea de dominio, contención, represión o freno de las dimensiones naturales del ser humano; en combinación con esta concepción restrictiva, aparece con cierta frecuencia, la identificación de las tendencias humanas naturales como pecaminosas en sí mismas o en el mejor de los casos, como potencias más sujetas al pecado que nuestros pensamientos. Esta visión negativa, se refiere muy especialmente al mundo afectivo de la persona que se expresa de manera sensible.
Ciertamente el aspecto de dominio está presente en la templanza y consiste un elemento suyo esencial, sin embargo, esta virtud es mucho más amplia y encierra una dimensión de belleza en su vivencia que es importante conocer para vivirla bien.
Nuestra fe no es un “no” a las realidades creadas, sino que es, fundamentalmente, un “sí” a todo lo que es de Dios: «Y dijo Dios: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra” […] Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (Gen 1,26.31). El punto de partida para vivir la virtud de la templanza no puede ser una visión negativa de nuestras facultades humanas, sino el horizonte al cual tiende el ser humano desde su creación: la vida en plenitud.
Desde esta perspectiva es posible entender y seguir con libertad el ejemplo de San Pablo: «“Todo me es lícito”, pero no todo conviene. “Todo me es lícito,” pero yo no me dejaré dominar de nada» (1Cor 6,12); somos Templo del Espíritu (cf. 1Cor 6,19) y el Espíritu habita en nosotros santificando todas nuestras dimensiones. El Espíritu debe encontrarnos bien dispuestos a hacer fructificar sus dones, así, que, en el ejercicio de la templanza, y de las demás virtudes, teologales y humanas, preparamos nuestra tierra para que esté buena para la acoger la semilla de Vida que Dios derrama constantemente en nuestros corazones (cf. Rm 5,5).
Entendiendo la palabra…
El término latino temperantia y su correspondiente griego Sophrosyne significa primordialmente: «discreción ordenadora». Este es el sentido propio de temperantia, de donde viene la palabra castellana templanza. Ofrece la idea de hacer un todo armónico a partir de componentes dispares; solamente en este contexto se puede enmarcar la dimensión de freno que tiene la virtud. Armonizar implica también otras acciones tales como mirar con atención o cuidar de lo que está caótico con la finalidad de ordenarlo. Así palabras correspondientes a Temperantia, tales como temperamentum y temperatura, significan «recta proporción», «estructura adecuada», temperatio es «ordenamiento con sentido» y temperator, «moderador», «artífice». Mirar esos aspectos nos ayudan a no reducir la templanza solamente a su dimensión de dominio, sino a entenderla en su sentido global de ordenación del ser del hombre[1].
Profundizando en la virtud
La idea principal del sentido y la finalidad de la Templanza es «hacer orden en el interior del hombre»[2]. Santo Tomás en la Suma Teológica nos ofrece algunas luces para una correcta aproximación a la virtud. Para el santo lo propio de la Templanza es «conservar al hombre íntegro y perfecto para Dios» y que «en la templanza se busca y se espera, sobre todo, la tranquilidad del alma»[3]. Es muy iluminadora y alentadora la visión positiva del santo acerca de los placeres que derivan de la parte sensual del ser humano:
«La naturaleza inclina a cada uno hacia lo que le es conveniente. De ahí que el hombre desee, de un modo natural, la delectación que le es conveniente. Pero, dado que el hombre, en cuanto tal, es racional, se sigue que los placeres que convienen al hombre son los que se ajustan a la razón. Ahora bien: la templanza no aparta de estos, sino de los que se oponen a la razón. Por consiguiente, es evidente que la templanza no se opone a la inclinación natural del hombre, sino que actúa de acuerdo con ella. Se opone, en cambio, a la inclinación bestial, no sujeta a la razón[4]
La Templanza no tiene por finalidad reprimir los placeres convenientes al ser humano, sino, como bien expresa el Santo, solo a aquellos que son contrarios a la razón. Para Tomás, los placeres auténticamente humanos son los que se refieren a la conservación y preservación de la especie, estos son los placeres de la alimentación y de las relaciones sexuales. En lo que se refiere al acto sexual, Tomás afirma que es un bien excelente: «(así) como conviene que se conserve la naturaleza corpórea del individuo, también es un bien excelente el que se conserve la naturaleza de la especie humana»[5].
