Año B – Tiempo Ordinario – Semana 21 – Domingo
Por Ignacio Blanco
Evangelio según san Juan 6,60-69
En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?». Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne de nada sirve. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida. Y, a pesar de esto, algunos de ustedes no creen». Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a Mí, si el Padre no se lo concede». Desde entonces, muchos discípulos suyos se retiraron y ya no andaban con Él. Entonces Jesús dijo a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?». Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios».
«Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?». Así murmuraban muchos de los oyentes de las palabras de Jesús. ¿Quién puede escuchar eso, quién puede seguir esas enseñanzas incomprensibles, barbáricas? A la distancia no es difícil adoptar una posición sobre la actitud de estos discípulos que luego, dice el Evangelio, «se retiraron y ya no andaban con Él». Pero, ¿qué sucede si nos ponemos en su lugar?
No es necesario que hagamos el ejercicio imaginativo de retroceder dos mil años y ponernos en la exacta situación de esos hombres y mujeres que abandonaron al Señor. Además, hoy nos es claro que Cristo estaba hablando de la Eucaristía cuando dijo que debíamos comer su Cuerpo y beber su Sangre. Pero, ¿qué pasa si nos confrontamos con aquellas enseñanzas de Jesús que hoy, aquí y ahora, tal vez no entendemos bien, o nos incomodan o simplemente ponen en entredicho nuestro modo de actuar? Como dice el Papa Benedicto XVI, «hoy no pocos se “escandalizan” ante la paradoja de la fe cristiana. La enseñanza de Jesús parece “dura”, demasiado difícil de acoger y poner en práctica. Hay entonces quien la rechaza y abandona a Cristo; hay quien intenta “adaptar” su palabra a las modas de los tiempos desnaturalizando su sentido y valor».
¿Qué sucede, por ejemplo, con temas como la autoridad del Sucesor de Pedro —el Papa— y los obispos en la Iglesia, o las enseñanzas del Maestro sobre la solidaridad con el más pobre, o la condena que hace el Señor de la codicia, de la envidia, de la idolatría del dinero, de la búsqueda y abuso del poder, del egoísmo? ¿O qué ocurre cuando lo que está en cuestión es la vivencia de la castidad, las relaciones prematrimoniales, el divorcio, el aborto? ¿No es en alguno o en muchos de esos u otros casos en los que tal vez nos ponemos en el lugar de esos discípulos y, explícita o implícitamente, decimos también nosotros: “es duro este lenguaje”; “quién puede hacerle caso, quien puede vivir eso”?
Son preguntas que cada uno, en la intimidad de la oración y a la luz de la Palabra de Dios, debe hacerse. Y ante ello no hay que tener temor. Jesús no está esperando nuestra respuesta incorrecta para juzgarnos y condenarnos. Él ha venido y está a nuestro lado para salvarnos. Confrontarnos con la Verdad que Él nos enseña es un camino de liberación de la esclavitud de la mentira y del pecado, no un ejercicio de autocastigo para sentirnos mal y aplastados por nuestra miseria. Nunca olvidemos eso. Por lo tanto, si descubrimos que efectivamente algunas o muchas veces pensamos o actuamos bajo esa idea —es duro este lenguaje, ¿quién puede hacerle caso?— antes que alejarnos de Jesús acerquémonos más a Él.
En el hecho que relata el Evangelio se narra que «Jesús sabía desde el principio quiénes no creían». ¿No es esta una indicación del Evangelio que nos señala el corazón del problema? Los discípulos que padecen una falta de fe… ¿nos sucede lo mismo? Creer siempre entraña una experiencia de inseguridad y de “ponerse al borde del precipicio”. Es casi una expresión hecha hablar del “salto de la fe”. Y es verdad, el acto de creer implica confiar más allá de lo que tal vez somos capaces de entender o ver en ese momento. Implica salir de un mismo, apoyarse en otro. En un primer momento en ese otro u otros que nos hacen llegar la noticia de la Buena Nueva: familiares, amigos, sacerdotes, catequistas. Pero llega un momento, en el que el acto de fe exige un apoyarse totalmente en Aquel en quien creemos y a quien creemos. ¿Dudas? ¿Te cuesta entender ciertas verdades de la fe o enseñanzas de la Iglesia? Confía en Jesús, créele a Él, ábrete a la acción del Espíritu que no te dejará en las sombras, y bajo su luz busca profundizar la fe que hemos recibido.
Ese momento decisivo llegó claramente para los doce amigos de Jesús cuando luego de que muchos de los discípulos se marcharon, Jesús se vuelve hacia ellos y les hace esa pregunta definitoria: «¿También ustedes se quieren ir?». Esta pregunta llega hasta nosotros y hoy Jesús se vuelve y te pregunta: ¿También tú te quieres ir?
Pedro, cabeza de los Doce, seguramente sin saberlo en ese momento, se hace voz de los millones y millones de discípulos del Señor Jesús que a lo largo de la historia le dirigen esas conmovedoras palabras: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios». ¿No es esa la roca firme en la que se fundamenta nuestra existencia como cristianos? Ahí debemos volver una y otra vez cuando experimentamos dudas, problemas, fracasos, contradicciones, que de una u otra manera nos pueden hacer perder la perspectiva. Recordemos que «Jesús no se conforma con una pertenencia superficial y formal, no le basta con una primera adhesión entusiasta; al contrario, es necesario tomar parte durante toda la vida “en su pensar y en su querer”. Seguirlo llena el corazón de alegría y da pleno sentido a nuestra existencia, pero implica dificultades y renuncias porque con mucha frecuencia se debe ir a contracorriente» (Benedicto XVI).
Este Domingo el Señor sale al encuentro de nuestra realidad, aquí y ahora, y nos regala la oportunidad de dar una vez más el salto de la fe y, desde nuestra realidad concreta con sus grandezas y pequeñeces, responderle desde el fondo del corazón: ¿A dónde vamos a ir, Señor? Creemos que solo Tú eres el Hijo de Dios que tiene palabras de vida eterna y queremos seguirte.