I. LA PALABRA DE DIOS
Mal 3,19-20: “Los iluminará un sol de justicia”
Miren que llega el día, ardiente como un horno: malvados y perversos arderán como paja, y los quemará el día que ha de venir —dice el Señor de los ejércitos—, y no quedará de ellos ni rama ni raíz. Pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salvación en las alas.
Sal 97,5-9: “El Señor llega para regir los pueblos con rectitud”
Toquen la cítara para el Señor,
suenen los instrumentos:
con clarines y al son de trompetas,
aclamen al Rey y Señor.
Retumbe el mar y cuanto contiene,
la tierra y cuantos la habitan;
aplaudan los ríos, aclamen los montes al Señor,
que llega para regir la tierra.
Regirá el orbe con justicia
y los pueblos con rectitud.
2Tes 3,7-12: “Trabajen en paz para ganarse el pan”
Hermanos:
Ya saben ustedes cómo tienen que imitar nuestro ejemplo: no vivimos entre ustedes sin trabajar, nadie nos dio de balde el pan que comimos, sino que trabajamos y nos cansamos día y noche, a fin de no ser carga para nadie. Y no porque no tuviera yo derecho a pedirles el sustento, sino para darles un ejemplo que imitar. Porque cuando vivimos con ustedes les dimos esta norma: El que no quiera trabajar, que no coma. Porque nos hemos enterado de que algunos viven sin trabajar, sin hacer nada, y entrometiéndose en todo. Pues a estos les mandamos y recomendamos, por el Señor Jesucristo, que trabajen en paz para ganarse el pan.
Lc 21,5-19: “Gracias a la constancia salvarán sus vidas”
En aquel tiempo, algunos hablaban del templo, admirados de la belleza de sus piedras y de las ofrendas que lo adornaban. Jesús les dijo:
— «Esto que ustedes contemplan, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido».
Ellos le preguntaron:
— «Maestro, ¿cuándo será eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?»
Él contestó:
— «Cuidado con que nadie los engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: “Yo soy”, o bien: “El momento está cerca”. No vayan tras ellos. Cuando oigan noticias de guerras y de revoluciones, no tengan pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida».
Luego les dijo:
— «Se alzará nación contra nación y reino contra reino, habrá grandes terremotos y, en diversos países, epidemias y hambre. Habrá también cosas espantosas y grandes señales en el cielo.
Pero, antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, entregándolos a las sinagogas y a la cárcel, y los harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Así tendrán ocasión de dar testimonio de mí.
Hagan el propósito de no preocuparse por su defensa, porque yo les daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ninguno de sus adversarios.
E incluso serán traicionados por sus padres, y parientes, y hermanos, y amigos. Y a algunos de ustedes los matarán, y todos los odiarán por causa mía.
Pero ni un cabello de su cabeza se perderá. Gracias a la constancia salvarán sus vidas».
II. APUNTES
La construcción del segundo Templo de Jerusalén había sido iniciada el año 19 a.C. por Herodes el Grande. Se alzaba sobre las ruinas del primer Templo, construido por el rey Salomón casi diez siglos antes sobre la colina más alta de Jerusalén, el monte Moria, y destruido en el siglo VI a.C. por los babilonios. Para el momento en que los discípulos de Jesús comentan sobrecogidos de asombro la grandiosidad y belleza de este edificio, el imponente Templo llevaba ya 46 años en construcción.
Pero más allá del espectáculo impresionante que a la vista ofrecía el Templo, su significado para el pueblo de Israel era de una trascendencia tremenda. El Templo de Jerusalén era considerado la “casa del Señor”, el lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo, y como tal, era el centro del culto divino para Israel, lugar de peregrinación de todo judío fiel que con su familia acudía «todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua» (Lc 2,41).
En aquel Templo el Señor Jesús cuando niño fue presentado y consagrado a Dios por sus padres, cuarenta días después de su nacimiento (ver Lc 2,22s). Con Él iban anualmente al Templo para la fiesta de la Pascua judía (ver Lc 2,41). Fue allí, en la «casa de mi Padre» (Lc 2,49), donde María y José lo encontraron luego de perderse cuando tenía doce años, rodeado de doctores de la ley que alababan su precoz sabiduría (ver Lc2,42ss).
Para cuando ya adulto el Señor se encuentra en el mismo Templo seguido de sus discípulos, aquella obra maestra de arquitectura arranca palabras de encomio y admiración de algunos. Mas el Señor no responde como uno podría esperar, alabando también Él la majestuosidad del Templo, sino que en cambio lanza su mirada al futuro y anuncia su completa y total destrucción: «Esto que ustedes contemplan, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido».
Esta dura e inesperada predicción la lanza el Señor en el contexto de su ya próxima Pascua. En efecto, “su hora”, el momento de su Pasión, Muerte y Resurrección, se hallaba ya cercano. No es de sorprender, pues, que el pensamiento del Señor estuviese puesto en las cosas que habían de venir.
El anuncio del Señor produjo una evidente inquietud: «¿Cuándo será eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?» La pregunta de los discípulos es doble. En primer lugar preguntan cuándo tendrá lugar la destrucción del Templo, e inmediatamente añaden la pregunta sobre el fin del mundo. La importancia del Templo para los judíos era tal que en la mente de los discípulos su destrucción era la antesala del fin del mundo y del advenimiento final del Mesías.
