Dies Domini

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO: “Vengan, benditos de mi Padre; hereden el reino preparado para ustedes”

I. LA PALABRA DE DIOS

Ez 34,11.15-17: “Voy a juzgar entre oveja y oveja”

Así dice el Señor Dios:

«Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro. Como sigue el pastor a su rebaño, cuando las ovejas se le dispersan, así seguiré yo el rastro de mis ovejas y las libraré, sacándolas de todos los lugares por donde se dispersaron un día de oscuridad y nubarrones.

Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré reposar —dice el Señor Dios—. Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas; vendaré a las heridas; curaré a las enfermas: a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido.

Y a ustedes, mis ovejas, así dice el Señor: Voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío.»

Sal 22, 1-3.5: “El Señor es mi pastor, nada me falta”

El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar.

Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre.

Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.

Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin termino.

1Cor 15,20-26.28: “Devolverá el Reino de Dios Padre para que Dios sea todo en todo”

Hermanos:

Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos.

Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida. Pero cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después, cuando Él vuelva, todos los que son de Cristo; después los últimos, cuando Cristo devuelva a Dios Padre su reino, una vez aniquilado todo principado, poder y fuerza.

Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies. El último enemigo aniquilado será la muerte. Y, cuando el universo entero le sea sometido, entonces el mismo Hijo de Dios se someterá también a Aquel que le sometió todas las cosas, a fin de que Dios sea todo en todos.

Mt 25,31-46: “Se sentará en el trono de su gloria y separará a unos de otros”

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

— «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con Él, se sentará en el trono de su gloria, y serán reunidas ante Él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda.

Entonces dirá el rey a los de su derecha:

“Vengan ustedes, benditos de mi Padre; hereden el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, fui forastero y me dieron hospedaje, estuve desnudo y ustedes me vistieron, enfermo y me visitaron, estuve en la cárcel y vinieron a verme”.

Entonces los justos le contestarán:

“Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”.

Y el rey les dirá:

“Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicieron”.

Y entonces dirá a los de su izquierda:

“Apártense de mí, malditos, váyanse al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y ustedes no me dieron de comer, tuve sed y no me dieron de beber, fui forastero y no me hospedaron, estuve desnudo y ustedes no me vistieron, enfermo y en la cárcel y no me visitaron”.

Entonces éstos también contestarán:

“Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?”.

Y él entonces les responderá:

“Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo”.

Y éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna».

II. APUNTES

El Evangelio y las lecturas elegidas para la Fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, anuncian realidades escatológicas, es decir, aquellas cosas que vendrán luego de nuestra muerte y al final de la historia de la humanidad.

En el Evangelio, al concluir su “discurso escatológico”, el Señor anuncia un juicio final. Lo hace presentándose a sí mismo como el Rey-Mesías que al final de los tiempos vendrá en gloria, acompañado de sus ángeles, para juzgar a su rebaño. La escena hace eco del pasaje de Ezequiel (1ª. lectura), cuando Dios anuncia que luego de reunir a los miembros dispersos de su rebaño juzgará «entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío».

Está implícito que a esta convocatoria universal para presentarse ante el Rey-Mesías antecede la resurrección de todos los muertos. Otros pasajes de la Sagrada Escritura echan luz sobre este acontecimiento (ver 1Cor 15,51-57; 1Tes 4,16). San Pablo enseña que así como por Adán vino la muerte a todos los hombres, por Cristo todos los muertos volverán a la vida (2ª. lectura). Cristo, el primero en resucitar, será también modelo y principio de resurrección para todo ser humano.

La gran multitud de resucitados se presentará entonces ante el Rey-Mesías para el juicio universal. La sentencia de este juicio será pública y final.

Lo que resulta novedoso de este juicio es que lo que se presenta como materia de examen no son los males o crímenes cometidos por la persona a lo largo de su vida, sino el bien realizado u omitido, la caridad vivida o negada para con el prójimo necesitado de alimento, de agua, de cobijo, de vestido, de compañía. El juicio, en resumen, es presentado como un juicio sobre el amor, un amor a Cristo que se verifica en el amor al prójimo que sufre, especialmente a los “más pequeños”, es decir, a aquellos que son despreciados u olvidados por la gran mayoría: «cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicieron».

El amor al prójimo permite distinguir entre el amor genuino a Dios y el que sólo lo es en apariencia, de la boca para afuera. Quien no ama al hermano a quien ve, con un amor que se expresa en obras concretas de caridad, miente si dice que ama a Dios a quien no ve (ver 1Jn 4,20-21).

El juicio final dará lugar a una separación o división en dos grupos. Según el uso rabínico, cuando había que hacer una selección, a la derecha siempre se ponía lo mejor. Serán separados aquellos que supieron amar de aquellos que se cerraron al amor.

