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Domingo 22 Ordinario: Humildad, humildad, humildad

Año C – Tiempo Ordinario – Semana 22 – Domingo
28 de agosto de 2016

Jesus Walks in the Portico of Solomon

Por Ignacio Blanco

Evangelio según San Lucas 14,1.7-14

Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer; y ellos lo observaban atentamente. Notando que los invitados escogían los primeros puestos, les propuso esta parábola: «Cuando te inviten a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan invitado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que los invitó a ti y al otro y te dirá: “Cédele a éste tu sitio”. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al contrario, cuando te inviten, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga quien te invitó, te diga: “Amigo, sube más arriba”. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». Y dijo al que lo había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a los pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos».

La parábola del Señor Jesús es un mensaje fuerte sobre la humildad. Es más, es un mensaje que hoy continúa siendo revolucionario pues redimensiona totalmente el significado de esta palabra y la convierte en una virtud. Hasta entonces, la humildad solía verse como una forma de degradación o pérdida del propio valor. A partir de entonces, la humildad es para el discípulo de Jesús, la medida de la propia grandeza: «el que se humilla será enaltecido».

¡Qué actual es esta enseñanza hoy que vivimos muchas veces imbuidos en una lógica que sólo premia el éxito, que eleva a aquel que de alguna manera logra sobresalir por encima de los demás (y a veces a costa de los demás)! Es una lógica compleja pues responde, por una parte, a la muy humana búsqueda de premio por el esfuerzo realizado. Y en ello no hay nada de malo. El problema podría presentarse cuando, por otra parte, el consumismo, el materialismo que nos envuelve, la mundanidad —sobre la que el Papa Francisco advierte tanto—, nos va llevando a medir todo bajo los parámetros limitados de dicha mirada. Por tanto, todo “premio”, todo tipo de reconocimiento, se espera en medidas de dinero, poder, fama, status. La “grandeza” de una persona se establece según esos parámetros u otros semejantes y por tanto nuestras expectativas de “premio” o reconocimiento se tejen bajo esos modelos.

La enseñanza de Jesús va contracorriente y pone en entredicho la manera cómo la mentalidad mundana nos impulsa a sobresalir, a abrirnos camino, afirmándonos a nosotros mismos y nuestros intereses, incluso sin escrúpulos por pisotear algunas cabezas en el intento. Pero, como siempre, Cristo lo hace mostrándonos el horizonte de vida en el cual podremos vivir como personas auténticas y alcanzar al final el “gran premio”, esto es la salvación eterna.

El Señor le da su sentido definitivo a esa exhortación del libro del Eclesiástico que dice: «Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad, y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes» (Eclo 3,17-18). Es interesante notar que la recomendación implica un tipo de recompensa (premio) por parte de los demás: «te querrán más que al hombre generoso». Jesús también hace referencia a este aspecto en la parábola cuando dice que si uno se sienta en el último puesto y viene el que nos invitó y nos hace pasar adelante, «entonces quedarás muy bien ante todos los comensales». Y más adelante, cuando se dirige al que lo invitó, le dice que cuando haga un banquete escoja sus invitados entre los que no pueden pagarle, de modo que «te pagarán cuando resuciten los justos».

¿Por qué Jesús nos habla así? ¿Tal vez para invitarnos a reconocer la validez de una cierta expectativa de reconocimiento por parte de los demás o de esperar un premio que sea fruto de nuestras acciones? ¿Tal vez también porque sabe bien que en medio de esas expectativas muchas veces crece la mala hierba del egoísmo, de la soberbia, de la búsqueda desordenada del aplauso y el reconocimiento de otros?

El Maestro nos da la brújula con la que podemos avanzar por el camino sin perder el norte: la humildad. Ésta implica dejarnos educar por la mirada de Jesús que ve las cosas con visión de eternidad; implica realizar una y otra vez ese “giro copernicano” en nuestra vida que nos hace ver con realismo y verdad que no somos el centro del universo alrededor del cual todo y todos deben girar, y nos lleva a asumir con madurez y reconciliación nuestra vida. Las consecuencias de este “giro” al que invita la humildad son enormes. Se extienden a todos los niveles de nuestra vida y a nuestra relación con Dios, con los demás, con nosotros mismos y con toda la creación. No en vano el gran San Agustín recomendaba «Lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad, y lo tercero, la humildad».

Fijémonos bien que la humildad no es una actitud escapista y de minusvaloración. Es fruto de la verdad sobre uno mismo e invita a vivir en la verdad. Por tanto, como nos lo enseñó Jesús con su propia vida, tiene tan poco que ver con una actitud apocada o retraída como con una actitud arrogante y altanera. Es camino de libertad, de alegría, de autenticidad, de grandeza, como lo vemos realizado en esas palabras que nuestra Madre María dice de sí misma: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su sierva, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,46-48). Al ver a María, ¿no vemos acaso la más alta realización de la promesa de Jesús: «el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»?

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