I. LA PALABRA DE DIOS
Sab 2, 12.17-20: “Lo condenaremos a muerte humillante.”
Los malvados dijeron entre sí:
— «Tendamos una trampa al justo, veamos si sus palabras son verdaderas, comprobando el desenlace de su vida. Si el justo es hijo de Dios, lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos; lo someteremos a humillación y tortura, para comprobar su resistencia y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte humillante, pues, según dice, Dios lo protegerá».
Sal 53, 3-6.8: “El Señor sostiene mi vida”
Oh Dios, sálvame por tu nombre,
sal por mí con tu poder.
Oh Dios, escucha mi súplica,
atiende mis palabras.
Porque unos insolentes se alzan contra mí,
y hombres violentos me persiguen a muerte,
sin tener presente a Dios.
Pero Dios es mi auxilio,
el Señor sostiene mi vida.
Te ofreceré un sacrificio voluntario,
dando gracias a tu nombre, que es bueno.
Stgo 3, 16-4, 3: “Los que procuran la paz están sembrando la paz, y su fruto es la justicia”
Queridos hermanos:
Donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y toda clase de males.
La sabiduría que viene de arriba ante todo es pura y, además, es amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras, constante, sincera.
Los que procuran la paz están sembrando la paz, y su fruto es la justicia.
¿De dónde proceden las guerras y las peleas entre ustedes? ¿No es precisamente de esas pasiones que luchan en su interior? Ustedes ambicionan, y no obtienen, matan y sienten envidia pero no pueden conseguir nada y entonces combaten y hacen la guerra.
No obtienen lo que quieren porque no se lo piden a Dios; y si se lo piden, no lo reciben porque lo piden mal, pues lo quieren para derrocharlo en sus placeres.
Mc 9, 30-37: “Si quieres ser el primero, sé el servidor de todos”
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía:
— «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará».
Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaum, y, una vez en casa, les preguntó:
— «¿De qué discutían por el camino?»
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo:
— «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos».
Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
— «El que recibe a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado».
II. APUNTES
En la primera lectura escuchamos un discurso confabulatorio entre hombres inicuos que, cegados por su odio, traman el mal contra un hombre justo. Deciden someterlo al tormento y a una muerte afrentosa, porque les incomoda que les eche en cara su maldad. Su ensañamiento contra el justo es, además, un desafío a Dios mismo, pues dicen con sorna: «según él, Dios le salvará».
Imposible no pensar en la confabulación que llevó a la crucifixión al Señor Jesús. Él, el Justo por excelencia, es sometido al ultraje, al tormento y a la muerte afrentosa por quienes no resisten que repruebe su modo de obrar. También de Él dirán con sorna al pie de la Cruz: «Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: “Soy Hijo de Dios”» (Mt 27, 43).
En la raíz del odio, de todo espíritu de contienda, de los deseos de venganza, de la violencia contra los inocentes, de las envidias y rivalidades, están «esas pasiones que luchan en el interior» de cada uno (2ª. lectura). Las luchas externas son consecuencia y manifestación de una lucha invisible, que se libra en el interior de la persona misma. Toda falta de armonía y reconciliación personal se exterioriza en una actitud agresiva y conflictiva para con los demás. Ante esta realidad, que es fruto del pecado, el apóstol invita a abandonar cualquier espíritu de contienda abriéndose a «la sabiduría que viene de arriba». Vivir de acuerdo a los criterios del “mundo” lleva a guerras y divisiones. En cambio, vivir de acuerdo a las enseñanzas divinas trae la paz y lleva a una convivencia pacífica, que deviene en frutos buenos. Un cambio de mentalidad es necesario para la conversión.