La respuesta del Señor no implicaba que uno y otro acontecimiento estuviesen estrechamente unidos en el tiempo, pero tampoco excluía la posibilidad. En su respuesta hace una distinción entre el momento de la destrucción del Templo y el fin del mundo: «eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida» (Lc 21,9). Y si para la destrucción del Templo el Señor anunciaba que «no pasará esta generación hasta que todo esto suceda» (Lc 21,32), para el fin del mundo y su vuelta gloriosa el Señor afirmaba: «de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mc 13,32).
El primero de los sucesos anunciados ocurrió el año 70 d.C., durante la primera generación de cristianos, tal y como lo había anunciado el Señor. Guerras y revoluciones precedieron a la destrucción del Templo. En Jerusalén se encendieron muchas agitaciones internas, azuzadas por mesías políticos que prometían liberar al pueblo elegido del dominio extranjero. Cansados de las continuas sediciones judías los romanos decidieron arrasar la ciudad santa de Jerusalén y destruir el Templo. Desde entonces en el judaísmo ya no hay Templo, ni holocausto, ni sacrificio. Lo único que subsistió a aquella terrible devastación fue una parte del fundamento de aquel magnífico edificio, conocido hoy como “el muro de los lamentos”.
Otros serán los signos que precedan el fin del mundo: «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria» (Lc 21,25-27).
Finalmente advierte el Señor a sus discípulos que antes de sobrevenir el fin del mundo sufrirán una fuerte persecución por causa de su Nombre. La perseverancia será decisiva en medio de las duras pruebas: «Gracias a la constancia salvarán sus vidas».
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Ser cristiano o cristiana en el mundo de hoy no es cosa fácil. Quienes quieren ser de Cristo, quienes optan por tomar en serio sus enseñanzas y buscan instaurarlo todo en Él, experimentan inmediatamente la oposición, la burla, el desprecio, el rechazo o la persecución no sólo de los enemigos de Cristo, sino incluso de amigos y familiares.
A quien tiene el coraje de profesar su fe viviendo una vida coherente con el Evangelio de Jesucristo se le acusa no pocas veces de “tomarse las cosas demasiado en serio”, invitándosele a no ser “tan fanático”. La presión recibida por los cristianos para que se acomoden al estilo de vida mundana que “todos” llevan es fuerte y persistente, más aún cuando se busca ser coherente. Un cristiano así será perseguido, pues «es un reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible, lleva una vida distinta de todas» (Sab 2,14-15).
A nuestros hijos se les invita continuamente a pensar y actuar “como todos los demás”, a seguir “las modas”, a confundirse con el montón, a traicionar sus anhelos más profundos de felicidad, a silenciarlos llevando una vida superficial o inmoral, a vivir sumergidos en la borrachera que producen los placeres, o el poder o el tener.
Ante la abierta o también sutil pero intensa e incesante persecución que sufrimos y sufriremos los católicos, tenemos dos posibilidades: o nos amoldamos al mundo y a sus criterios, haciendo lo que todos hacen y pensando como todos piensan para pasar desapercibidos, o perseveramos firmes en la fe, confiados en el Señor, aunque ello nos cueste “sangre, sudor y lágrimas”, aunque nos cueste de momento la dolorosa incomprensión de nuestros familiares o amigos, con la conciencia de que con nuestra perseverancia estaremos ganando la vida eterna que el Señor nos tiene prometida (ver Lc 21,19).
¿Cuál es mi opción? ¿Estoy dispuesto a perseverar en la vida cristiana contra viento y marea?
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Ambrosio: «Era muy cierto que había de ser destruido el templo construido por los hombres; porque nada hay de lo hecho por los hombres que no sea destruido por la vejez, o derribado por la fuerza, o consumido por el fuego. Sin embargo, hay otro templo, a saber, la sinagoga, cuya obra antigua se destruyó al levantarse la Iglesia. También hay un templo en cada uno de nosotros, que se destruye cuando falta la fe y principalmente cuando alguno invoca en falso el nombre de Jesucristo, lo que violenta su conciencia».
San Gregorio: «El Señor dice los males que habrán de ocurrir antes del fin del mundo para que, anunciados así, se inquieten menos los hombres en lo futuro. Hieren menos las flechas que se previenen… Las guerras son propias de los enemigos, y las sediciones de los ciudadanos, para que sepamos, pues, que seremos turbados exterior e interiormente, dice que tendremos que sufrir de nuestros enemigos y de nuestros hermanos».
San Cipriano: «Éste es el precepto de nuestro Señor y Maestro: El que persevere hasta el fin se salvará… Es necesario, hermanos muy queridos, tener paciencia y perseverar, para que, después de haber sido admitidos a la esperanza de la verdad y de la libertad, podamos alcanzar esa misma verdad y libertad; porque el hecho de ser cristianos nos exige la fe y la esperanza; pero, para que esta fe y esta esperanza puedan obtener su fruto, nos es necesaria la paciencia. Pues nosotros no buscamos la gloria presente, sino la futura… La esperanza y la paciencia son necesarias para llevar a buen término lo que hemos empezado, y para alcanzar lo que esperamos y creemos apoyados en la promesa divina».