Pero la virtud de la templanza no solo se relaciona con el equilibrio interior del hombre, sino también se relaciona con los bienes externos: riquezas, fama y cargos de autoridad. La templanza no es moderadora solamente de las tendencias humanas, sino que «procura el equilibrio en el uso de los bienes creados»[6]
La búsqueda y el apego al placer y a los bienes externos pueden turbar y no poco la interioridad, así vivir la virtud de templanza es vivir en la tranquilidad del espíritu. A diferencia de las otras virtudes cardinales, la templanza tiene su verificación en la persona misma que la vive, las demás inciden más directamente en el mundo relacional, enfoca al hombre sobre sí mismo y su situación interior. San Juan Pablo II, siguiendo el programa de Papa Luciani, en una de sus primeras Audiencias Generales desarrolló la virtud de la templanza y habla justamente de la incidencia de la templanza en quien la vive:
«El hombre moderado es el que es dueño de sí. Aquel en que las pasiones no predominan sobre la razón, la voluntad e incluso el “corazón”. ¡El hombre que sabe dominarse! Si esto es así, nos damos cuenta fácilmente del valor tan fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza. Esta resulta nada menos que indispensable para que el hombre “sea” plenamente hombre. Basta ver a alguien que ha llegado a ser “víctima” de las pasiones que lo arrastran, renunciando por sí mismo al uso de la razón (como por ejemplo un alcohólico, un drogado), y constatamos que “ser hombre” quiere decir respetar la propia dignidad y, por ello y además de otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza[7]
Es una virtud por la cual el hombre hace un ejercicio de «autoconservación desprendida»[8] de las tendencias innatas que impulsan a la conservación del individuo (alimento) y de la especie (el acto sexual). Es desprendida porque esas dos realidades implican, por disposición del Creador, el placer, que con el pecado es susceptible de desorden y cuando están desordenadas afectan y mucho la paz interior. Tomás nos dice que «los objetos de los cuales se ocupa la templanza son capaces de perturbar al espíritu humano en el más alto grado, puesto que son esenciales al hombre»[9]. Así, la templanza,
«en cuanto verificación de la propia persona con a la absoluta ausencia del egoísmo, es el hábito que pone por obra y defiende la realización del orden interior del hombre. Así, entendida la templanza no sólo conserva, sino que además defiende o mejor, guarda al ser defendiéndolo contra sí mismo, dado que a partir del pecado original anida en el hombre no sólo una capacidad, sino también una fuerte tendencia a ir en contra la propia naturaleza amándose a sí más que a Dios, su Creador»[10].
La templanza, entonces es una virtud que ayuda a ordenar los placeres sensibles que pertenecen a aquellas fuerzas naturales más potentes que actúan en la conservación de la especie humana. Esta gran potencia de la dimensión sensitiva del ser humano no debería ser identificada, mucho menos experimentada como algo negativo. Nunca está demás insistir en la afirmación de que ellas no son malas en sí mismas. Pero, justamente a causa de su importancia pueden tener un poder devastador para el espíritu si no son ordenadas. Dicho eso, es también importante recordar que los pecados que atentan contra la templanza no son los más graves, sin embargo, dado que implica pérdida del dominio de sí mismo y del verdadero sentido de la libertad, conducen a la ofuscación del entendimiento y a la debilitación de la voluntad; la persona entonces termina por hacerse insensible a los valores espirituales, viviendo de modo contrario a su ser imagen y semejanza de Dios.
La templanza, entonces, es una virtud que ayuda a poner a Dios en el centro de nuestra a existencia, como nos exhorta el libro del Deuteronomio:
Escucha, Israel: Yahvé nuestro Dios es el único Yahvé. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma y con todas tus fuerzas.
Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy.
Dt 6,4-6
Una virtud con muchas virtudes
La Teología Moral identificó que las virtudes humanas tienen partes, es decir, contienen en sí otras virtudes que de alguna forma están integradas o conectadas con ellas. Veamos entonces cuales son las virtudes que tienen íntima relación con la templanza.
