Dies Domini

DOMINGO XXX ORDINARIO: “Es preciso orar siempre, sin desfallecer”

I. LA PALABRA DE DIOS

I. LA PALABRA DE DIOS

Eclo 35,15-17.20-22: “La oración del humilde atraviesa las nubes”

El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no favorece a nadie en perjuicio del pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano ni las quejas insistentes de la viuda; sus penas consiguen su favor, y su grito llega hasta el cielo; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan; no desiste hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia.

Sal 33,2-3.17-19. 23: “Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha”

Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren.

El Señor se enfrenta con los malhechores,
para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita,
el Señor lo escucha
y lo libra de sus angustias.

El Señor está cerca de los atribulados,
salva a los abatidos.
El Señor redime a sus siervos,
no será castigado quien se acoge a Él.

2Tim 4,6-8.16-18: “Me aguarda la corona merecida”

Querido hermano:

Yo estoy a punto de ser sacrificado, y el momento de mi partida es inminente. He peleado bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que esperan con amor su venida gloriosa.

La primera vez que me defendí, nadie me asistió, todos me abandonaron. Que Dios los perdone.

Pero el Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar ínte­gro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los paganos. Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino celestial.

¡A Él sea la gloria por siempre! Amén.

Lc 18,9-14: “El publicano bajó a su casa justificado; el fariseo, no”

En aquel tiempo, para algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:

— «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su inte­rior:

“¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás, ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.

El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo:

“¡Oh Dios!, ten compasión de mí que soy un pecador”.

Les digo que este último bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se engrandece será humillado, y el que se humilla será engrandecido».

 

II. APUNTES

La voz fariseo proviene del hebreo parash que significa separado, segregado. Con este nombre se denominó, probablemente a fines del sigo II a.C., a una secta de origen religioso que se segregó del resto del pueblo de Israel con la finalidad de observar estrictamente la Ley de Moisés. Como se ve en el Evangelio, los fariseos estaban convencidos de que ellos alcanzaban el perdón de Dios y la salvación mediante esta minuciosa observancia de la Ley y de todas las normas y prescripciones derivadas de ella. Su piedad era muy estimada por el pueblo, y se los saludaba con mucho respeto en las plazas. A los más preparados se les llamaba Rabí, es decir, Maestro. En cuanto al estudio de la Torá ampliaban tanto el alcance de las leyes que muchas normas resultaban imposibles de cumplir para los judíos comunes. Entre otras cosas, guardaban escrupulosamente el sábado, insistían en la oración ritual, en el ayuno y el diezmo, en la conservación de la pureza ritual.

No es difícil imaginar que la gran tentación para ellos era la de despreciar a quienes no vivían las exigencias de la Ley y las numerosas normas y observancias que con el tiempo la tradición farisaica había acumulado. Es justamente a los fariseos que «teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás», que el Señor dirige la parábola de la oración del fariseo y del publicano en el Templo.

Los publicanos eran los recaudadores de impuestos y derechos aduaneros con que Roma gravaba a los pueblos sometidos a su dominio. Los tributos no los cobraban empleados romanos. El cobro se arrendaba a pobladores particulares, quienes a su vez subcontrataban a otros empleados a su servicio. Los publicanos eran lógicamente aborrecidos por el pueblo debido a la arbitrariedad y abuso con que procedían en el cobro de los impuestos. Por su oficio eran considerados, además, como hombres “impuros” (ver Mt 18,17). Como tales se les tenía como hombres despreciados y rechazados por Dios mismo. El trato con ellos debía evitarse y era causa de escándalo. A ellos sólo les quedaba rodearse de la compañía de otros “pecadores” como ellos (ver Mt 9,10-13; Lc 3,12ss; 15,1).