No habrá nuevas oportunidades, por medio de sucesivas reencarnaciones. Quienes en el transcurso de ésta su única vida (ver Heb 9,27) se negaron a amar, cerrando sus entrañas a las necesidades del prójimo, son calificados de “malditos”. Quizá el calificativo execratorio suene exagerado, demasiado duro; sin embargo, obedece a la realidad de un egoísmo que ha pervertido totalmente sus entrañas hasta hacerlo incapaz de amar. Incluso cuando cree que ama a otros, no ha hecho más que amarse a sí mismo.

La omisión, no hacer algo por remediar la necesidad o aliviar el sufrimiento del prójimo cuando está en sus manos el hacerlo, es lo mismo que obrar el mal y manifiesta una grave falta de amor que deforma el rostro humano hasta tornar maldito a quien está convencido incluso que ama a Dios porque cumple con participar de ciertos rituales religiosos externos. Lo único que ha hecho —y ante Cristo quedará patente— es tranquilizar su propia conciencia convenciéndose de que está bien con Dios mientras “no haga mal a nadie”, cuando de lo que en realidad se trata es de actuar por el amor y la caridad, de hacer el bien al prójimo, de hacerse solidario con su sufrimiento y buscar ayudarlo o acompañarlo de algún modo. El individualismo, en cerrarse en su propio mundo olvidando el sufrimiento de tantos, el pasar por la vida sin preocuparse más que de sí mismos, el egoísmo, el no hacer nada por los demás, conduce a cada cual a su autoexclusión de la comunión de Dios, que es Comunión de Amor.

Cabe resaltar que, por duro que sea, la sentencia final será irrevocable y eterna.

En efecto, el Señor anuncia que los malvados «irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna». En cuanto al lugar del castigo eterno, se trata de la separación definitiva de Dios.

Por otro lado, «los justos irán a la vida eterna», que consiste en entrar con Cristo en la comunión eterna de amor con Dios y todos los que son de Dios.

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

No son pocos los cristianos que rechazan las enseñanzas de la Iglesia sobre el infierno y prefieren creer que no existe, aduciendo que fue un “invento de curas” para mantener el dominio sobre los fieles. Ellos argumentan: “¿Cómo podría un Dios que es todo amor condenar al hombre a un lugar tan terrible, y por toda la eternidad? Si Dios es amor, entonces el infierno no existe”.

Sin embargo, allí están las tremendas palabras del Señor en el Evangelio: «Apártense de mí, malditos, váyanse al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles». ¡Y no es la única vez habla de esta terrible realidad y posibilidad para nosotros! (Ver Mt 8,12; 10,28; 13,45; 22,13; 24,51; Mc 9,47; Lc 13,26-28). La doctrina sobre el infierno no es “invención” de la Iglesia, sino una enseñanza clara del Señor Jesús.

Pero, si esto es así, ¿cómo se conjuga con el amor infinito de Dios? Dios ciertamente es amor (1Jn 4,8.16). Nos ha creado por amor y para el amor. Por el inmenso amor que le tiene a su criatura humana, no quiere que nadie se pierda, y tanto lo quiere que Él mismo se ha hecho uno como nosotros, Él mismo asumió nuestra naturaleza humana para cargar sobre sí nuestro pecado y para reconciliarnos… ¡en la Cruz! Dios ha hecho todo, hasta lo impensable, para que su criatura humana tenga vida, la tenga en abundancia y la tenga para toda la eternidad. Por tanto el problema no está en Dios, sino en el hombre, en el rechazo que él hace de la invitación divina a participar de ese amor, en excluir a Dios de su propia vida para seguir su propio camino, lejos de Dios, sin Dios, y muchas veces en contra de Dios. Esto es lo que llamamos pecado.

A pesar de este rechazo, Dios nos sigue amando tercamente. Cristo en la Cruz perdona, reconcilia, toca y toca a la puerta del corazón de todo hombre invitándolo a abrirle. ¿Puede el amor de Dios expresarse en un grado más alto que ese? ¿Qué más pudo hacer Dios por nosotros?

