(RV mie.18.nov.2015)
Lectura del Evangelio según san Juan 10,7.8b
En aquel tiempo dijo Jesús: Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con esta reflexión hemos llegado a umbral del Jubileo. ¡Es cercano! Delante de nosotros se encuentra la gran puerta de la Misericordia de Dios, que acoge nuestro arrepentimiento ofreciendo la gracia de su perdón. La puerta es generosamente abierta, pero nosotros debemos valerosamente cruzar el umbral. Cada uno de nosotros tiene detrás de sí cosas que pesan ¿o no? Todos somos pecadores, aprovechemos este momento que viene y crucemos el umbral de esta misericordia de Dios que nunca se cansa de perdonar, ¡entremos por esta puerta con valentía!
Del Sínodo de los Obispos, que hemos celebrado el pasado mes de octubre, todas las familias, y la Iglesia entera, han recibido un gran aliento para encontrarse bajo el umbral de esta puerta abierta. La Iglesia ha sido animada a abrir sus puertas, para salir con el Señor al encuentro de sus hijos y de sus hijas en camino, a veces inciertos, a veces perdidos, en estos tiempos difíciles. Las familias cristianas, en particular, han sido animadas a abrir la puerta al Señor que espera para entrar, trayendo su bendición y su amistad. Y si la puerta Misericordia de Dios está siempre abierta, también las puertas de nuestra iglesia, del amor de nuestra comunidad, de nuestra parroquia, de nuestras instituciones, de nuestras diócesis deben estar siempre abiertas para que así todos puedan salir a llevar la misericordia de Dios. El Jubileo significa la gran puerta de la Misericordia de Dios, mas también la pequeña puerta de nuestra iglesia abierta para dejar entrar al Señor o de lo contrario tener al Señor prisionero de nuestras estructuras, de nuestro egoísmo y tantas cosas más.
El Señor no fuerza jamás la puerta: Él también pide permiso para entrar —el Señor pide permiso, no fuerza la puerta— como dice el Libro del Apocalipsis: «Yo estoy junto a la puerta y llamo —imaginemos al Señor tocando a la puerta de nuestro corazón—: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (3,20). Y en la última gran visión de este Libro, así se profetiza de la Ciudad de Dios: «Sus puertas no se cerrarán durante el día», lo que significa para siempre, porque «no existirá la noche en ella» (21,25). Existen lugares en el mundo en los cuales no se cierran las puertas con llave. Pero existen tantos otros donde las puertas blindadas se han convertido en normales. Esto no nos sorprende; pero, pensándolo bien, ¡es un signo negativo! No debemos rendirnos a la idea de tener que aplicar este sistema en toda nuestra vida, en la vida de la familia, de la ciudad, de la sociedad. Y mucho menos en la vida de la Iglesia. ¡Sería terrible! Una Iglesia inhospitalaria, así como una familia cerrada en sí misma, mortifica el Evangelio y marchita el mundo. ¡Nada de puertas blindadas en la Iglesia, nada… todo abierto!
La gestión simbólica de las “puertas” —de los umbrales, de los caminos, de las fronteras— se ha hecho crucial. La puerta debe proteger, cierto, pero no rechazar. La puerta no debe ser forzada, al contrario, se pide permiso, porque la hospitalidad resplandece en la libertad de la acogida, y se oscurece en la prepotencia de la invasión. La puerta se abre frecuentemente, para ver si afuera está alguno que espera, y tal vez no tiene la valentía, o ni siquiera la fuerza de tocar. —Cuanta gente ha perdido la confianza, no tiene la valentía de tocar la puerta de nuestro corazón cristiano, la puerta de nuestras iglesias, ¡y están allí!, no tienen la valentía. Les hemos quitado la confianza. Por favor que esto no suceda más.— La puerta dice muchas cosas de la casa, y también de la Iglesia. La gestión de la puerta necesita un atento discernimiento y, al mismo tiempo, debe inspirar gran confianza. Quisiera expresar una palabra de agradecimiento para todos los vigilantes de las puertas: de nuestros condominios, de las instituciones cívicas, de las mismas iglesias. Muchas veces la sagacidad y la gentileza de la recepción son capaces de ofrecer una imagen de humanidad y de acogida de la entera casa, ya desde el ingreso. ¡Hay que aprender de estos hombres y mujeres, que son los guardianes de los lugares de encuentro y de acogida de ciudad del hombre! A todos ustedes, custodios de tantas puertas, sean puertas de casas, sean puertas de la iglesias, ¡muchas gracias! Pero siempre con una sonrisa, siempre mostrando la acogida de la aquella casa, de aquella iglesia. Así la gente se siente feliz y acogida en aquel lugar.
En verdad, sabemos bien que nosotros mismos somos los custodios y los siervos de la Puerta de Dios, y la puerta de Dios ¿cómo se llama? ¿quién sabe decirlo? ¿quién es la puerta de Dios? Jesús ¿quién es la puerta de Dios? ¡Fuerte! (la plaza responde): ¡Jesús! Él nos ilumina en todas las puertas de la vida, incluso aquella de nuestro nacimiento y de nuestra muerte. Él mismo ha afirmado: «Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento» (Jn 10,9). Jesús es la puerta que nos hace entrar y salir. ¡Porque el rebaño de Dios es un amparo, no una prisión! La casa de Dios es un amparo, no es una prisión. Y la puerta ¿se llama? ¡Otra vez! ¿Cómo se llama? Jesús. Y si la puerta está cerrada decimos, ‘Señor abre la puerta’. Jesús es la puerta. Jesús es la puerta y nos hace entrar y salir. Son los ladrones, aquellos que tratan de evitar la puerta, Es curioso, los ladrones tratan siempre de entrar por otra parte, la ventana, el techo, pero evitan la puerta porque tienen malas intenciones, y se meten en el rebaño para engañar a las ovejas y aprovecharse de ellas. Nosotros debemos pasar por la puerta y escuchar la voz de Jesús: si sentimos su tono de voz, estamos seguros, somos salvados. Podemos entrar sin temor y salir sin peligro. En este hermoso discurso de Jesús, se habla también del guardián, que tiene la tarea de abrir al buen Pastor (Cfr. Jn 10,2). Si el guardián escucha la voz del Pastor, entonces abre, y hace entrar a todas las ovejas que el Pastor trae, todas, incluso aquellas perdidas en el bosque, que el buen Pastor ha ido a buscarlas. Las ovejas no las elige el guardián, no las elige el secretario parroquial, o la secretaria de la parroquia, no, no las elige. Las ovejas son todas invitadas. Son elegidas por el buen Pastor. El guardián —también él— obedece a la voz del Pastor. Entonces, podemos bien decir que nosotros debemos ser como este guardián. La Iglesia es la portera de la casa del Señor, no la dueña.
La Sagrada Familia de Nazaret sabe bien qué cosa significa una puerta abierta o cerrada, para quien espera un hijo, para quien no tiene amparo, para quien huye del peligro. Las familias cristianas hagan del umbral de sus casas un pequeño gran signo de la Puerta de la misericordia y de la acogida de Dios. Es así que la Iglesia deberá ser reconocida, en cada rincón de la tierra: como la custodia de un Dios que toca, como la acogida de un Dios que no te cierra la puerta, con la excusa que no eres de casa.
Con este espíritu estamos cerca, estamos todos cerca del Jubileo. Estará la Puerta Santa, pero está también la puerta de la gran Misericordia de Dios, y que exista también la puerta de nuestro corazón para recibir a todos, tanto para recibir el perdón de Dios como dar nuestro perdón y acoger a todos los que llaman a nuestra puerta.
(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)