Año C – Tiempo Ordinario – Semana 23 – Domingo
4 de Setiembre del 2016
I. LA PALABRA DE DIOS
Sab 9, 13-19: “¿Qué hombre conoce los proyectos de Dios?”
¿Qué hombre conoce los proyectos de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere?
Los pensamientos de los mortales son frágiles, e inseguras nuestras reflexiones; porque el cuerpo mortal es un peso para el alma, y esta morada terrena oprime a la mente que medita. Apenas conocemos las cosas terrenas y con trabajo encontramos lo que está a nuestro alcance, pues, ¿quién rastreará las cosas del cielo? ¿Quién conocerá tu designio, si tú no le das sabiduría, enviando tu santo espíritu desde el cielo?
Sólo así se enderezaron los caminos de quienes habitan la tierra, los hombres aprendieron lo que te agrada, y la sabiduría los salvó.
Sal 89, 3-6.12-14 y 17: “Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación”
Tú reduces el hombre a polvo,
diciendo: «Retornen, hijos de Adán».
Mil años en tu presencia
son un ayer, que pasó;
una vela nocturna.
Los siembras año por año,
como hierba que se renueva:
que florece y se renueva por la mañana,
y por la tarde se marchita y se seca.
Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato.
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?
Ten compasión de tus siervos.
Por la mañana sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo.
Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos.
Fil 9-10. 12-17: “Por el Evangelio sufro la prisión”
Querido hermano:
Yo, Pablo, ya anciano y ahora también prisionero por Cristo Jesús, te recomiendo a Onésimo, mi hijo, a quien he engendrado en la prisión; te lo envío como si te enviara mi propio corazón.
Me hubiera gustado retenerlo junto a mí, para que me sirviera en tu lugar, en esta prisión que sufro por el Evangelio; pero no he querido retenerlo sin contar contigo; así me harás este favor, no a la fuerza, sino con libertad.
Quizá él te abandonó por breve tiempo, precisamente para que ahora lo recuperes para siempre; y no como esclavo, sino mucho mejor: como hermano muy querido.
Si yo lo quiero tanto, cuánto más lo has de querer tú, como hombre y como cristiano. Si me consideras compañero tuyo, recíbelo a él como si me recibieras a mí.
Lc 14, 25-33: “Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío”
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; Él se volvió y les dijo:
— «Si alguno viene a mí y no me ama más que a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío.
Así, ¿quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, una vez puestos los cimientos, no pueda acabarla y se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: “Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de terminar”.
¿O qué rey, si va a dar batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no puede, cuando el otro está todavía lejos, envía delegados para pedir condiciones de paz.
Lo mismo ustedes: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío».
II. APUNTES
El Señor Jesús es acompañado por mucha gente: «grandes multitudesiban con Él», dice el texto griego, literalmente traducido.
Es de notar que el Evangelista no dice que estas multitudes «lo seguían». Este término San Lucas lo reserva exclusivamente para los discípulos, y establece una diferencia entre quienes solamenteacompañan al Señor Jesús sin comprometerse radicalmente con Él y quienes “lo siguen” o “caminan detrás de Él”, es decir, quienes lo toman como guía y maestro, quienes viven de acuerdo a sus enseñanzas y ejemplo. Si los primeros son multitud, los más comprometidos suelen ser tan sólo unos pocos.
¿A qué se debe que sean tan pocos los seguidores comprometidos del Señor? Ser discípulo de Cristo es sumamente exigente. El Señor habla con claridad de las exigencias de este seguimiento y afirma que no puede ser su discípulo quien no “odia” o “aborrece” a quienes más debería amar, es decir, a «su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas». Utilizamos el término “odiar” pues es la traducción literal de la palabra griega misei, utilizada por el Evangelista.
Sin embargo, no hay que entender esta expresión en sentido literal, como si el Señor Jesús exigiese un sentimiento de odio hacia las personas más queridas. Se trata, en cambio, de un modo de expresión hebreo para significar que el amor a Él debe estar por encima de todo otro amor o afecto humano, por más fuerte que ese amor sea. Por tanto, el Señor Jesús exige hacia su persona un amor supremo por el que el discípulo debe estar dispuesto a sacrificar incluso los vínculos más sagrados.
Pero las exigencias para el discípulo no se detienen allí: el que quiera seguir al Señor Jesús debe estar dispuesto asimismo a posponerse«incluso a sí mismo», es decir, a renunciar a su propia vida antes que negar al Señor. En resumen, el discípulo debe estar dispuesto a renunciar a lo que uno más se apega por amor a Él.