3.1. Vergüenza y Honestidad
A nuestros oídos puede parecer extraño hablar de la vergüenza como una virtud, y es así porque en realidad, la vergüenza no es una virtud, sino una reacción de vejación y confusión luego de haber cometido un pecado que se considera bochornoso. La vergüenza puede ser entendida como una reacción virtuosa porque indica que la persona tiene ya cierta vida espiritual, tiene ya experiencia de la presencia de Dios en la propia vida, por lo que se avergüenza de una mala acción; pero sentirla indica también que la persona debe seguir avanzando. Una persona muy avanzada en la vida del espíritu no experimenta vergüenza, pues no tiene nada que la justifique; sin embargo, la conservan como una disposición de ánimo, ya que se avergonzarían si cayesen en algún acto indigno.
Desde el ángulo de la virtud de la templanza, la honestidad se define por «el amor a la belleza de la templanza»[11]. La relación existente entre las dos se encuentra en el sentido de la inclinación a lo que es moralmente bello. Es una perspectiva que nos ayuda a entender, por ejemplo, porque los actos de la lujuria causan repugnancia, la razón es la deturpación de la belleza con la cual Dios dotó el acto de amor entre el hombre y la mujer.
3.2. Abstinencia, sobriedad y castidad
«Fuisteis comprados a gran precio. Glorificad, pues, a Dios y llevadle en vuestro cuerpo»
1Cor 6,20
Se dice que estas virtudes son partes de la templanza en el sentido que están referidas a ámbitos específicos en donde la virtud cardinal se aplica, de esta forma la abstinencia es la templanza aplicada a los alimentos, la sobriedad es la templanza aplicada al mantenimiento de la lucidez y la castidad es la templanza aplicada a la vida afectivo-sexual.
La abstinencia nos inclina a usar moderadamente de los alimentos en vistas del crecimiento en la vida espiritual y su acto principal es el ayuno, que incluso cuando tiene fines espirituales debe ser hecho con moderación. Santo Tomás dice que tratar duramente el propio cuerpo por medio de la escasez de alimento o falta de sueño, no hace un buen sacrificio a Dios, pues la debilidad excesiva incapacita para las buenas obras, así, citando a San Jerónimo, Tomás nos dice «que el hombre racional pierde su dignidad cuando prefiere el ayuno a la caridad o las vigilias a la integridad de sus sentidos»[12]. Por lo demás, la práctica del ayuno debe ser realizada con alegría y sobriedad, tal como nos enseña el Señor Jesús en el Sermón de la Montaña (cf. Mt 6,16).
Hay dos modos de entender la sobriedad, de un modo general se entiende como moderación en cualquier materia, pero de modo específico tiene por objeto moderar el uso de bebidas alcohólicas. A la sobriedad se opone específicamente la embriaguez, que es el uso voluntario, en exceso, de bebidas alcohólicas a tal punto de verse privado del uso de la razón que es un pecado contra uno mismo y que eventualmente, puede conducir a cometer pecados contra el prójimo.
La Castidad, según el Catecismo es «la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual»[13], es «una virtud moral. Es también un don de Dios, una gracia, un fruto del trabajo espiritual (cf. Ga 5,22). El Espíritu Santo concede, al que ha sido regenerado por el agua del bautismo, imitar la pureza de Cristo (cf. 1Jn 3,3)»[14], es una virtud que manifiesta la experiencia del auténtico amor, pues «la castidad aparece como una escuela de donación de la persona. El dominio de sí está ordenado al don de sí mismo»[15].
3.3. Continencia, mansedumbre, clemencia y modestia.
Este grupo de virtudes son consideradas virtudes que están relacionadas con la templanza porque le son anexas o derivadas.
La continencia es considerada una virtud imperfecta porque no conduce a ninguna obra concreta. Su objeto es robustecer la voluntad para resistir a inclinaciones pecaminosas que se imponen con mucha fuerza. Su función es refrenar los ímpetus de las pasiones desordenadas, ello no significa que no cumpla su rol, sin embargo, su función es meramente de autodominio y como ya hemos visto, la templanza va más allá del refreno de las pasiones.
La mansedumbre es la virtud que tiene por objeto moderar la ira desproporcionada[16], esto quiere decir que la mansedumbre modera la ira de tal forma que ella se levante solo cuando sea necesario y en la medida que sea necesario, por ejemplo, en casos de injusticia. No es blandura y no se opone a la firmeza, no tiene nada que ver con la ingenuidad y la falta de carácter que a veces hace que la persona peque por omisión en la caridad y en la justicia.
La Clemencia es una virtud que se aplica especialmente a quienes ejercen algún tipo de autoridad, sea en la vida familiar, laboral o religiosa. Es la que inclina a la persona que tiene autoridad a mitigar alguna corrección más dura hacia quien cometió un grave error[17]. La clemencia es sinónimo de bondad del corazón, y siempre cuando no compromete la justicia, es una virtud que debe ser ejercida siempre.
La modestia es la virtud que nos lleva a comportarnos dentro de ciertos límites, modera nuestro modo de actuar, regula nuestras acciones, nuestras miradas, nuestros gestos y nuestro comportamiento en general, manteniéndonos en los límites que nos corresponden por ser quienes somos, esto es hijos de Dios.
Beatos los puros del corazón…
Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios
Mt 5,8
Para el cristiano, la virtud cardinal de la templanza no es solo una virtud humana, elevados por la Gracia de Dios en el bautismo, que nos hace participar de la naturaleza divina (cf. 2Pe 1,4), ella como sus hermanas, tiene una dimensión nueva, un horizonte que va más allá de tener un comportamiento adecuado. La templanza es una virtud que nos educa a purificar el corazón para que así podamos ver a Dios. El Papa Francisco, comentando el texto de las bienaventuranzas nos ofrece una luz que nos ayuda a tener la mirada puesta en el sentido último de la vivencia de esta hermosa virtud:
«Cuando nos damos cuenta de que nuestro peor enemigo se esconde a menudo en nuestro corazón. La batalla más noble es contra los engaños internos que generan nuestros pecados. Porque los pecados cambian la visión interior, cambian la valoración de las cosas, muestran cosas que no son verdaderas, o al menos que non son tan verdaderas.
Por lo tanto, es importante entender qué es la “pureza de corazón”. Para ello debemos recordar que para la Biblia el corazón no consiste sólo en los sentimientos, sino que es el lugar más íntimo del ser humano, el espacio interior donde la persona es ella misma. Esto, según la mentalidad bíblicas»
El Evangelio de Mateo dice: «Si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!» (6,23). Esta “luz” es la mirada del corazón, la perspectiva, la síntesis, el punto de lectura de la realidad (cf. Evangelii gaudium, 143).
¿Pero qué significa corazón “puro”? El puro de corazón vive en la presencia del Señor, conservando en el corazón lo que es digno de la relación con Él; sólo así posee una vida “unificada”, lineal, no tortuosa sino simple.
El corazón purificado es, por lo tanto, el resultado de un proceso que implica una liberación y una renuncia. El puro de corazón no nace así, ha vivido una simplificación interior, aprendiendo a negar el mal dentro de sí, algo que en la Biblia se llama circuncisión del corazón (cf. Dt 10∶16; 30,6; Ez 44,9; Jer 4,4).
Esta purificación interior implica el reconocimiento de esa parte del corazón que está bajo el influjo del mal: —“Sabe, Padre, siento esto, veo esto y está mal”: reconocer la parte mala, la parte que está nublada por el mal— para aprender el arte de dejarse siempre adiestrar y guiar por el Espíritu Santo. El camino del corazón enfermo, del corazón pecador, del corazón que no puede ver bien las cosas, porque está en pecado, a la plenitud de la luz del corazón es obra del Espíritu Santo. Él es quien nos guía para recorrer este camino. Y así, a través de este camino del corazón, llegamos a “ver a Dios” [18].
[1] Cf. Pieper, J., Las Virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 2007, pp. 220-230.
[2] Ibid., 225.[3] ST, II-IIae q.141, a.2.
[4] ST II-IIae q.141, a.1, ad.1.
[5] ST II-IIae q. 153, a.2.
[6] Catecismo de la Iglesia Católica, 112.
[7] Juan Pablo II, Audiencia General, La Virtud de la Templanza, 22 de noviembre de 1978.
[8] Pieper J., Op.cit., p. 225 [9] ST II-IIae., q, 141, a.2, ad.2. [10] Pieper J., Op. cit., p. 228. [11] Marin, R.A., Teología Moral para seglares, I, BAC, Madrid, 2007, 7a ed., p. 438. [12] ST II-IIae, q. 147, a.1. ad.2. [13] Catecismo de la Iglesia Católica, 2337. [14] Ibid., 2345. [15] Ibid., 2346. [16] Cf. ST I-II, q. 23, a.1, ad.1. [17] Cf. Marin, R.A., Op. cit., p. 450. [18] Francisco, Audiencia General, 1 de abril de 2020.