Ahora podemos entender mejor el remezón profundo que debió haber ocasionado la parábola del Señor entre sus oyentes. A diferencia de lo que los fariseos pensaban y enseñaban, el Señor Jesús enseña que es el arrepentimiento y la humilde súplica del pecador la que obtiene el perdón de los pecados y la justificación por parte de Dios, no así la “autosalvación” proclamada por los fariseos, la “autojustificación” alcanzada por los propios esfuerzos en el cumplimiento perfecto de las normas de la Ley. El desprecio de todos aquellos que no son “perfectos como él” no hace sino desenmascarar la soberbia que se oculta en semejante actitud y que finalmente impide que el fariseo pueda ser justificado por Dios.

El Señor concluye su parábola con una fuerte lección de humildad: «todo el que se engrandece será humillado, y el que se humilla será engrandecido».

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

El Señor tiene una intención muy clara cuando contrapone la oración del fariseo a la del publicano: educar a quienes se tenían por justos y despreciaban a los demás. Esta actitud la conocemos con el nombre de soberbia.

Si queremos una breve definición de la soberbia podemos decir con San Juan Clímaco que se trata del «amor desordenado de la propia excelencia». Este amor desordenado por uno mismo lleva al desprecio de los demás, y también al desprecio de Dios. El fariseo se considera justo y justificado por sus obras buenas, por cumplir con la Ley. Con su “oración” —que en realidad es un monólogo autosuficiente— se yergue ante Dios y se atribuye a sí mismo el lugar de Dios para juzgarse merecedor de la salvación. Con la intención de vivir una vida muy religiosa ha terminado desplazando a Dios y ocupando su lugar. Y como estima en demasía su propia excelencia, juzga y desprecia a quienes no son como él.

¿Cuántas veces tenemos actitudes semejantes? En efecto, de muchas maneras se manifiesta mi soberbia, por ejemplo, cuando me cuesta ver o reconocer mis propios defectos o pecados, cuando me creo justo porque “no hago mal a nadie”, o acaso porque “cumplo con el precepto dominical de ir a Misa” y rezo de vez en cuando algunas oraciones.

Por otro lado, ¡que fácil me resulta ver los defectos de los demás! Critico, juzgo, me lleno de prejuicios y amarguras contra los que no hacen las cosas como yo exijo, con tanta facilidad hablo mal de los demás condenando sus defectos y errores mientras que con mis propios defectos y equivocaciones soy tan indulgente. Y si alguien se atreve a corregirme por algo que objetivamente he hecho mal, me molesto, reacciono con cólera y rechazo su corrección con el soberbio argumento de “¿y quién eres tú para corregirme a mí?”. ¿Cuántas veces he tomado una necesaria corrección como si fuese un insulto o una grave afrenta? ¡Qué difícil se nos hace reconocer que hemos faltado, que hemos hecho mal! ¿Cuántas veces me niego a pedir perdón pues “sería como rebajarme” o “mostrar un signo de debilidad”, o porque estoy esperando a que el otro “me pida perdón primero”?

Sí, hay en cada uno de nosotros una profunda raíz de soberbia, raíz que debemos arrancar. Y no hay otro modo de vencer la soberbia sino ejercitándonos en la virtud contraria: la humildad.

La humildad es andar en verdad, es reconocer nuestra pequeñez ante Dios, nuestra absoluta dependencia de Él. La humildad es reconocerme pecador ante Dios, necesitado de su misericordia, de su perdón y de su gracia. En cuanto al prójimo, es no creerme más, ni mejor, ni superior a nadie.

¿Quieres crecer en humildad? No dejes de acudir a Dios para pedirle que perdone tus pecados. Asimismo, procura acoger toda corrección con humildad. No respondas mal a quien te haga ver un error o un defecto tuyo, no te justifiques, guarda silencio y acoge lo que de verdad tiene la corrección. Si has actuado mal, pide perdón con sencillez. Y si alguien te ha ofendido, perdónalo en tu corazón. No te resistas a perdonar a quien te pide perdón. Asimismo proponte no juzgar a nadie, pues sólo el Señor conoce lo que hay en los corazones. Examínate con frecuencia a ti mismo y fíjate en tus propios defectos, para que antes que criticar a los demás por sus defectos busques primero cambiar los tuyos.


IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Agustín: «Observa sus palabras [del fariseo] y no encontrarás en ellas ruego alguno dirigido a Dios. Había subido en verdad a orar, pero no quiso rogar a Dios, sino ensalzarse a sí mismo, e insultar también al que oraba. Entre tanto el publicano, a quien alejaba su propia conciencia, se aproximaba por su piedad».

San Gregorio: «De cuatro maneras suele demostrarse la hinchazón con que se da a conocer la arrogancia. Primero, cuando cada uno cree que lo bueno nace exclusivamente de sí mismo; luego cuando uno, convencido de que se le ha dado la gracia de lo Alto, cree haberla recibido por los propios méritos; en tercer lugar cuando se jacta uno de tener lo que no tiene y finalmente cuando se desprecia a los demás queriendo aparecer como que se tiene lo que aquéllos desean. Así se atribuye a sí mismo el fariseo los méritos de sus buenas obras».

San Agustín: «Porque la soberbia nos había herido, nos sana la humildad. Vino Dios humilde para curar al hombre de la tan grave herida de la soberbia, vino el Hijo de Dios en figura de hombre y se hizo humildad. Se te manda, pues, que seas humilde. No que de hombre te hagas bestia; Él, siendo Dios se hizo hombre; tú, siendo hombre, reconoce que eres hombre; toda tu humildad consiste en conocerte a ti mismo… Tú, siendo hombre, quisiste hacerte Dios para perecer; Él siendo Dios, quiso hacerse hombre para buscar lo que había perecido. A ti no se te manda ser menos de lo que eres, sino: “conoce lo que eres”; conócete débil, conócete hombre, conócete pecador; conoce que Él es quien justifica, conoce que estás mancillado. Aparezca en tu confesión la mancha de tu corazón y pertenecerás al rebaño de Cristo».

San Juan Crisóstomo: «Aunque hagas multitud de cosas bien hechas, si crees que puedes presumir de ello perderás el fruto de tu oración. Por el contrario, aun cuando lleves en tu conciencia el peso de mil culpas, si te crees el más pequeño de todos, alcanzarás mucha confianza en Dios. Por lo que señala la causa de su sentencia cuando añade (Sal 50,19): “Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla, será ensalzado”».

 

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

Tres parábolas del Señor sobre la oración

2613: San Lucas nos ha transmitido tres parábolas principales sobre la oración:

La primera, «el amigo importuno», invita a una oración insistente: «Llamad y se os abrirá». Al que ora así, el Padre del cielo «le dará todo lo que necesite», y sobre todo el Espíritu Santo que contiene todos los dones.

La segunda, «la viuda importuna», está centrada en una de las cualidades de la oración: es necesario orar siempre, sin cansarse, con la paciencia de la fe. «Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿Fechas específicas sobre la tierra?»

La tercera parábola, «el fariseo y el publicano», se refiere a la humildad del corazón que ora. «Oh Dios, diez compasión de mí que soy pecador». La Iglesia no cesa de hacer suya esta oración: «Kyrie eleison!».

Los actos del penitente

1450: «La penitencia mueve al pecador a sufrir todo voluntariamente; en su corazón, contrición; en la boca, confesión; en la obra, toda humildad y fructífera satisfacción» (Catecismo Romano).

La contrición

1451: Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es «un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar» (Concilio de Trento).

La confesión de los pecados

1455: La confesión de los pecados, incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro.

La satisfacción

1459: Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó. Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe «satisfacer» de manera apropiada o «expiar» sus pecados. Esta satisfacción se llama también «penitencia».

VI. OTRAS REFLEXIONES DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE

A continuación ponemos a su disposición otras reflexiones: