Año C – Cuaresma – Semana 05 – Domingo
13 de marzo de 2016
I. LA PALABRA DE DIOS
Is 43,16-21: “Voy a hacer algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notan?”
Así dice el Señor, que abrió un camino a través del mar y una senda en las aguas impetuosas; el que hizo salir a batalla carros y caballos, con poderoso ejército; caían para no levantarse, se apagaron como mecha que se extingue:
«No recuerden lo de antaño, no piensen en lo antiguo; miren voy a hacer algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notan? Abriré un camino por el desierto, ríos en la llanura. Me glorificarán las bestias del campo, chacales y avestruces, porque haré brotar agua en el desierto, ríos en la llanura, para apagar la sed de mi pueblo, mi elegido, el pueblo que yo formé para que proclamara mi alabanza».
Sal 125,1-6: “El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres”
Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía soñar:
la boca se nos llenaba de risas,
la lengua de cantares.
Hasta los paganos decían:
«El Señor ha estado grande con ellos».
El Señor ha estado grande con nosotros,
y estamos alegres.
Que el Señor cambie nuestra suerte,
como los torrentes del Negueb.
Los que sembraban con lágrimas
cosechan entre cantares.
Al ir, iban llorando
llevando la semilla;
al volver, vuelven cantando,
trayendo sus gavillas.
Flp 3,8-14: “Olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta”
Hermanos:
Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor.
Por Él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y estar unido a Él, no con mi propia justicia, la que procede de la ley, sino con aquella que nace de la fe en Cristo, la que viene de Dios y se funda en la fe.
Así podré conocerlo a Él, conocer la fuerza de su resurrección, y participar de sus padecimientos, muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección de entre los muertos.
No es que haya conseguido el premio, o que ya esté en la meta: yo sigo corriendo a ver si lo obtengo, pues Cristo Jesús lo obtuvo para mí.
Hermanos, yo no pienso haber conseguido el premio. Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba me llama en Cristo Jesús.
Jn 8,1-11: “El que esté sin pecado que le tire la primera piedra”
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a Él; entonces se sentó y les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
—«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?»
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
—«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
E, inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron retirando uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer, que permanecía allí frente a Él. Jesús se incorporó y le preguntó:
—«Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?»
Ella contestó:
—«Ninguno, Señor».
Jesús le dijo:
—«Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más».
II. APUNTES
El Señor Jesús se encuentra en Jerusalén. Un día, después de pasar la noche en oración en el Monte de los Olivos, se dirige al Templo. «Todo el pueblo acudía a Él; entonces se sentó y les enseñaba.»
De pronto la lección matutina es interrumpida por un grupo de escribas y fariseos que se acercan al Señor Jesús con mala intención. Traen a rastras a una mujer, imaginamos sumida en llanto y desesperación. Ha sido sorprendida en flagrante adulterio y, según la Ley de Moisés, debía morir apedreada: «Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, morirán los dos: el hombre que se acostó con la mujer y la mujer misma. Así harás desaparecer de Israel el mal.» (Dt 22,22; Ver también Lev 20,10) La sentencia era clara e inapelable. La mujer había cometido un pecado gravísimo y debía pagar por su ello con su vida. Sobre el hombre que con ella había pecado pesaba igual sentencia, mas probablemente había logrado huir abandonando a su cómplice a su suerte. Se aprovechó de ella, la utilizó para satisfacer su placer venéreo, acaso le juró amor, pero no estaba dispuesto a morir por ella y con ella. Finalmente, sólo la había usado como un objeto de placer, y probablemente ella también lo había usado a él para llenar un vacío.