Nadie está libre de esta lucha interior, alentada por las pasiones desordenadas. También los apóstoles experimentan las «pasiones que luchan en su interior», la ambición que lleva a querer ser “el primero” en lo que se refiere a puestos de honor, de poder, de dignidad. La ambición de la primacía, el deseo de querer estar por encima de los demás, entrampa a los discípulos en una poco fraternal discusión: ¿quién de ellos es el más importante? Llegados a casa, el Señor les pregunta sobre lo que andaban discutiendo por el camino. El Señor lo sabe, pero quiere que ellos mismos expongan a la luz lo que pretendían discutir “entre ellos”. Ninguno responde. Todos callan por vergüenza. Entonces el Señor convoca a sus apóstoles, une en torno a sí a quienes la discusión por los primeros puestos ha dividido, atrae a aquellos que necesitan aprender a dominar y encauzar rectamente aquella pasiones que, de lo contrario, servirán tan solo para encender envidias y promover rivalidades y divisiones entre ellos.
Una vez reunidos en torno a Él, los invita a una profunda conversión mediante el “cambio de mente”: deben despojarse de criterios que responden a pasiones desordenadas y revestirse de “la sabiduría que viene de arriba”. Según esta sabiduría, tan opuesta a la mentalidad del mundo, «quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». A quienes Él llama y destina a asumir los “primeros puestos” en su Iglesia, los invita a comprender que este puesto de gobierno es ante todo un puesto de servicio. Deben cuidarse muy bien de no tomar estos puestos como una ocasión para alimentar su orgullo y vanidad, para sentirse superiores a los demás, para someter a los demás. Una vez revestidos del poder de Cristo, habrán de ser servidores de todos, imitando al Maestro que no vino a ser servido sino a servir y dar la vida en rescate por todos.
Con un gesto el Señor refuerza su enseñanza: llamando a un niño y poniéndolo en medio, abrazándolo con ternura para luego decir: «El que recibe a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado».
El niño, en términos sociales, no tenía valor alguno en la sociedad judía. Mas Dios no rechaza a los pequeños, a los insignificantes, a los que “no tienen poder alguno” ni disfrutan de primeros puestos, honores y grandezas humanas. Recibir a un niño “sin valor” es recibir a Cristo mismo, y con Él al Padre. Los Apóstoles no sólo deberán hacerse como niños, sino acoger y proteger a los “niños” o pequeños como lo hace el mismo Señor.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Las pasiones son fuerzas interiores que Dios mismo puso en su criatura humana, fuerzas que le mueven a conquistar el bien o a apartarse del mal. El pecado introduce un serio desorden en el ser humano, por el que las pasiones son puestas a su servicio al punto que pareciera que son ellas las que arrastran al ser humano al mal.
El ser humano buscará siempre su bien y en cambio se apartará de lo que entiende es malo para él. Mas las pasiones ‘arrastran’ al mal cuando éste se presenta al entendimiento como un bien, en cambio apartan del bien objetivo cuando éste aparece al entendimiento como un mal. Esta confusión y cambio, que lleva a ver el mal objetivo como algo “bueno para mí” o el bien objetivo como algo “malo para mí”, es posible por el “entenebrecimiento de nuestra mente” (ver Rom 1, 21) o “escotosis” producida por el pecado.
Cuando debido a este proceso de ilusión y auto-engaño el mal aparece ante mi propio entendimiento como “bueno para mi”, la voluntad y las fuerzas pasionales se despiertan con el fin de obtenerlo. De este modo las pasiones son puestas muchas veces al servicio del pecado y nos llevan a nuestra propia destrucción (Ver Eclo 19, 4), cuando Dios las ha puesto en nosotros para servir a nuestra auténtica realización humana, servir a nuestro perfeccionamiento para llegar a ser lo que Él nos ha llamado a ser: hijos suyos, partícipes de su misma naturaleza divina (Ver 2 Pe 1, 4).
Detrás de nuestras pasiones desordenadas que nos llevan al mal hay que buscar el criterio equivocado. «¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre ustedes?», pregunta Santiago, y responde: de la codicia y envidia, de pensar que es un mal para mí que el otro posea un bien que yo no tengo, y que me hará feliz si lo despojo y me apodero de lo que él tiene y yo ambiciono. Pensar que el bien del otro es un mal para mí es un criterio equivocado, un pensamiento errado, que lleva a la división, a las peleas, discordias, y es generador de todo tipo de males.
