I. LA PALABRA DE DIOS
Prov 31, 10-13.19.30: “Alabada sea la mujer hacendosa”
Una mujer hacendosa, ¿quién la hallará? Vale mucho más que las perlas.
Su marido se fía de ella, y no le faltan riquezas. Le trae ganancias y no pérdidas todos los días de su vida. Adquiere lana y lino, los trabaja con la destreza de sus manos. Aplica sus manos para hilar, y con sus dedos elabora el tejido. Abre sus manos al necesitado y extiende sus brazos al pobre.
Engañosa es la gracia, fugaz la hermosura, la que teme al Señor merece alabanza. Cántenle por el éxito de su trabajo, que sus obras la alaben todos.
Sal 127, 1.3-4: “Dichoso el que teme al Señor”
Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien.
Tu mujer, como parra fecunda,
en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo,
alrededor de tu mesa.
Ésta es la bendición del hombre
que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida.
1Tes 5, 1-6: “Estemos vigilantes y vivamos sobriamente”
Hermanos:
En lo referente al tiempo y a las circunstancias, no necesitan que les escriba.
Ustedes saben perfectamente que el día del Señor llegará como un ladrón en la noche. Cuando diga la gente: «¡Qué paz, qué seguridad!», entonces, de improviso, les sobrevendrá la ruina, como los dolores del parto a la que está encinta, y no podrán escapar.
Pero a ustedes, hermanos, como no viven a oscuras no los sorprenderá ese día como a un ladrón, porque todos son hijos de la luz e hijos del día; no lo son de la noche ni de las tinieblas.
Así, pues, no durmamos como los demás, sino estemos vigilantes y vivamos sobriamente.
Mt 25, 14-30: “Has sido fiel en lo poco, pasa al banquete de tu Señor”
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
— «Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó.
El que recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor.
Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos.
Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: “Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco”. Su señor le dijo: “Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor”.
Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: “Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos”. Su señor le dijo: “Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor”.
Finalmente, se acercó el que había recibido un talento y dijo: “Señor, sabía que eres exigente, que cosechas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo”. El señor le respondió: “Eres un empleado negligente y holgazán. ¿Con que sabías que cosecho donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quítenle el talento y dénselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese empleado inútil échenlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes”».
II. APUNTES
Como la parábola de las cinco vírgenes necias y de las cinco vírgenes sabias, también la parábola de los talentos está comprendida dentro de la sección del Evangelio de Mateo llamada “discurso escatológico” (ver las Apuntes del Domingo anterior).
En el Evangelio de este Domingo el Señor habla de un hombre que, «al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó».
Los empleados, o más precisamente siervos según la traducción literal de la palabra griega doulos, aparecen en los Evangelios como hombres de absoluta confianza. Así, por ejemplo, sus señores los envían a realizar misiones específicas (ver Mt 21,34-36; Mt 22,4.6) o les encargan el manejo económico de la hacienda, dándoles incluso la libertad para negociar con sus bienes. Sin embargo, no dejan de ser administradores que tendrán que rendir cuentas ante sus respectivos señores.
A los siervos de la parábola que ahora nos ocupa, su señor «los dejó encargados de sus bienes». Este acto implica darles pleno poder de decisión y de acción sobre toda la hacienda. La confianza depositada en sus siervos implica por parte de ellos una responsabilidad. Los siervos saben que su señor es exigente, que llegado el momento les pedirá cuentas de su administración, específicamente, de lo que han hecho con los talentos que les confió.
En su parábola el Señor habla de tres siervos. Cada cual recibe una determinada cantidad de “talentos”. El talento (del griego tálanton, que significa balanza o peso) era una unidad de peso equivalente a unos 42 kilogramos. Algunos sostienen que el peso era mayor, de unos 60 kilogramos. Se trataría, pues, de un determinado número de monedas, probablemente de plata, que sumaban ese peso. Algunos cálculos señalan que en la época del Señor un talento equivalía a 6000 denarios (una unidad monetaria), siendo un denario el jornal de un trabajador. Así, pues, la cantidad de dinero confiada a cada siervo, para aquella época, era exorbitante, incluso para aquél que “tan solo” recibe un talento.
En la distribución de los talentos el señor manifiesta conocer a sus siervos, pues da «a cada cual según su capacidad» para trabajar esos talentos, para invertirlos, para negociarlos y multiplicarlos. Sabe lo que cada uno es capaz de dar, y de acuerdo a ese conocimiento profundo les reparte los talentos.
La tarea de los siervos no es la de estar ociosos, sino la de trabajar arduamente en la administración de la hacienda de su señor: «los dejó encargados de sus bienes». Al entregarles sus bienes les da pleno poder de decisión y de acción sobre ellos. La confianza depositada en ellos trae consigo una enorme exigencia y responsabilidad. El señor espera de cada uno una gestión eficiente, concretamente con la cantidad de dinero que le confía a cada cual. Ellos saben que su señor “es exigente”: no reciben los talentos para guardarlos, sino para invertirlos y para, a su vuelta, le devuelvan no sólo la cantidad entregada sino también las ganancias. Esto lo saben los tres, tanto los dos que de inmediato se ponen a negociar responsablemente con el dinero a ellos entregado, como también aquél que entierra su talento.