Los fariseos y escribas, antes de llevar a la adúltera ante el Sanedrín, la arrastran a los pies del Señor Jesús para someterlo a prueba. Una vez más, buscan una excusa «para comprometerlo y poder acusarlo». Utilizan a una persona, se valen del drama de esta mujer adúltera para tenderle una trampa y poder tener algo de qué acusarlo. En no pocas oportunidades el Señor les había echado en cara su falta de misericordia y su excesivo apego a las normas morales de la ley, muchas de ellas elaboradas en el tiempo por los mismos fariseos. Llenos de amargura querían deshacerse de Él de alguna manera. Pensaban que podrían lograrlo si lo ponían en un callejón sin salida. Estaban convencidos que aquél que se había mostrado tan indulgente y misericordioso con los pecadores se opondría a la lapidación de la mujer, oponiéndose de este modo a la Ley misma. Si públicamente se oponía a la lapidación de aquella adúltera, podrían acusarlo ante el Sanedrín por «pronunciar palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios.» (Ver Hech 6,11). Si por el contrario aprobaba la lapidación de la pecadora, perdería la autoridad y reconocimiento que ante el pueblo había adquirido en gran parte gracias a sus enseñanzas llenas de misericordia para con el pecador.
El Señor interrumpe su enseñanza y escucha a los fariseos atentamente. Una vez concluida su exposición, el Señor asume una actitud desconcertante: sin decir palabra alguna se inclinó y «escribía con el dedo en el suelo», como quien se desentiende completamente del asunto. De lo que en ese momento escribió o dibujó, ningún evangelista da cuenta. Carecía de todo interés. ¿Acaso se trataba de un ejercicio de paciencia ante la enervante malicia de los escribas y fariseos, a quienes no les interesaba instrumentalizar a esta mujer para tenderle una trampa?
Los impacientes escribas y fariseos insisten en su cuestionamiento. Entonces el Señor se levanta y pronuncia una escueta y lapidaria sentencia: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.» Cristo no arroja piedras, pero arroja estas tremendas palabras contra aquellos hipócritas guardianes de la moral que están prontos a lanzar piedras contra la pecadora, cuando ellos mismos cargan en sus conciencias pecados graves. La sentencia del Señor, cual espada afilada, entra hasta lo más profundo de sus conciencias y penetra el corazón más endurecido. (Ver Heb 4, 12) No un largo discurso, sino tan solo unas agudas palabras bastan para invitar a los acusadores a mirarse a sí mismos antes de reclamar el castigo para aquella pecadora y ejecutar la sentencia de muerte. La sentencia fue suficiente para desarmar la trampa y para liberar a esta mujer de la muerte merecida por su grave pecado. Comenzando por los más viejos se fueran retirando uno tras otro.
Cuando todos sus acusadores se han marchado, le pregunta «“Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?” Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más.”» Al decir «tampoco yo te condeno» le estaba diciendo: “sé que has pecado gravemente y que según la Ley de Moisés mereces la muerte. Yo podría apedrearte y condenarte, pero date cuenta que no he venido a condenar sino a salvar (Ver Jn 3,17), que yo he venido a hacer todo nuevo (Ver la primera lectura). Yo no apruebo tu pecado, pero te perdono y te renuevo interiormente, por el amor que te tengo te redimo, hago de ti una mujer nueva y te doy una nueva oportunidad para que tú, libre ya de tu pecado, reconciliada con Dios, sanada interiormente de las heridas que tú misma te has hecho por el mal cometido, anda y no peques más. Así pues, conviértete del mal camino que había emprendido y vive en adelante de acuerdo a tu condición y dignidad de hija amada del Padre. Olvida lo que ha quedado atrás y lánzate ahora a conquistar lo que está por delante, corriendo hacia la meta para alcanzar el premio que Dios te tiene prometido para la vida eterna (Ver segunda lectura).”
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
El pecado, el hacer el mal que no queríamos, la caída en el peregrinar, es parte de nuestra experiencia cotidiana. ¿Quién de nosotros está libre de pecado? Nadie. En la Escritura leemos: «siete veces —es decir: innumerables veces— cae el justo.» (Prov 24,16) No podemos olvidar jamás que todos somos pecadores y frágiles, y que «si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia» (Gén 4,6-7; ver 1 Pe 5,8-9).
Muchas de las caídas que experimentamos serán más o menos leves, como tropezones en el andar. Sin embargo, éstas no son despreciables sobre todo cuando se repiten con frecuencia, pues nos vuelven cada vez más torpes para caminar. Las pequeñas infidelidades abren el camino para caídas más fuertes, esas que hacen que de pronto nos estrellemos de cara al suelo, a veces sin podernos o querernos ya levantar.
