Camino hacia Dios

274. Partícipes en la Vida del Resucitado


«La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?» 1Cor 15,54-55


Quizá muchos de nosotros hemos escuchado un refrán popular: “todo tiene solución, menos la muerte”. Este refrán transmite una actitud ante la vida que permite superar problemas y dificultades, sin embargo, reconoce que el ser humano siempre se topa con un muro, con una realidad que para él solo es imposible de atravesar: la muerte.

1. En Cristo, todo tiene salvación, incluso la muerte

«Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y la muerte no tiene señorío sobre Él». Rom 6,9

Y aquí brilla la Buena Noticia de nuestra fe, pues en el tiempo de Pascua celebramos que, para nosotros, unidos a Cristo todo tiene solución, o más bien es mejor decir, todo tiene “salvación” incluso, la muerte. En estos días, la Iglesia celebra que Cristo el Hijo del Padre, que asumió verdaderamente todo lo humano, quiso llegar incluso hasta ese límite oscuro, frío e insoluble que es la tumba, para desde dentro de la mayor soledad humana que es el sepulcro, vencer su oscuridad con la Luz de su Resurrección.

Esa es la esperanza que celebramos como cristianos: en Cristo, todo tiene salvación, incluso la muerte. Por ello, unidos a Cristo, sabemos que no hay tristeza, dolor, angustia, no hay “tumba” que sea tan oscura como para no verse iluminada por la Luz del Resucitado. En la mañana de la Resurrección las mujeres se preguntaban: «“¿Cómo haremos para entrar?, ¿quién nos removerá la piedra de la tumba?”. Pero he aquí el primer signo del Acontecimiento: la gran piedra ya había sido removida, y la tumba estaba abierta»[1]. En Cristo, tenemos la certeza que la tumba no tiene la última palabra.

La Misa del día de Pascua, aquella que celebramos el Domingo de Resurrección, comienza con la antífona de entrada: “He resucitado y viviré siempre contigo; has puesto tu mano sobre mí, tu sabiduría ha sido maravillosa. Aleluya”. Y estas palabras, referidas al Salmo 138, son hermosas, pues nos introducen en el diálogo intratrinitario entre el Hijo Resucitado y el Padre Eterno, pues «la liturgia ve en ello las primeras palabras del Hijo dirigidas al Padre después de su resurrección, después de volver de la noche de la muerte al mundo de los vivientes. La mano del Padre lo ha sostenido también en esta noche, y así Él ha podido levantarse, resucitar»[2]. El Hijo Eterno enviado por el Padre, ha atravesado toda la vida humana, ha pasado también por la muerte, ha sido sostenido por el Amor de su Padre, y ha resucitado.

Pero este misterio no es sólo realidad para el Hijo, sino para todos aquellos que participamos de su Vida. Por ello, en Él, todos nosotros hijos de Adán, podemos también ser sostenidos por la mano amorosa del Padre que vence la oscuridad de la muerte. Esas palabras de la Misa del Día de Resurrección son también palabras que el Resucitado nos dirige a nosotros: «“He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a cada uno de nosotros. “Mi mano te sostiene. Dondequiera que tu caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde ya nadie puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz”»[3].

2. Nuestra participación en su vida

«El bautismo […] os salva ahora también a vosotros por la resurrección de Jesucristo».
1Pe 3,21

Entonces, ¿Cómo puedo unirme así al Resucitado? ¿Cómo puedo participar de ese Amor que salva incluso de la muerte?

La Buena Noticia es, que unirme a la vida del Resucitado que vence toda oscuridad en la vida del hombre, no es fruto de mis esfuerzos, estrategias o planificaciones espirituales, sino que es pura gracia recibida como un Don en el Sacramento del Bautismo. Dice el Apóstol Pablo: «¿Es que no sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva»[4].

El día en que fuimos bautizados, la Pascua de Cristo se hizo realidad en mí, pues en el Sacramento del Bautismo hemos sido injertados, incorporados (in-corpus) a Cristo, somos hechos partícipes de su Vida. “Ésta es la novedad del Bautismo: nuestra vida pertenece a Cristo, ya no más a nosotros mismos. Pero precisamente por esto ya no estamos solos ni siquiera en la muerte, sino que estamos con Aquél que vive siempre”[5].

¿Qué significa entonces que hemos sido “sepultados con Él en la muerte”? A veces, nuestra idea de la muerte puede tener una simple concepción biológica, «no entendemos cómo después de la muerte de Cristo se siga muriendo como antes, y nos parece que a este nivel, el biológico, con su resurrección no ha cambiado nada. Pero la muerte es la separación de la vida, es decir de Dios, el dador de vida»[6]. Por ello, la «vida verdadera»[7] que Jesús me obtiene como gracia es la unión indisoluble con las Personas Divinas en el Amor, unión que nada la puede romper y Amor que sostiene incluso en el sepulcro. Así, para el bautizado unido a Cristo, la vida eterna no comienza después de la muerte, sino que comienza ya aquí en la tierra donde toda su existencia está injertada en el Misterio de Amor de la Trinidad.