¿Pero cómo puede exigir el Señor Jesús un amor semejante? ¿No es esto una arrogancia inaudita, puro fanatismo? ¿En qué se diferencian sus exigencias de las de muchos exaltados caudillos que a lo largo de la historia han exigido a sus seguidores sacrificarlo todo y sacrificarse por ellos? Ciertamente sería puro fanatismo si Jesucristo fuese un hombre más, pero no lo es si Él verdaderamente es Dios. En este caso la exigencia del Señor Jesús coincide plenamente con el primer mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Dt 6, 4-5; ver Lc 10,27). Quien ama al Señor Jesús sobre todo, no hace otra cosa que amar a Dios sobre todo y sobre todos.
Este amor supremo exigido por el Señor Jesús no se opone al recto amor debido a los padres, mujer, hijos, hermanos, o hacia sí mismo, sino que al contrario reordena esos amores y los lleva a su plenitud. Quien ama al Señor sobre todo, aprende a amar como Él y con sus mismos amores. Quien ama a Dios sobre todo y se nutre de ese amor divino, llega a amar plenamente como ser humano, con un amor que viene de Dios mismo. Quien en cambio no ama a Dios sobre todo, sino que antepone cualquier amor humano o amor egoísta al amor a Dios, manifestado en Cristo Jesús, queda vaciado del amor verdadero, quedará finalmente solo, defraudado, vacío.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Como entonces, también hoy los que “van con Cristo” por el camino son una muchedumbre. ¡Los católicos somos más de mil millones en el mundo entero! ¿Pero cuántos de entre esos millones de católicos bautizados son verdaderamente discípulos de Cristo?
En su Evangelio Lucas marca una diferencia fundamental entre “seguir” al Señor e “ir con Él de camino”. El que “va de camino” con Cristo lo ve como un gran hombre, un maestro sabio, alguien que acaso tiene que resolver inmediatamente sus problemas cuando sufre, pero que no se compromete con Él a fondo. ¡Cuántos lo siguen sólo mientras todo va bien, pero dejan de acompañarlo cuando sienten cansancio y fatiga, o cuando tienen otros asuntos “más importantes” que atender (ver Mt 22, 3-5), o cuando el lenguaje del Señor se torna “demasiado duro” (ver Jn 6, 60.66), cuando las exigencias y renuncias que propone son demasiado costosas (ver Mc10, 21-22)! Sí, son muchedumbre los que acompañan al Señor un trecho, mientras no les pida sino aquello que están dispuestos a darle, mientras no les pida cargar sino la cruz que ellos quieren elegir y están dispuestos a cargar. En realidad, lo buscan y lo acompañan mientras algo puedan obtener de Él: una milagrosa curación (ver Mc 1, 32-37), un bien material (ver Lc 12, 13), la pronta solución de un problema, etc.
El seguimiento del Señor implica, en cambio, estar con Él siempre, implica seguirlo adonde Él vaya, permanecer junto a Él en las buenas y en las malas, no sólo cuando todo resulta fácil sino también cuando la cuesta se hace empinada. Y yo, ¿abandono al Señor cuando me pide “demasiado”? ¿Lo abandono por aferrarme a mis bienes materiales? ¿Antepongo el amor humano al amor al Señor? ¿Prefiero “sentirme querida”, consintiendo una situación de pecado, en vez de vivir como Él me enseña?
El Señor Jesús amó a María tanto como ningún hijo podrá jamás amar a su madre. Sin embargo, su amor al Padre lo llevó a cumplir fielmente su misión, aunque ello significase separarse de su Madre totalmente y verla sufrir tanto al pie de la Cruz. Su inmenso amor a María no fue un obstáculo para dar la vida, para sacrificarse Él mismo en favor de la humanidad entera. Al contrario, el amor a su Madre y a cada uno de nosotros lo impulsó a entregarse totalmente al cumplimiento de su misión reconciliadora.
Seguir verdaderamente al Señor Jesús implica necesariamente hacerse su discípulo, es decir, tomarlo como Maestro, ponerse a la escucha de sus enseñanzas, aprender de su estilo de vida, asumir sus criterios de juicio, su visión de la realidad, su aproximación a las cosas y a las personas. Ser discípulo de Cristo implica por sobre todo entrar en un proceso de transformación interior, sólo posible por la acción del Espíritu Santo en nosotros, proceso por el que nos vamos asemejando cada vez más a Él (ver Ef 4, 13; Gál 2, 20).