También los discípulos del Señor Jesús fueron víctimas de un criterio equivocado que despertó en ellos la pasión, que suscitó el deseo y la ambición de alcanzar los primeros puestos para “ser superiores a los demás”. Pensaban acaso: “eres más si gozas de fama, de honor, de poder, si alcanzas los primeros puestos, si los demás están al servicio de tus caprichos personales”. ¿No es éste el criterio del ‘mundo’, que alienta la ambición? “Para ser ‘alguien’ en la vida tienes que triunfar, tienes que alcanzar los primeros puestos, tienes que ejercer dominio sobre los demás… así serás feliz.”
El Señor nos invita a cambiar este y cualquier otro criterio equivocado y sustituirlo por “la sabiduría que viene de lo Alto”: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos». No enseña a huir de los puestos de importancia, o a no buscarlos, pero invita a purificar la motivación, a no buscar los primeros puestos con el fin de enaltecerse uno a sí mismo. El Señor enseña la necesidad de vivir la humildad, e invita a buscar hacer de los “primeros puestos” un puesto de servicio, a valerse de ellos para elevar a los demás.
Quien piensa como el Señor, que siendo Dios no ha venido a ser servido sino a servir, quien descubre que el bien propio está en buscar el bien de los demás, podrá reordenar sus pasiones y encontrará en ellas una fuerza extraordinaria para trabajar al servicio de los demás, para construir la paz, para ser artesano de reconciliación en el mundo.
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Beda: «Parece que la disputa de los Apóstoles sobre la primacía surgió de haber visto que Pedro, Santiago y Juan habían sido llevados con preferencia al monte, y que allí se les había confiado algo en secreto; y que a Pedro según refiere San Mateo (cap. 16) le habían sido prometidas las llaves del reino de los cielos. Viendo, pues, el Señor el pensamiento de sus discípulos, cuida de corregir con la humildad el deseo de gloria, enseñando con autoridad que no debe buscarse la primacía sino por el ejercicio de una sencilla humildad».
San Juan Crisóstomo: «Los discípulos ambicionaban alcanzar honores del Señor y deseaban ser enaltecidos por Cristo, porque cuanto más elevado está el hombre, es más digno de ser honrado. Por esto el Señor no puso obstáculo al deseo de sus discípulos, sino que los condujo a la humildad».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
El sacerdocio ministerial es para el servicio
894: «Los obispos, como vicarios y legados de Cristo, gobiernan las Iglesias particulares que se les han confiado no sólo con sus proyectos, con sus consejos y con ejemplos, sino también con su autoridad y potestad sagrada», que deben, no obstante, ejercer para edificar con espíritu de servicio que es el de su Maestro.
1551: “Esta función (del sacerdocio ministerial), que el Señor confió a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio” (LG 24). Está enteramente referido a Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor de los hombres y de la comunidad de la Iglesia. El sacramento del Orden comunica “un poder sagrado”, que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad debe, por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor de todos.
La autoridad es para el servicio
1917: Corresponde a los que ejercen la autoridad reafirmar los valores que engendran confianza en los miembros del grupo y los estimulan a ponerse al servicio de sus semejantes. La participación comienza por la educación y la cultura. «Podemos pensar, con razón, que la suerte futura de la humanidad está en manos de aquellos que sean capaces de transmitir a las generaciones venideras razones para vivir y para esperar» (GS31, 3).
2235: Los que ejercen una autoridad deben ejercerla como un servicio. «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro esclavo» (Mt 20, 26). El ejercicio de una autoridad está moralmente regulado por su origen divino, su naturaleza racional y su objeto específico. Nadie puede ordenar o establecer lo que es contrario a la dignidad de las personas y a la ley natural.
2236: El ejercicio de la autoridad ha de manifestar una justa jerarquía de valores con el fin de facilitar el ejercicio de la libertad y de la responsabilidad de todos. Los superiores deben ejercer la justicia distributiva con sabiduría, teniendo en cuenta las necesidades y la contribución de cada uno y atendiendo a la concordia y la paz. Deben velar por que las normas y disposiciones que establezcan no induzcan a tentación oponiendo el interés personal al de la comunidad.