3. Vivir y hacer memoria del vida recibida

«Vayan a Galilea y allí me verán».
Mt 28,10

Por ello, Pascua es un tiempo propicio para recordar el Don recibido en el Santo Bautismo y para vivir desde él. Recordar es una palabra que tiene en sí la raíz cordis, que también es raíz de la palabra corazón, pues recordar es volver a pasar por el corazón.

Recordar el Don recibido en el Bautismo —el regalo inmerecido de estar ya unidos a Cristo en su Cuerpo por pura gracia— no es sólo un acto mecánico del intelecto, sino es un volver a pasar por el corazón con la memoria afectiva aquel momento donde se inició mi vida en el Espíritu, donde fui tocado por el Agua viva y la Luz del mundo.

Recordando las palabras del Resucitado: “Vayan a Galilea”, el Papa Francisco invitaba a este ejercicio de la memoria del Bautismo: «Galilea es el lugar de la primera llamada, donde todo empezó. Volver allí, volver al lugar de la primera llamada. Jesús pasó por la orilla del lago, mientras los pescadores estaban arreglando las redes. Los llamó, y ellos lo dejaron todo y lo siguieron (cf. Mt 4,18-22) […] También para cada uno de nosotros hay una “Galilea” en el comienzo del camino con Jesús. “Ir a Galilea” tiene un significado bonito, significa para nosotros redescubrir nuestro bautismo como fuente viva, sacar energías nuevas de la raíz de nuestra fe y de nuestra experiencia cristiana. Volver a Galilea significa sobre todo volver allí, a ese punto incandescente en que la gracia de Dios me tocó al comienzo del camino»[8].

Un fruto de este ejercicio de memoria bautismal es leer toda mi vida, sus alegrías y dolores, sus penas y grandezas, desde el Misterio Pascual de Cristo en el cual he sido introducido, leer todos los acontecimientos de mi historia personal desde ese Amor Divino al cual pertenezco y que es indisoluble, desde la dinámica de muerte para la vida que expresa el amor cristiano en el cual fui sumergido (bautizado). Eso significó también para los discípulos del Resucitado: «Volver a Galilea quiere decir releer todo a partir de la cruz y de la victoria; sin miedo, “no temáis”. Releer todo: la predicación, los milagros, la nueva comunidad, los entusiasmos y las defecciones, hasta la traición; releer todo a partir del final, que es un nuevo comienzo, de este acto supremo de amor»[9].

Así, la Resurrección de Cristo y nuestra participación en ella, además de su sentido de esperanza para el futuro, me permite también leer mi presente y mi pasado desde la Luz del Resucitado.

4. Cristianos en el medio mundo

«Brille vuestra luz ante los hombres, de modo tal que, viendo vuestras obras buenas, glorifiquen a vuestro Padre del cielo». Mt 5,16

Hacer memoria viva de la Luz recibida en el Bautismo es también hacer memoria de quién es cada cristiano en medio del mundo. En la Liturgia de la Vigilia Pascual es hermoso ver cómo el templo a oscuras se va iluminando poco a poco cuando cada fiel prende su vela desde el Cirio Pascual que es la Luz de Cristo. Esto es un signo visible de lo que es cada bautizado: una pequeña y humilde llama que, recibiendo la Luz de Cristo junto con sus hermanos en la Iglesia, puede iluminar la noche de este mundo que necesita el calor del fuego y la claridad de la luz. «Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa»[10] dice el Señor. Él ha dado su Luz a nosotros, su Iglesia, para que la compartamos con nuestros hermanos. Incluso cuando creamos que en nuestro entorno hay situaciones muy oscuras, recordemos que «la resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque Jesús no ha resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la esperanza viva!»[11].


[1] S.S. Francisco, Homilía en la Vigilia Pascual, 4/4/2015.

[2] S.S. Benedicto XVI, Homilía en la Vigilia Pascual, 7/4/2007.

[3] S.S. Benedicto XVI, ibíd.

[4] Rom 6, 3-4.

[5] S.S. Benedicto XVI, ibíd.

[6] María Campatelli, El Bautismo, cada día en las fuentes de la vida nueva, Ediciones

Sígueme, Salamanca, 2016, p. 109.

[7] Jn 1,2

[8] S.S. Francisco, Homilía en la Vigilia Pascual, 19/4/2014.

[9] Ibíd.

[10] Mt 5,15.

[11] S.S. Francisco, Evangelii Gaudium, 278.