Pongámoslo de un modo muy sencillo y comprensible. Si un hombre, que ama intensamente a una mujer, le propone matrimonio, le manifiesta su amor incondicional una y otra vez, pero ella una y otra vez le dice “no”, en algún momento él, aunque la siga amando, se apartará. ¿Qué más puede hacer, si ella no quiere? ¿Obligarla contra su voluntad? No sería amor, porque el amor exige libertad. No le queda más que dejarla ir. El problema no es que él no la ame, sino que ella, haciendo uso de su libertad, no quiere ese amor y lo rechaza. Ésa es su opción, es su decisión, absolutamente libre. Ante la propuesta de quien ama quien elige su destino es la amada: está en sus manos aceptarla o rechazarla. Algo análogo sucede con cada uno de nosotros: Dios nos ama, hasta el extremo, con “locura”. Por ese amor nos invita a participar de su comunión divina de amor, a ser amados por Él por toda la eternidad, a amar nosotros sin límite ni medida. Pero podemos decirle “no”, “déjame en paz”, una y otra vez, hasta que Él ya nada más pueda hacer, hasta que lo único que le quede sea dejarnos “en paz”. Y eso, justamente, es el infierno: la autoexclusión de la comunión con Dios. En el día del juicio Dios no podrá hacer otra cosa sino respetar esa opción.

Más a quien le abre las puertas a Cristo, a quien procura amar como Él y amarlo a Él en los hermanos concretos, sirviéndolos con generosidad, Dios lo recibirá en la eterna comunión de amor con Él y con todos los santos. Eso es el Cielo: amar y ser amados por siempre, viviendo una intensa y gozosa comunión de amor sin límite ni medida (ver 1Cor 2,9).

IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Cipriano: «Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque resucitaremos en Él, puede ser también el Reino de Dios porque en Él reinaremos».

San Cesáreo de Arlés: «Cristo, la misericordia celestial, viene cada día la puerta de tu casa: no sólo espiritualmente a la puerta de tu alma, sino materialmente a la puerta de tu casa. Porque, cada vez que un pobre se acerca a tu casa, sin duda alguna se acerca Cristo en él, porque Él dijo: “Cada vez que lo habéis hecho a uno de estos pequeños, me lo hacíais a mí” (Mt 25,40). No endurezcas el corazón, da un poco de dinero a Cristo del que esperas heredar el reino. Da un trozo de pan a Aquel de quien esperas te dé la vida. Acoge al pobre en tu casa para que Él te reciba en el paraíso. Dale alguna limosna a quien te puede dar la vida eterna».

»¡Qué audacia querer reinar en el Cielo con aquel a quien tú negaste tu limosna en este mundo! Si lo recibe durante el viaje terreno, Él te acogerá en la felicidad eterna. Si tú lo desprecias aquí en tu patria de la tierra, Él retirará su mirada sobre ti en la gloria. Un salmo dice: “cuando te alzas, desprecias su imagen” (Sal 73,20). Si despreciamos en esta vida a aquellos que son imagen de Dios (Gén 1,26) hemos de temer ser rechazados en la eternidad. ¡Tened, pues, misericordia en esta vida!… Gracias a vuestra generosidad, escucharéis aquella palabra feliz: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del reino” (Mt 25,34)».

San Agustín: «¡Curémonos, hermanos, corrijámonos! El Señor va a venir. Como no se manifiesta todavía, la gente se burla de Él. Con todo, no va a tardar y entonces no será ya tiempo de burlarse. Hermanos ¡corrijámonos! Llegará un tiempo mejor, aunque no para los que se comportan mal. El mundo envejece, vuelve hacia la decrepitud. Y nosotros, ¿nos volvemos jóvenes? ¿Qué esperamos, entonces? Hermanos, ¡no esperemos otros tiempos mejores sino el tiempo que nos anuncia el Evangelio! No será malo porque Cristo viene. Si nos parecen tiempos difíciles de pasar, Cristo viene en nuestra ayuda y nos conforta».

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

El infierno es la autoexclusión definitiva de la comunión con Dios

1033: Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: «Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él» (1 Jn 3,15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos. Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra «infierno».

Sobre el juicio final

1038: La resurrección de todos los muertos, «de los justos y de los pecadores» (Hech24,15), precederá al Juicio final. Ésta será «la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5,28-29). Entonces, Cristo vendrá «en su gloria acompañado de todos sus ángeles… Serán congregadas delante de Él todas las naciones, y Él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda… E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna» (Mt 25,31.32.46).

1039: Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (ver Jn 12,49). El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena:

Todo el mal que hacen los malos se registra, y ellos no lo saben. El día en que «Dios no se callará» (Sal 50,3)… Se volverá hacia los malos: «Yo había colocado sobre la tierra, dirá Él, a mis pobrecitos para vosotros. Yo, su cabeza, gobernaba en el Cielo a la derecha de mi Padre, pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados vuestros para llevar vuestras buenas obras a mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poseéis nada en Mí» (S. Agustín).

1041: El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía «el tiempo favorable, el tiempo de salvación» (2Cor 6,2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la «bienaventurada esperanza» (Tit 2,13) de la vuelta del Señor que «vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído» (2Tes 1,10).