Los pecados fuertes, como es el caso del adulterio de aquella mujer, cuando se cometen por primera vez producen una experiencia interior tremenda: confusión en la mente, así como sentimientos entremezclados de dolor de corazón, pérdida de paz interior, vacío, soledad, tristeza, amargura, angustia y mucha vergüenza. Cuando se repiten, violentando una y otra vez la voz de la propia conciencia y haciendo caso omiso a las enseñanzas divinas, vuelven el corazón cada vez más duro, insensible y cínico.
El pecado grave también trae consigo un distanciamiento de Dios. La vergüenza, el sentimiento de indignidad o suciedad, el pensamiento de haber traicionado o defraudado al Señor y todo lo que Él hizo por mí, lleva a “esconderse de Dios” (Ver Gen 3,8-10), a huir de su Presencia, a apartarse de la oración, de la Iglesia y de todo y de todos aquellos que nos recuerdan a Dios.
El pecado grave, cuando se repite algunas veces, termina por someternos a una durísima esclavitud de la que es muy difícil liberarse (Ver Jn 8,34). Nos hunde asimismo en un dinamismo perverso de auto-castigo y auto-destrucción que dificulta enormemente el que volvamos a ponernos de pie, que nos perdonemos lo pasado y nos lancemos nuevamente hacia delante, a conquistar la meta, que es la santidad. Las caídas graves nos llevan a tener pensamientos recurrentes de desesperanza: “no hay pecado tan grande como el mío, ni Dios me puede perdonar, para mí ya no hay salida”. El peso del pecado se hace demasiado grande y nos va hundiendo en la muerte espiritual (Ver Ez 33,10). En efecto, «el pecado, cuando madura, engendra muerte» (Stgo 1,13-15). El pecado, que al principio pensábamos nos iba a traer la felicidad y plenitud humana, termina siendo un acto suicida. Quien peca termina destruyéndose y degradándose a sí mismo, seducido por la ilusión de obtener un bien aparente.
Ante la realidad de nuestro pecado podemos preguntarnos como San Pablo: «¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (Rom 7,24). Con él también podemos responder: «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» (Rom 7,24). Sí, el Señor Jesús nos libera del pecado y sus efectos. El encuentro del pecador con el Señor es un encuentro de nuestra miseria con quien es la Misericordia misma: cuando nos acercamos a Él como el hijo pródigo, o incluso cuando somos “arrastrados a su Presencia por nuestros acusadores”, descubrimos sorprendidos que Él no nos condena por nuestras caídas, por más vergonzosas o abominables que éstas hayan sido, sino que Él nos perdona, nos libera del yugo de nuestros pecados cargándolos sobre sí, nos levanta de nuestro estado de postración, abre ante nosotros nuevamente un horizonte de esperanza y fortalece nuestros pasos para avanzar por el camino que conduce a la Vida plena: “anda, y no peques más”.
Una vez más el Evangelio del Domingo nos invita a comprender que «Dios no quiere la muerte del pecador, sino que éste se convierta y viva» (Ez 33,11). Por ello el Padre ha enviado a su Hijo: Él cargó sobre sí nuestros pecados, «llevándolos en su cuerpo hasta el madero, para que muertos al pecado, vivamos una vida santa» (1 Pe 2,24). Acudamos humildes al Señor de la Misericordia para pedirle perdón por nuestros pecados y hagámosle caso cuando nos dice: “anda, y no peques más”, es decir, lucha decididamente para no caer nuevamente en los graves pecados que has cometido y reza con terca perseverancia para encontrar en el Señor la fuerza para levantarte y para perseverar en la lucha cada día (Ver Mt 26,41).
