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Domingo 23 Ordinario: ¿Por qué la cruz?

Por Ignacio Blanco

Evangelio según San Lucas 14, 25-33

En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; Él se volvió y les dijo: «Si alguno viene a mí y no me ama más que a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, una vez puestos los cimientos, no pueda acabarla y se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: “Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de terminar”. ¿O qué rey, si va a dar batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no puede, cuando el otro está todavía lejos, envía delegados para pedir condiciones de paz. Lo mismo ustedes: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío».

El Evangelio relata que “mucha gente acompañaba a Jesús”. Seguramente las motivaciones para acompañarlo eran diversas. Habrían algunos que, tal vez llevados por la curiosidad, esperaban ver alguna curación u otro hecho prodigioso. Otros habrían oído hablar de la llegada del Mesías esperado y querrían escucharlo. Otros tal vez presenciaron un milagro del Señor o escucharon su predicación y decidieron ir con Él. A otros, en fin, el mismo Jesús los invitó a dejarlo todo y a seguirlo. Ante esa muchedumbre se vuelve el Señor y con gran claridad delinea las exigencias de lo que implica ser su discípulo.

También nosotros, si auscultamos nuestra mente y nuestro corazón, encontraremos una serie de motivaciones que nos llevan a ser cristianos, esto es, discípulos de Cristo. Por tanto, también a nosotros se dirigen las palabras del Maestro que movido por la caridad nos presenta la verdad. Estas palabras son una invitación a hacer un alto en el camino y a reconocer la voz del Señor que se dirige a cada uno de nosotros y nos invita a purificarnos y a renovar nuestro compromiso por seguirlo con fidelidad.

Notemos que Jesús no se queda corto en explicitar que seguirlo por el camino, ser su discípulo, es un camino exigente e implica la disposición de renunciar a todo por Él. Seguirlo, pues, no es un mero “acompañarlo”, estar con Él a veces y otras no. Hay una exigencia de totalidad que Jesús expresa con unas palabras que tomadas literalmente pueden ser desconcertantes: si amamos más a padre, madre, hermano o a nosotros mismos no podemos ser su discípulo. Ciertamente no es un llamado a no amar a padre, madre, hermanos. Es una manera inequívoca de decirnos: “si quieres ser mi discípulo, si quieres seguirme por el camino, tienes que amarme a Mí por sobre todas las cosas”. En el fondo, con estas palabras Jesús nos está revelando que Él es Dios y por tanto se aplica en nuestra relación con Él la radicalidad del primer mandamiento: amar a Dios con toda la mente, con todo el corazón y sobre todas las cosas (ver Dt 6,5; Mt 22,37-39).

La exigencia de ser cristiano muchas veces, incluso gráficamente, se concentra en la cruz. Santa Rosa de Lima decía que «fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al Cielo». Por ello, antes que estar huyendo de cargar nuestra cruz o tratando de “aligerar” sus exigencias, asumámosla como signo de reconciliación y como el camino a la Resurrección. ¿No nos dice el mismo Jesús: «Vengan a Mí los que están tristes y atribulados que Yo les daré el descanso porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28-30)»? Hay algo que ciertamente se nos escapa cuando el camino de la cruz se nos presenta como un yugo que oprime y una carga que aplasta. Y esto nos sucede muy a menudo.

Tal vez un primer paso sea comprender bien lo que significa que Jesús nos haya dicho: «Quien no lleve su cruz detrás de mí…». Cada uno tiene que llevar su cruz, pero siguiendo al Señor que nos antecede en el camino. «Jesús —decía San Juan Pablo II— no habla de “cruz” por casualidad. Sin embargo, precisa inmediatamente:  “detrás de mí”. Esta es la gran verdad:  no estamos solos al llevar la cruz. Delante de nosotros camina Él, abriéndonos paso con la luz de su ejemplo y con la fuerza de su amor».

Muchas veces este mensaje puede desconcertarnos y para la mentalidad del mundo es un absurdo: ¿Por qué la cruz? ¿No podríamos ser cristianos y ahorrarnos esta parte incómoda y amarga? No olvidemos, como dice el libro de la Sabiduría, que «apenas conocemos las cosas terrenas y con trabajo encontramos lo que está a nuestro alcance, pues, ¿quién rastreará las cosas del cielo? ¿Quién conocerá tu designio, si Tú no le das sabiduría, enviando tu santo espíritu desde el cielo?» (Sab9,16-17). Pidámosle al Señor con insistencia que nos conceda esa sabiduría que nos haga ver más allá, con su mirada. Ello nos permitirá asumir con mucha serenidad las cruces que Jesús nos ofrece en la vida, comprendiendo que ese primer rechazo a cargarlas, esa negativa inicial que podamos experimentar, no nos hace malas personas. Es muestran sí de nuestra fragilidad y de lo necesitados que estamos de la ayuda del Señor. Él lo sabe, y por eso siempre está a nuestro lado, por eso Él va primero mostrándonos el camino. Reflexionemos también sobre cómo nuestro rechazo de la cruz, la rebeldía que muchas veces experimentamos frente al sufrimiento, proviene en no pocos casos de que nuestros pensamientos y acciones se inspiran en la “mente del mundo” antes que en la “mente de Cristo”. ¡Qué necesitados estamos de revestirnos de la mente de Cristo (ver 1Cor 2,16)!

San Pablo experimentó en carne propia las exigencias de seguir a Jesús cargando con su cruz. Experimentó también las dificultades de predicar el camino de la cruz como camino de salvación. Quizá muchas veces, como podemos hacer nosotros, renegó y se quejó ante las adversidades que tuvo que enfrentar. Por ello su testimonio es un gran aliento y en su carta a los cristianos de Corinto dice unas palabras que nos ayudan a poner la mirada en lo fundamental: «Como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1,21-24).

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