En efecto, dos de los siervos fueron «en seguida a negociar con» los talentos a ellos confiados. El adverbio griego eutheos, traducido por “en seguida”, se puede traducir también por inmediatamente, prontamente. Ellos entienden perfectamente la intención de su señor y sin perder tiempo ponen manos a la obra.
El tercero, que recibe 42 kilos en monedas, decide enterrarlas, esconderlas, para que nadie se las robe. Él mismo explicará posteriormente a su señor el motivo o excusa que le llevó a tomar esa decisión: «Señor, sabía que eres exigente… tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra». Este siervo le echa la culpa al miedo de su inacción, de su opción de enterrar el talento. Pero si tenía miedo de perderlo todo —pues es el riesgo que existe en los negocios— y recibir por eso el castigo de su señor, ¿no debía al menos haber puesto el dinero de su señor en el banco, «para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses»? El miedo se revela como una excusa inaceptable. Más bien, detrás de ese supuesto miedo, el señor pone de manifiesto la verdadera razón de su opción: «Eres un empleado negligente y holgazán». Este siervo, con su excusa, se condena a sí mismo a ser despojado de todo y ser arrojado «fuera, a las tinieblas».
Los talentos pueden interpretarse principalmente como los dones o gracias concedidas a los discípulos, según su misión en la Iglesia y en el mundo. Muchos de ellos serían nombrados “administradores” de los bienes divinos (ver 1Cor 4,1s), que Dios da a cada cual por medio de su Hijo «para edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 12). En este sentido también se entiende la exhortación de Pedro a los cristianos: «Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1Pe 4,10).
Al pronunciar esta parábola el Señor se compara a sí mismo con el dueño de la hacienda. Él emprendería «un largo viaje» el día de su Ascensión. Desde entonces permanece “ausente”, más retornará glorioso al final de los tiempos. De aquél momento nadie sabe ni el día ni la hora, mas, cuando vuelva, cada “siervo” tendrá que dar cuenta del uso que ha hecho de los talentos confiados a él para su multiplicación. Jesucristo vendrá al final de los tiempos como Juez justo. A esta última venida se le conoce con el nombre griego de Parusía.
A quien haya sabido multiplicar los talentos “negociando” con ellos, el Señor lo calificará de siervo «fiel y cumplidor» y lo hará pasar «al banquete de tu Señor». La traducción literal del griego dice: «en el gozo (jarán) de tu Señor». Se trata de la felicidad eterna de la que gozarán los bienaventurados. La traducción litúrgica traduce “banquete”, dado que el gozo mesiánico era comparado a la alegría expresada mediante un banquete (Mt 8,11s; 22,8).
A quien haya enterrado sus talentos “guardándoselos para sí mismo”, se le despojará de todo talento y será «echado fuera, a las tinieblas». Se trata de una fórmula usual con que se designa el infierno, el estado de la ausencia absoluta y lejanía definitiva de Dios. Allí sólo habrá «llanto y rechinar de dientes», soledad y sufrimiento sin fin.
La enseñanza doctrinal fundamental es clara: Dios exige que los cristianos especialmente “multipliquen” los “talentos”, los Dones y Gracias a ellos confiados por Cristo, preparándose para dar cuenta de ellos el Día de su Parusía. El cristiano debe entender que enterrar sus talentos, esconder las riquezas inmensas que ha recibido en Cristo “por miedo”, es una omisión inexcusable que tendrá como consecuencia el despojo y la exclusión definitiva de la vida divina. Cada cual tiene en deber de hacer rendir los «talentos» que Dios le ha dado. Sólo así podrá participar también del gozo de su Señor por toda la eternidad.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Dios, junto con el don de la vida, ha dado a cada cual ciertos talentos. Entendemos por talentos dones, cualidades, capacidades que podemos desarrollar a lo largo de nuestra vida. Son como semillas que debemos hacer germinar y fructificar con inteligencia, con un trabajo paciente y esforzado, en cooperación con la gracia divina y según el Plan que Dios nos vaya mostrando.
Inmediatamente se nos viene esta pregunta a la mente: ¿cuáles y cuántos son mis talentos? Para ello es necesario conocerse bien uno mismo, iluminado por la luz de Cristo.
Ahora bien, muchas personas descubren sus talentos desde pequeños y aprenden a desarrollarlos. Pero, ¿los usan para el bien, y los usan para el bien común? ¿O se valen de ellos para alimentar su vanidad y su soberbia, para obtener poder, riquezas y placeres que no miran a dar gloria a Dios sino tan sólo a sí mismos?
La parábola de los talentos nos recuerda en primer lugar que los talentos nos vienen de Dios y que nosotros sólo podemos entendernos como administradores de los mismos. Por tanto no debemos buscar “apropiarnos” de ellos para buscar exclusivamente nuestro propio beneficio o para hinchar nuestro orgullo y vanidad, sino que hemos de buscar desarrollarlos según el Plan de Dios para el beneficio en primer lugar de aquellos que nos rodean y también de toda la sociedad. Los talentos que cada uno posee tienen, sin duda, una dimensión social fundamental.