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Agustín: «“…se marcharon uno tras otro, comenzando por los más viejos y dejaron solo a Jesús con la mujer.” (Jn 8,9) Se quedaron sólo dos, la miserable y la Misericordia. Pero el Señor, después de haberlos rebatido con la justicia, no quería ver su derrota. Apartando su mirada de ellos “Jesús se inclinó y se puso a escribir con el dedo en el suelo.” (Jn 8,6)»
San Agustín: «Jesús miró a esta mujer que se había quedado sola después de haberse marchado todos. Hemos escuchado la voz de la justicia, ¡escuchemos ahora también la de la bondad!… Esta mujer esperaba el castigo de aquel que era sin pecado. Pero él, que había rechazado con la justicia a sus enemigos, mirándola a ella con ojos de misericordia la interroga: “¿Ninguno de ellos se ha atrevido a condenarte? Ella responde: “Ninguno, Señor. Entonces Jesús añadió: Tampoco yo te condeno. Puedes irte y no vuelvas a pecar.” (Jn 8,10-11)»
San Agustín: «“Ni yo tampoco te condenaré”. Esto dice aquél por quien, acaso, has temido ser condenada, por ser el único en quien no has encontrado culpa. ¿Qué es esto, Señor? ¿Fomentas los pecados? No, en verdad. Véase lo que sigue: “Vete, y no peques ya más”. Luego el Señor condenó, pero el pecado, no al pecador. Porque si hubiese sido fomentador del pecado, hubiese dicho: “vete, y vive como quieras; está segura que yo te libraré; yo te libraré del castigo y del infierno, aun cuando peques mucho”. Pero no dijo esto. Fíjense los que desean la mansedumbre en el Señor, y teman la fuerza de la verdad, porque el Señor es dulce y recto a la vez (Sal 24,8).»
San Agustín: «El Señor es bueno, el Señor es lento a la cólera, el Señor es misericordioso, pero el Señor es justo y el Señor es la misma verdad (Sal 85,15) El te concede un tiempo para corregirte mientras que tú prefieres aprovecharte de esta demora en lugar de convertirte. Fuiste malo ayer, sé bueno hoy. ¡Has pasado el día haciendo el mal, mañana cambia de conducta! Este es el sentido de las palabras que Jesús dirige a esta mujer: “Yo tampoco te condenaré, pero, libre del pasado, ten cuidado en el futuro. Yo tampoco te condenaré, he borrado tu culpa. ¡Observa lo que mando para recibir lo que prometo!”»
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
Fue hallada en flagrante adulterio
2380: El adulterio. Esta palabra designa la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un adulterio. Cristo condena incluso el deseo del adulterio. El sexto mandamiento y el Nuevo Testamento prohíben absolutamente el adulterio. Los profetas denuncian su gravedad; ven en el adulterio la imagen del pecado de idolatría.
2381: El adulterio es una injusticia. El que lo comete falta a sus compromisos. Lesiona el signo de la Alianza que es el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del otro cónyuge y atenta contra la institución del matrimonio, violando el contrato que le da origen. Compromete el bien de la generación humana y de los hijos, que necesitan la unión estable de los padres.
2384: El divorcio es una ofensa grave a la ley natural. Pretende romper el contrato, aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte. El divorcio atenta contra la Alianza de salvación de la cual el matrimonio sacramental es un signo. El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente:
Si el marido, tras haberse separado de su mujer, se une a otra mujer, es adúltero, porque hace cometer un adulterio a esta mujer; y la mujer que habita con él es adúltera, porque ha atraído a sí al marido de otra.
El sacramento de la reconciliación
1442: Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del «ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5,18). El apóstol es enviado «en nombre de Cristo», y «es Dios mismo» quien, a través de él, exhorta y suplica: «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Cor 5,20).
1446: Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como «la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia».
982: No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar. «No hay nadie, tan perverso y tan culpable, que no deba esperar con confianza su perdón siempre que su arrepentimiento sea sincero» (Catecismo Romano). Cristo, que ha muerto por todos los hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que vuelva del pecado.
