Año C – Tiempo Ordinario – Semana 29 – Domingo
16 de octubre de 2016
Por Ignacio Blanco
Evangelio según San Lucas 18, 1-8
En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en la misma ciudad una viuda que no cesaba de suplicarle: “Hazme justicia frente a mi enemigo”. Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: “Aunque ni temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, para que no venga continuamente a molestarme”». Y el Señor añadió: «Fíjense en lo que dice el juez injusto; entonces Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿los hará esperar? Yo les aseguro que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esa fe sobre la tierra?».
La enseñanza que el Señor Jesús nos da con la parábola de la insistente viuda nos pone ante la realidad de nuestra vida de oración. ¿Rezamos? Si lo hacemos, ¿cuándo, cómo? Si no lo hacemos, ¿qué nos detiene? ¿Qué obstáculos encontramos?
Los padres y autores espirituales desde siempre han enseñado que la oración es a la vida del espíritu como la respiración a nuestro cuerpo. «Es necesario acordarse de Dios más a menudo que de respirar» decía, por ejemplo, San Gregorio de Nisa. Es decir, el que no reza simplemente languidece espiritualmente. La razón es muy sencilla: la vida espiritual es, como su mismo nombre lo insinúa, vida en el Espíritu, es decir, relación con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Relacionarnos con Dios, abrir nuestra mente y nuestro corazón a su amor que sale siempre a nuestro encuentro (especialmente en los sacramentos), escuchar, interiorizar y poner por obra su Palabra, es la respiración que nuestro “organismo espiritual” necesita para desarrollarse, madurar y alcanzar su madurez en Cristo. Si no rezamos, no hay relación con Dios y por tanto nos sentenciamos a la muerte espiritual por asfixia. En este sentido, nos dice el Catecismo que «la oración es la vida del corazón nuevo» (n. 2697).
El Evangelio nos dice que el Señor quería enseñarle a sus discípulos que tenían que rezar siempre y sin desanimarse. Lo primero, está claro, es reafirmar la necesidad ineludible de la oración para todo discípulo de Jesús. Y luego el Señor destaca dos elementos que de alguna forma deben caracterizar la vida de oración del cristiano: hacerlo siempre y sin ceder al desánimo.
¿Cómo entender esta invitación a rezar siempre? San Juan Crisóstomo nos ofrece una perspectiva iluminadora: «Nada hay mejor que la oración y coloquio con Dios, ya que por ella nos ponemos en contacto inmediato con Él». La oración es, pues, una relación que nos acerca a Dios, nos pone en contacto vital con Él. ¿Y qué anhelará más nuestro corazón que estar siempre (en todo momento) con el Señor siendo Él el único que puede calmar nuestra sed de comunión? Rezar siempre es, en consecuencia, una invitación a estar siempre en relación con el Padre en el Hijo por el Espíritu Santo; es vivir participando desde ya en la comunión con Dios Amor.
Continúa Juan Crisóstomo diciendo: «Me refiero, claro está, a aquella oración que no se hace por rutina, sino de corazón, que no queda circunscrita a unos determinados momentos, sino que se prolonga sin cesar día y noche». ¡Toda la vida hecha oración! Comenzar, vivir y terminar cada día en presencia de Dios. Procurar que todas nuestras acciones estén animadas por la intención de amar a Dios sobre todas las cosas y de cumplir su Plan. Un horizonte maravilloso que permite hacer de toda nuestra vida un acto de alabanza y gloria a Dios.
Ahora bien, la sabiduría espiritual de la Iglesia nos advierte que «no se puede orar “en todo tiempo” si no se ora, con particular dedicación, en algunos momentos: son los tiempos fuertes de la oración cristiana, en intensidad y en duración» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2697). Y eso también nos lo ha enseñado Jesús con su propio ejemplo cuando, como lo testimonian los evangelios en repetidas ocasiones, se retiraba solo a orar y pasaba largas horas en diálogo con su Padre en el Espíritu. Esos momentos fuertes de oración son, pues, un modo privilegiado de oración.
¿Cómo aplicar la enseñanza de Jesús a nuestra realidad? ¿Qué significa esto para hombres y mujeres del s. XXI que tienen familia, trabajo, estudios, horas en el tráfico, mil y un ocupaciones? Tal vez lo primero sea darle a Dios la primacía real —no sólo teórica— en nuestra vida, particularmente cultivando con Él una relación de amor que esté por encima de todo lo demás y que sustente y se exprese en todo lo que somos y hacemos. Significa, por tanto, “frecuentar” al Señor, vivir en su presencia, ofrecerle lo que hacemos y consagrarle nuestras intenciones. Todo ello, necesariamente, tendrá consecuencias prácticas que tenemos que aprender a discernir y poner por obra. Y significa también, como dice el Catecismo, hacernos los espacios en el día y en la semana para dedicarlos «con particular dedicación» a la oración.
Precisamente en relación a la necesidad de esta «particular dedicación», la indicación de Jesús a no desanimarnos es muy reconfortante. ¿Cuántas veces nos encontramos con obstáculos que dificultan nuestra vida de oración y pueden llegar a desalentarnos? El Señor conoce nuestras luchas y dificultades y nos alienta a no caer en el desánimo. Desde el realismo de la fe y la esperanza, el Catecismo nos exhorta a considerar que la vida de oración implica también un esfuerzo y un combate. «La oración —nos dice— es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone siempre un esfuerzo. Los grandes orantes de la Antigua Alianza antes de Cristo, así como la Madre de Dios y los santos con Él nos enseñan que la oración es un combate» (n. 2725).
Este combate por rezar siempre y sin desanimarnos se funda en la fe. Esto es muy importante. Nuestra oración es un acto fundamental que realizamos como creyentes. La última frase del Evangelio en la que Jesús se pregunta si al venir nuevamente encontrará fe sobre la tierra, ¿no nos ayuda a tomar consciencia de la importancia de la fe para nuestra vida de oración? Ciertamente sí. La fe es la atmósfera en la que podemos respirar por medio de la oración. Por la fe sabemos que Jesús está siempre con nosotros y que, como dice el Apocalipsis, está a la puerta de nuestro corazón dispuesto a entrar en nuestro interior (ver Ap 3,20).
¿Queremos un ejemplo acabado de cómo vivir todo esto? Miremos a María. Ella, que es la Virgen orante y perseverante, nos alienta, nos acompaña, nos ayuda a levantarnos si tropezamos o nos distraemos, y siempre, siempre, nos devuelve la mirada a Jesús, el Señor.