Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este último domingo del año litúrgico, celebramos la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo. Y el Evangelio de hoy nos hace contemplar a Jesús mientras se presenta ante Pilatos como rey de un reino que «no es de este mundo» (Jn 18,36). Esto no significa que Cristo sea rey de otro mundo, sino que es rey en otro modo, pero es rey en nuestro mundo. Se trata de una contraposición entre dos lógicas. La lógica mundana se apoya en la ambición y en la competición, combate con las armas del miedo, del chantaje y de la manipulación de las conciencias. La lógica evangélica, aquella de Jesús, en cambio se expresa en la humildad y en la gratuidad, se afirma silenciosamente pero eficazmente con la fuerza de la verdad. Los reinos de este mundo a veces se sostienen con la prepotencia, rivalidad, opresión; el reino de Cristo es un «reino de justicia, de amor y de paz» (Prefacio).
¡Jesús se ha revelado rey en el evento de la Cruz! Quien mira la Cruz de Cristo no puede no ver la sorprendente gratuidad del amor. Pero alguno de ustedes podría decir: ‘pero, ¡Padre, esto ha sido un fracaso!’ Es justamente en el fracaso del pecado –el pecado es un fracaso–, en el fracaso de la ambición humana, ahí, que podemos ver el triunfo de la cruz, ahí está la gratuidad del amor, en el fracaso de la cruz se ve el amor que es gratuito, que te da Jesús.
Hablar de potencia y de fuerza, para el cristiano, significa hacer referencia a la potencia de la Cruz y a la fuerza del amor de Jesús: un amor que permanece firme e íntegro, incluso ante el rechazo, y que se presenta como el cumplimiento de una vida donada en la total entrega de sí en favor de la humanidad. En el Calvario, los presentes y los jefes se burlan de Jesús clavado en la cruz, y le lanzan el desafío: «¡Sálvate a ti mismo bajando de la cruz!» (Mc 15,30). Pero paradójicamente la verdad de Jesús es aquella que en forma de ironía le lanzan sus adversarios: «¡No puede salvarse a sí mismo!» (v. 31). Si Jesús habría bajado de la cruz, habría cedido a las tentaciones del príncipe de este mundo; en cambio Él no puede salvar a sí mismo justamente para poder salvar a los demás, porque ha dado su vida por nosotros, por cada uno de nosotros. Pero decir “Jesús ha dado su vida por el mundo” es verdad, pero es más bello decir: “¡Ha dado su vida por mí!”. Y hoy en la Plaza, cada uno de nosotros, diga en su corazón: “¡Ha dado su vida por mí!, para poder salvar a cada uno de nosotros de nuestros pecados.
¿Y esto quién lo ha entendido? Lo ha entendido uno de los dos ladrones que son crucificados con Él, llamado el “buen ladrón”, que Le suplica: «Jesús, acuérdate de mí cuando entrares a tu reino» (Lc 23,42). Pero este era un malhechor, era un corrupto y estaba ahí condenado a muerte por todas las brutalidades que había hecho en su vida, pero ha visto en la actitud de Jesús, en la humildad de Jesús el amor. Y esta es la fuerza del reino de Cristo es el amor: por esto la majestad de Jesús no nos oprime, sino nos libera de nuestras debilidades y miserias, animándonos a recorrer los caminos del bien, de la reconciliación y del perdón. Miremos la Cruz de Jesús, miremos al “buen ladrón” y digamos todos juntos lo que ha dicho el “buen ladrón”: «Jesús, acuérdate de mí cuando estarás en tu reino». Todos juntos: «Jesús, acuérdate de mí cuando estarás en tu reino». Pedir a Jesús, cuando nosotros nos sentimos débiles, pecadores, derrotados, de mirarnos y decir: “Pero, Tu estas ahí. No te olvides de mí”.
Cristo es un rey que no nos domina, no nos trata como súbditos, sino nos eleva a su misma dignidad. Jesús nos hace reinar junto a Él, porque, como dice el Libro del Apocalipsis, «ha hecho de nosotros un reino, sacerdotes para su Dios y Padre» (1,6). Pero reinar como Él significa servir a Dios y a los hermanos; un servicio que surge del amor. Servir por amor es reinar: esta es la majestad de Jesús.
Ante tantas laceraciones en el mundo y tantas heridas en la carne de los hombres, pidamos a la Virgen María sostenernos en nuestro compromiso de imitar a Jesús, nuestro rey, haciendo presente su reino con gestos de ternura, de comprensión y de misericordia.
(Traducción del italiano, Renato Martínez – Radio Vaticano)