VI. TEXTOS DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE
“A mayor gravedad del pecado y contumacia en él, mayor será la sensación de ‘no poder’, de impotencia. Los fantasmas del desánimo y el desaliento merodean buscando traer por tierra cualquier expectativa de alcanzar la anhelada meta. Como consecuencia, además, quizá va echando raíces un hábito espiritualmente malsano de mirarse demasiado a uno mismo; una suerte de egoísmo del espíritu, en el cual la mirada interior como que se centra en sólo las propias características, cargada del peso subjetivo del propio pecado, de las dificultades, o incluso —así de astuto es el enemigo— de los propios talentos y posibilidades. La mirada centrada de esta forma en el propio ser resta fuerzas para el combate, llevar a quitar los ojos del Señor y del horizonte al que debemos mirar con visión de eternidad. Tal vez la mayor victoria del demonio al hacer caer a una persona en la tentación no es tanto que caiga en este pecado concreto —que ciertamente su gravedad y consecuencias tiene—, sino el lograr que se abata en el espíritu y quede tendido en el piso, centrado en sí mismo, o que por lo menos deje de aspirar a la perfección de la caridad y se embriague con los humores de la mediocridad. (…)
Pensemos por un momento qué sucedería si es que, en medio de una carrera de velocidad, volteáramos a ver cuánto camino hemos recorrido o nos detuviésemos a pensar que nuestra salida estuvo muy lenta. Lo más probable es que perdamos el paso, demorando nuestra llegada a la meta o, quién sabe, sufriendo un tropezón. Lo mismo ocurre en el combate espiritual. Si nos detenemos a mirar lo que hemos hecho, corremos el gran riesgo de quedar atrapados en vanidades por los logros o en recriminaciones estériles por los errores. Hay, pues, que mirar hacia delante, siempre hacia delante, con realismo evangélico. ¡Y es que no puede ser de otra manera si es que con autenticidad percibimos la nostalgia que en nuestro interior nos impulsa al infinito!
Aprender de los errores cometidos, sí; estimularnos con los objetivos alcanzados, sí; pero siempre con la mirada y la esperanza puestas en la meta. No está de más insistir en recordar el gran interés que tiene el enemigo, que trabaja en tándem con nuestro hombre viejo, en que nos quedemos centrados en nosotros mismos. El egocentrismo es el anzuelo de la perdición que el astuto embaucador sabe presentar con áurea apetitosa. Cuántas veces, so pretexto de un supuesto mayor conocimiento personal, evaluación de nuestros pecados o defectos, reducimos el horizonte a los muros opresores de nuestra visión egocéntrica. Cediendo a esta tentación, dejamos de avanzar, y al no hacerlo, retrocedemos. Eso es lo que él quiere: retrasarnos o, mejor aún, alejarnos del camino de la santidad, y como el perro que se muerde la cola, dejarnos girando en el mismo sitio, sobre nosotros mismos, desgastando nuestras energías y descendiendo por la pendiente de la desesperanza.
Consideremos un poco más la exhortación de San Pablo a lanzarnos a lo que está por delante. Se trata, como en una carrera, de correr con la mirada puesta en la meta, en aquello que se quiere alcanzar. San Gregorio Magno decía que ‘al igual que los peregrinos, no debemos mirar cuánto camino hemos recorrido ya, sino cuánto nos falta por recorrer. (…) Miremos el bien aún por realizar, y no nos contentemos con los logros pasados’. Lo que importa es avanzar, y seguir haciéndolo. ‘Nulla dies sine linea’ (ningún día sin hacer una línea), pide una sentencia latina invitando a la continuidad y constancia en el camino. Miremos, como dice San Bernardo, a los hombres de negocios, que, antes de detenerse a contar sus ganancias, andan siempre buscando nuevas oportunidades de acrecentarlas; o a los atletas, que entrenan con esmero, con la mirada puesta en la meta que tienen que alcanzar, sin reparar en el esfuerzo desplegado o el tramo recorrido. Y, como recuerda San Pablo, ellos lo hacen ‘por recibir una corona corruptible, en cambio nosotros, por una incorruptible’. ¡Con cuánta mayor generosidad y radicalidad debemos entregarnos, sabiendo que nuestro esfuerzo fructificará en una existencia auténtica, que se va plenificando en el encuentro con el Señor Jesús, hasta alcanzar la eterna felicidad en nuestra patria definitiva!”
(Ignacio Blanco Eguiluz, El camino de la santidad. Fondo Editorial, Lima 2011)