Recuerdo que hace años vi la película Antwone Fisher (2002) y me llamó la atención un diálogo muy interesante entre el protagonista, un marino con un difícil pasado que hace más complicado aún su presente y un psicólogo, que busca ayudarlo a reconciliarse con su pasado. En este coloquio el psicólogo le pregunta a Antwone cómo se siente, y este le responde: “me siento como en los días lluviosos”. Estos días lluviosos descritos por nuestro personaje tenían una connotación gris, sombría, con cierto aire de drama, de desesperanza… vamos… de esos días tristes, donde las cosas salen mal, esos días en que nos “levantamos con el pie izquierdo”, y que muchas veces evocan sucesos dolorosos del pasado.
Pensando en el bueno de Antwone y en sus rainy days (días lluviosos) empecé a pensar en los míos. De pronto el cielo se volvió gris (un poco más gris de lo usual, pues vivo en Lima), y cierta tristeza quería meterse en mi interior, como ladrón que entra por la puerta trasera para robarse la alegría, no de manera tosca, sino sutil, como ladrón de guante blanco. En ese momento me llega un mensaje de unos amigos queridos, casi familia. El mensaje era un video de menos de 30 segundos donde su hijo menor estaba feliz porque, junto a su mamá, removía asombrado la tierra para sembrar unas plantitas. Al video le seguía otro, más corto aún, de una mariposa de vivos colores que se posaba sobre una flor amarilla, que en ese momento me pareció la flor más amarilla que había visto. Ambos videos terminaban con la siguiente frase: “Atento a los regalos que Dios te pueda hacer hoy, déjate sorprender por su amor”.
Esto me puso a pensar en cuántas veces hemos recibido consuelo en cosas muy pequeñas, cotidianas, esas a las que a veces no les damos mucha importancia, pero en las que experimentamos, en mayor o menor medida, el sentirnos queridos por un alguien, por un otro. Todas esas manifestaciones directas o indirectas tienen un impacto diverso en el corazón de cada persona: arrancarnos una sonrisa, la sensación de una palmada en la espalda, la confianza de tener un hombro sobre el cual recostarnos, el regocijo por volver a asombrarnos ante la grandeza o pequeñez de la creación, hasta la misma sensación de haber sido sacados de un pozo en el cual parecía que nos estábamos ahogando.
En todas estas cosas “muy humanas”, “muy naturales” creo que Dios actúa. Dios es Amor nos dice San Juan (1Jn 4, 16) y todo reflejo de este amor tiene algo de divino. Por ello, me asombra descubrir cómo la bondad de Dios se manifiesta en esos pequeños detalles y cómo nuestro Dios, nuestro Padre, es fundamentalmente bueno y tierno. Por ello, con mucho acierto, el Papa Benedicto XVI comentaba que la ternura de Dios es el consuelo del ser humano (Ver Audiencia General, 1 de febrero de 2006)1.
Karol Wojtyla también habló sobre este tema: “experimentamos ternura para con una persona (o incluso para con un ser no racional, por ejemplo, un animal o una planta), cuando de algún modo tomamos conciencia de los lazos que la unen con nosotros” (Karol Wojtyla, Amor y Responsabilidad, Encuentro). En la experiencia de la ternura tomamos conciencia de los vínculos que nos unen a los demás, de la relación, de que estamos hechos para el encuentro.
Esta definición de ternura aplicada a nuestra relación con Dios resulta hermosa. Pues gracias a la ternura divina tomamos consciencia de su presencia y su amistad, y experimentamos su compañía en esos grandes o pequeños “gestos” que tiene para con nosotros en nuestro diario caminar. Dice el Papa Francisco, “que lo que Dios busca en el hombre es una ‘relación de papá-hijo’, lo ‘acaricia’, le dice: ‘yo estoy contigo’: Esta es la ternura del Señor, en su amor; esto es aquello que Él nos comunica, y da fuerza a nuestra ternura. Pero si nosotros nos sentimos fuertes, no experimentaremos nunca la caricia del Señor, las caricias del Señor, tan bellas tan hermosas. No temas, Yo estoy contigo, te llevo de la mano […] Son todas palabras del Señor que nos hacen comprender ese misterioso amor que Él tiene por nosotros. Y cuando Jesús habla de sí mismo, dice: Yo soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). También Él, el Hijo de Dios, se abaja para recibir el amor del Padre”. (Ver Homilía en Santa Marta, 27 de junio 2014). De eso justamente se trata la religión, de volver a ligar una cosa con otra estrechamente, de generar un vínculo indisoluble, una alianza.
Y hablando de esto, cómo no recordar la alianza de Dios con Noé: El arcoíris después del diluvio. Dios tiene ese pequeño gesto de ternura después de los días más lluviosos que experimentó el hombre del Antiguo Testamento. El arcoíris es símbolo de la ternura de Dios y de su pacto con el hombre, de su fidelidad, de que no lo abandona nunca. Dijo Dios a Moisés: “Cuando yo anuble de nubes la tierra, entonces se verá el arcoíris en las nubes, y me acordaré de la alianza que media entre yo y vosotros y toda alma viviente, toda carne, y no habrá más aguas diluviales para exterminar toda carne”. (Génesis 9,14-15).
El cielo puede estar nublado, la lluvia puede caer, en esos momentos debemos ser particularmente reverentes para percibir los regalos de Dios, esas pequeñas flores que pone en nuestro camino. Quizás, si las recogemos, nos demos cuenta de su ternura; quizás, tomemos conciencia de la relación de amor que quiere vivir con nosotros; Quizás, Dios quiere que se las mostremos a otros, que compartamos sus dones; O quizás, Dios quiere que nosotros seamos su mano tierna para quien más lo necesita.
1Acá se puede leer la audiencia completa: https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/audiences/2006/documents/hf_ben-xvi_aud_20060201.html
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