Por otro lado hay muchos que se menosprecian de tal modo que terminan creyendo que nada tienen de valioso. Viven comparándose con personas exitosas, envidiando tal o cual talento, convencidos de que ellos mismos no tienen ningún talento o la capacidad para desarrollarlos. Son los que terminan enterrando sus talentos.
En realidad, nadie puede decir: “yo no tengo ningún talento”. ¿Es que acaso Dios no nos ha dado a todos la capacidad de amar? ¿Es que no te ha dado el talento del amor? Sí, «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). ¡Ese es ya un “talento” inmenso, un don precioso!
Quizá has enterrado ese talento, esa capacidad de amar, porque “alguien” te hizo daño, porque alguien se aprovechó de ti o te defraudó, porque tu corazón se endureció, porque ya no eres digno o digna de ser amado, amada, o porque no sabes amar. Sin embargo, ése es un talento que todos podemos recuperar si acaso lo hemos “perdido”, o si nos hemos equivocado, porque el amor es tu vocación más profunda, porque estás hecho, hecha para amar, porque Cristo te ha reconciliado y ha derramado su Espíritu de amor en tu corazón, porque Él ha venido a enseñarnos cómo vivir el amor verdadero. Nadie tiene excusa para enterrar ese talento optando por vivir en la amargura, cerrándose al perdón, negándose a amar al prójimo. Quien cree que no tiene ese “talento”, es porque ha hecho la opción —y se mantiene tercamente aferrada a ella— de no amar, de enterrar ese talento.
Y en no otra cosa consistirá el juicio: el día que seas llamado a la presencia del Señor, se te preguntará qué hiciste con ese talento. ¿Acogiste el amor de Dios en tu corazón? ¿Te esforzaste en amar cada día como Cristo mismo nos amó? ¿Multiplicaste ese talento viviendo la caridad con tu prójimo, en lo pequeño, en lo escondido, en lo cotidiano y rutinario? ¿O lo enterraste, consintiendo el odio, el resentimiento, el egoísmo, el individualismo, la indiferencia, negando el perdón, cerrando el corazón a las necesidades del prójimo?
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Basilio: «Uno solo no puede tener todos los carismas espirituales, sino que a cada uno fue dado alguno según el don del Espíritu Santo, en la medida de la fe (ver Rom 12,6). En la vida común, pues, los dones particulares son para todos: “El Espíritu da a uno la sabiduría para hablar; a otro la fe, también en el mismo Espíritu, de hacer milagros; a uno el don de la profecía; a otro, el don de juzgar sobre el valor de los dones del Espíritu; a éste, el don de lenguas, a aquél, el don de interpretarlas” (1Cor 12,8‑10). Cada uno de estos dones, recibe el hombre no para sí, sino para los demás. La fuerza del Espíritu Santo está en que cada uno comunique la cantidad para todos. En la vida común cada uno tiene la posibilidad de servirse de su don, compartiendo con los demás. Así entonces cada uno recoge el fruto de los ajenos dones, como si fueran suyos».
San Gregorio: «El que tiene, pues, talento, procure no ser mudo; el que tiene abundancia de bienes, no descuide la caridad; el que experiencia de mundo, dirija a su prójimo; el que es elocuente, interceda con el rico por los pobres; porque a cada uno se le contará como talento lo que hiciere aunque fuese por el más pequeño».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
546: Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza. Por medio de ellas invita al banquete del Reino, pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo; las palabras no bastan, hacen falta obras. Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra? ¿Qué hace con los talentos recibidos?
Dimensión social de los “talentos”
1880: Una sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad que supera a cada una de ellas. Asamblea a la vez visible y espiritual, una sociedad perdura en el tiempo: recoge el pasado y prepara el porvenir. Mediante ella, cada hombre es constituido «heredero», recibe «talentos» que enriquecen su identidad y a los que debe hacer fructificar. En verdad, se debe afirmar que cada uno tiene deberes para con las comunidades de que forma parte y está obligado a respetar a las autoridades encargadas del bien común de las mismas.
1936: Al venir al mundo, el hombre no dispone de todo lo que es necesario para el desarrollo de su vida corporal y espiritual. Necesita de los demás. Ciertamente hay diferencias entre los hombres por lo que se refiere a la edad, a las capacidades físicas, a las aptitudes intelectuales o morales, a las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, a la distribución de las riquezas. Los «talentos» no están distribuidos por igual.
1937: Estas diferencias pertenecen al plan de Dios, que quiere que cada uno reciba de otro aquello que necesita, y que quienes disponen de «talentos» particulares comuniquen sus beneficios a los que los necesiten. Las diferencias alientan y con frecuencia obligan a las personas a la magnanimidad, a la benevolencia y a la comunicación. Incitan a las culturas a enriquecerse unas a otras.
VI. ESPIRITUALIDAD SODÁLITE
A continuación ponemos a su disposición otras reflexiones: