Por Ignacio Blanco
Evangelio según San Juan 18,33b-37.
En aquel tiempo, dijo Pilato a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?». Pilato replicó: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?». Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis servidores habrían luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí». Pilato le dijo: «Con que, ¿tú eres rey?». Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz».
El Señor Jesús es Rey pero su reino no es de este mundo. Él no nos trata como a siervos sino que nos ha llamado amigos, dándonos a conocer cuanto ha escuchado de su Padre (ver Jn 15,15). En su reino la justicia tiene entrañas de misericordia, no hay lugar a la violencia ni a la venganza y cuando uno recibe una bofetada pone con mansedumbre la otra mejilla. Él, que es Rey, nos dice que ha venido a nosotros no a ser servido sino a servir (ver Mt 20,28) y ha llegado al extremo de dar su vida en rescate por la nuestra. La humildad, en el Reino de Cristo, es una joya de altísimo valor engastada en su corona: «Aprendan de Mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,28). Nuestro Rey ha sido exaltado en una Cruz y nos ha enseñado que es obediente al Padre porque su amor es infinito y que lo ama infinitamente obedeciendo a su encargo (ver Jn 14,31). En su Reino, en fin, la ley fundamental es el amor, y un amor llevado al extremo (ver Jn 13,1). Y cuando hay amor, aunque haya pobreza se puede ser feliz; aunque haya llanto y sufrimiento se puede ser dichoso, aunque se sufra persecución por su Nombre se puede ser bienaventurado (ver Mt 5,1-12).
¿Cómo ser “ciudadano” de este reino? ¿Qué tenemos que hacer para ser contados entre los amigos de este Rey? Ya lo somos pues antes que elegirlo nosotros a Él, Él nos ha elegido a nosotros (ver Jn15,16). En las aguas de nuestro Bautismo hemos sido hechos partícipes de Cristo, hemos pasado a formar parte de su Cuerpo. Hemos sido recibidos como ciudadanos de su reino al recibir el don de la fe. ¡Don gratuito que manifiesta el inmenso amor de Dios por cada uno de nosotros!
En nuestra vida cristiana ese don de la fe que hemos recibido tiene que ir creciendo, desarrollándose, hasta engrandecer toda nuestra existencia. La fe ilumina nuestra mente con la Verdad, nos hace “ser de la verdad” y escuchar la voz de nuestro Rey. La fe transforma nuestro corazón y nos hace partícipes de los mismos sentimientos de Cristo (ver Flp 2,5). La fe nos impulsa a poner por obra las enseñanzas de Jesús y colaborar así con la extensión de su reino en el mundo. No otra cosa es lo que pedimos cada vez que rezamos: “venga a nosotros tu Reino y hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo”. En este sentido, ¿dónde encontraremos la realización más perfecta del reino de Cristo sino en Santa María nuestra Madre? Ella, la más humilde, es la más grande en el reino de su Hijo. La Mujer de la fe, de la obediencia, del amor, aquella que supo poner por obra las palabras de su Hijo, está sentada a su lado como Reina y Señora intercediendo por nosotros.
El reino de Cristo —reino de luz, de amor, de verdad y humildad— sufre violencia. “Mi reino no es de este mundo” nos está diciendo de alguna manera que en este mundo está establecido otro reino: el de las tinieblas, del odio, la mentira y la soberbia. Y el primer campo de batalla donde se libra la guerra es nuestro propio corazón. Nuestra naturaleza, es bueno recordarlo, está debilitada por las consecuencias del pecado y éstas nos llaman a un combate espiritual (ver Catecismo de la Iglesia Católica, n. 405). Este combate lo debemos luchar «juntamente con Jesús, sin orgullo ni presunción, sino más bien utilizando las armas de la fe, es decir, la oración, la escucha de la Palabra de Dios y la penitencia» (Benedicto XVI), y con la total confianza de saber que Jesús, el Señor y nuestro Rey, ya ha vencido: «en el mundo tendrán tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
Lejos de todo escapismo, nuestra condición de cristianos nos compromete en la misión de cooperar con el Señor en la extensión de su reino en el mundo. Él nos mando: «vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Nueva» (Mc 16,15). El apostolado, que empieza siempre por la propia conversión, es llevar esa Buena Nueva de Jesús al corazón de nuestros hermanos (pensemos especialmente en aquellos que se han alejado de la fe), es iluminar y transformar toda la realidad humana con los valores del reino de Cristo, es poner cuanto esté de nuestra parte para que el Señor Jesús reine en nuestra vida, en nuestra familia y en todos los ámbitos de la sociedad.