A quien quiera ser cristiano no sólo de nombre sino también de hecho, el Señor le pide amarlo a Él por sobre todas las cosas y personas, por más sagrados e intensos que sean los vínculos que nos unen a ellas. Al amarlo a Él sobre todo y sobre todos, el Señor Jesús nos enseña que el amor a nuestros padres, parientes, amigos y a todos los seres humanos se purifica, se eleva, adquiere finalmente una dimensión divina. Ese amor durará por toda la eternidad.
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Gregorio: «El alma se enardece cuando oye hablar de los premios de la gloria y quisiera encontrarse allí, en donde espera gozar eternamente. Pero los grandes premios no pueden alcanzarse sino por medio de grandes trabajos».
San Ambrosio: «No manda el Señor desconocer la naturaleza, ni ser cruel e inhumano, sino condescender con ella, de modo que veneremos a su autor y que no nos separemos de Dios por amor de nuestros padres».
San Gregorio: «Aborrecemos con razón nuestra vida cuando no condescendemos con sus deseos carnales, cuando contrariamos sus apetitos y resistimos a sus pasiones. Ahora, puesto que despreciada se vuelve mejor, viene a ser amada por el odio».
San Beda: «Hay diferencia entre renunciar a todas las cosas y dejarlas, porque es de un pequeño número de perfectos el dejarlas —esto es, posponer los cuidados del mundo— mientras que es de todos los fieles el renunciarlas —esto es, tener las cosas del mundo de tal modo que por ellas no estemos ligados al mundo—».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
Llamados a ser discípulos de Cristo
520: Toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo (ver Rom15, 5; Flp 2, 5): Él es el «hombre perfecto» que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anonadamiento, nos ha dado un ejemplo que imitar; con su oración atrae a la oración; con su pobreza, llama a aceptar libremente la privación y las persecuciones (ver Mt 5, 11-12).
562: Los discípulos de Cristo deben asemejarse a Él hasta que Él crezca y se forme en ellos (ver Gál 4, 19).
618: Él llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16, 24) porque Él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1 Pe 2, 21). Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor:
Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo (Sta. Rosa de Lima).
1816: El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella, sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: «Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia» (LG 42).
2544: Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a Él respecto a todo y a todos y les propone «renunciar a todos sus bienes» (Lc 14, 33) por Él y por el Evangelio. Poco antes de su Pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir. El precepto del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los Cielos.
VI. TEXTOS DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE
“Dice el Señor Jesús que ‘nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios’. Hay que perseverar hasta el fin con los ojos fijos en el Señor, nuestra victoria. No basta comenzar, ni siquiera llegar a la mitad del camino, ni aun avanzar algo más. Lo que cuenta es llegar hasta el final: ‘He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe’. San Gregorio presenta una analogía que conviene recordar: ‘No alcanza el premio de la victoria el que corre velozmente gran parte del espectáculo, si al acercarse a la meta no completa lo que le falta. Tampoco sirve de mucho iniciar y recorrer un largo camino hacia algún lugar, si no se puede finalmente llegar hasta él. Y los que buscamos la vida eterna, ¿qué otra cosa hacemos sino recorrer ciertos caminos por los que nos afanamos en alcanzar la Patria celestial? ¿Y de qué sirve que recorramos trechos tan largos, si dejamos sin recorrer los que nos faltan para llegar?’ ¡Y en todo esto, qué mejor ejemplo que la vida del mismo Señor Jesús, que llegó hasta el fin, lo dio todo y nos amó hasta el extremo!
De ahí la importancia de poner bien los cimientos. Si estos son sólidos, aguantarán el crecimiento y las vicisitudes que los puedan remecer. El ejercicio de la perseverancia requiere de corazones templados y recios, hábitos fuertemente arraigados que, aun en momentos difíciles, nos permitan actuar con coherencia y mantenernos en el camino de la Vida. Aquellas manzanas que están por dentro podridas y roídas por gusanos no aguantan la fuerza de un remezón y caen del árbol antes de tiempo; en cambio, las sanas y fuertes llegan a madurar y son un fruto excelente. Ser perseverantes implica erradicar todos los gusanos que puedan debilitar nuestro interior, dejar fortificar ‘el corazón con la gracia’ para que arraiguen en él la fe, la esperanza y alcanzar así la perfección de la caridad: la santidad”.
(Ignacio Blanco Eguiluz, El camino de la santidad. Vida y Espiritualidad, Lima 2009)