Dies Domini

DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO: “El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”

I. LA PALABRA DE DIOS

Jer 20,7-9: “La Palabra del Señor era en mis entrañas fuego ardiente”

Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me venciste.

Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que hablo tengo que gritar: “Violencia”, proclamando: “Destrucción”. La palabra del Señor se ha convertido para mí en constante motivo de insulto y burla.

Yo me dije: “No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre”; pero ella era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en mis huesos; intentaba contenerlo, y no podía.

Sal 62,2-9: “Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío”

Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti
como tierra reseca, sedienta, sin agua.

¡Cómo te contemplaba en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!
Tu gracia vale más que la vida,
te alabarán mis labios.

Toda mi vida te bendeciré
y alzaré las manos invocándote.
Me saciaré de manjares exquisitos,
y mis labios te alabarán jubilosos.

Porque fuiste mi auxilio,
y a la sombra de tus alas canto con júbilo;
mi alma está unida a ti,
y tu diestra me sostiene.

Rom 12, 1-2: “Sea éste su culto espiritual: presentar sus cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios”

Los exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar sus cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; sea éste su culto espiritual.

Y no se adapten a los criterios de este mundo, sino transfórmense por la renovación de la mente, para que sepan discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo agradable, lo perfecto.

Mt 16, 21-27: “El que pierda su vida por mí, la encontrará”

En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por causa de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.

Pedro se lo llevó aparte y se puso a reprenderlo:

— «¡No te lo permita Dios, Señor! Eso no te puede pasar».

Jesús se volvió y dijo a Pedro:

— «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios».

Entonces dijo Jesús a sus discípulos:

— «El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.

Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará.

¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?

¿O qué podrá dar para recobrarla?

Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta».

 

II. APUNTES

Luego de reconocer ante Pedro y los demás Apóstoles que Él es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Señor les anuncia algo tremendo, algo que rompe totalmente sus esquemas mentales, algo que se opone radicalmente al concepto que tenían del Mesías: en Jerusalén será rechazado por «los ancianos, sumos sacerdotes y escribas» —es decir, el Sanedrín en pleno—, será ejecutado y resucitará al tercer día.

El Señor muestra un conocimiento antelado de lo que sucederá en Jerusalén. Sin embargo, más fuerte que el temor de afrontar ese terrible momento es el deseo y propósito firme de cumplir el Plan del Padre: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). El Señor se muestra decidido: Él debe ir a Jerusalén a morir allí (ver Lc 13,33). La obediencia a Dios está por encima de todo: Él está dispuesto a ofrecer el cruento sacrificio de su propia vida para la reconciliación de la humanidad entera con Dios (ver Mt 26,39.42).

En la mente de los Apóstoles la muerte ignominiosa de su Mesías era impensable, imposible: «Eso no te puede pasar». El Mesías enviado por Dios tenía que instaurar el Reino de Dios en la tierra. En algún momento Jesús debía mostrar toda su gloria, sería proclamado Rey, asumiría el liderazgo de su pueblo y rodeado de fulgores celestes y acompañado de huestes angélicas sometería finalmente y para siempre a los enemigos de Israel. Y ellos, claro está, estarían a su lado, gozando de su triunfo, de su gloria, de su poder.

El Señor sabía que así pensaban también sus más íntimos discípulos, y por ello se hacía necesario ahora corregir su equivocado concepto y cambiarles la mentalidad: Él, el Hijo de Dios, compartiría la misma suerte de tantos profetas que lo precedieron (ver Mt 21,33-39; ver 1ª lectura). Tal como estaba anunciado en la Escritura, Él tendría que padecer mucho para entrar en su gloria (ver Lc 24, 25-27). El Mesías no era, pues, el rey triunfal en quien ilusoriamente tenían puesta toda su expectativa, sino el Siervo sufriente de quien Isaías había anunciado con varios siglos de anticipación: «Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados» (Is 53,5).

También Pedro pensaba no como Dios, sino como los hombres, es decir, como los judíos nacionalistas de su época. También él esperaba que Jesús fuese un liberador político, por ello el anuncio del Señor choca frontalmente con sus expectativas. ¿Cómo es posible que Aquél que ha venido a liberar a Israel del dominio político de Roma y de las naciones paganas diga ahora que morirá de mala muerte en Jerusalén? ¡Imposible que el liberador de Israel, el elegido de Dios, sea derrotado! Porque así pensaba, «se lo llevó aparte y se puso a reprenderlo: “¡No te lo permita Dios, Señor! Eso no te puede pasar”». Pedro se resiste a aceptar el anuncio del Maestro. En vez de cuestionar sus ideas, se aferra tercamente a ellas y se cree con el deber de llamarle la atención al Señor.

La reacción del Señor ante la actitud de Pedro es tajante, radical y severa: «se volvió y dijo a Pedro: “Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar”».

“Se volvió” no indica solamente un movimiento corporal sino un rechazo interior que entraña cierta violencia. El Señor rechaza violentamente lo que Él entiende que no viene de Dios. Las palabras que dirige el Señor a Pedro abonan en ese sentido: «Quítate de mi vista, Satanás». Son palabras de rechazo frontal, cortantes, que no dan lugar a diálogo alguno.

Lo que la versión litúrgica traduce por “quítate de mi vista” se traduce literalmente del griego como “retírate detrás de mí” o también “marcha detrás de mí”. No es el Señor quien debe seguir a Pedro, sino Pedro quien debe seguir al Señor Jesús.

Impresiona cómo el Señor llama de pronto “Satanás” a quien poco antes proclamaba como piedra, roca sólida sobre la cual Él edificaría su Iglesia. En arameo shatán tenía el sentido de “adversario, enemigo, acusador”, y la raíz shtn “impedir”, “hostigar”, “oponerse”. Satanás era como se le llamaba al Demonio, al Diablo, por ser el principal adversario y enemigo de Dios. Satanás es en esta ocasión también Pedro, puesto que al reprender al Señor se opone a la realización de los designios divinos y se convierte de este modo en enemigo de Dios. Como tal, el Señor lo rechaza duramente, sin miramientos.

La traducción “me haces tropezar” procede de la palabra griega skandalonSkandalon era propiamente el gatillo movible de una trampa. Por extensión se aplicaba a la trampa misma o también a cualquier obstáculo situado en un camino, una “piedra de tropiezo”. Figurativamente se decía también de toda persona o cosa por la que uno era llevado al error o pecado (ver Mt 18,6). Jesús acusa a Pedro de ser para Él un obstáculo en su camino, una piedra de tropiezo, una ocasión para caer o desviarse de los Planes divinos. Él desenmascara y rechaza esa trampa satánica. Su camino no conduce a la gloria humana: el camino a la verdadera gloria no será otro que el de la Cruz.

Luego de reprimir duramente a Pedro el Señor se dirige a sus discípulos para declararles: «El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». El suplicio de la cruz había sido introducido en la Palestina por los romanos, aplicándose «en especial a los promotores de movimientos populares que muy a menudo se inspiraban en ideales mesiánicos» (G. Ricciotti). El Señor no anuncia la gloria humana a sus seguidores. Les pide “negarse a sí mismos”, lo que implicaba —si tomamos en cuenta el contexto en el que fueron pronunciadas aquellas palabras— un dejar de lado todo ideal nacionalista, un renunciar a la gloria humana, al honor y al poder mundano del que esperan gozar al lado del Mesías glorioso (ver Mc 10,37), un dejar de lado toda ambición y deseo de grandeza política para participar en cambio del destino ignominioso de un condenado: cargar su propia cruz para ser ejecutado en ella.

 

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Pedro y los Apóstoles esperaban encontrar la gloria humana, la fama y el poder al lado del Señor. No querían renunciar a su idea de un Mesías triunfante y glorioso, poderoso rey y caudillo. Confiaban que Él pronto instauraría el Reino de los Cielos en el mundo. Con el favor de Dios, rodeado de huestes angélicas, derrotaría sin esfuerzo a los enemigos de Israel, sometiéndolos definitivamente a su dominio. Cristo debía triunfar, humanamente hablando, y ellos estarían con Él, gozarían de su gloria, participarían de su espectacular triunfo.

Mas el Señor les habla de otra cosa, radicalmente opuesta: deben prepararse para el rechazo, para sufrir la ignominia, para afrontar el fracaso humano, para ser perseguidos como unos malhechores y para morir por Cristo y por el Evangelio.

Es verdad que quisiéramos que en la vida cristiana todo fuese cuesta abajo, un “camino de rosas” sin espinas. Pero he aquí que el Señor advierte a quien quiera seguirlo que debe disponerse a transitar un camino sembrado de espinas, a veces muy punzantes: burlas, incomprensión, críticas furiosas, desprecio, rechazo, persecución, incluso la muerte. ¿Por qué? Porque quien quiera vivir como Cristo enseña, se encontrará con la mentalidad de un mundo que no resiste la presencia del Señor, que lo odia, que no admite sus enseñanzas, que no admite que Él pueda poseer y, menos aún, ser La Verdad.

Hoy que tanto se invoca la tolerancia para dar la bienvenida incluso a lo que es moralmente aberrante, no se tolera ni a Cristo ni a quienes son sus discípulos de verdad, aquellos que se toman en serio las enseñanzas de Cristo y no se adaptan a los criterios de este mundo, sino que se transforman por la renovación de la mente, para discernir y vivir de acuerdo a «lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (ver Rom 12,1-2).

Si quieres ser discípulo de Cristo, prepárate para la prueba. Encontrarás en tu camino oposición, resistencia, incluso persecución, abierta o encubierta. Todo ello traerá sin duda una cuota de dolor a tu vida. Pero, ¿qué hacer con esas espinas que encontrarás en el camino? Acéptalas, asume serenamente el dolor que ellas te produzcan, pues quien quiere alcanzar la corona de la vida eterna y la gloria que sólo Cristo puede ofrecer, debe aceptar también la corona del dolor que purifica, que eleva, que hace crecer y madurar hasta alcanzar la misma estatura de Cristo.

Por ello, en el fiel seguimiento del Señor, acoge las espinas que encontrarás en el camino. No les temas. No les huyas. Sus heridas son superficiales. Teje con ellas una corona y ciñe con ellas tu corazón, a semejanza del Señor y de tu Madre amada. Esas espinas florecerán con rosas de inmortalidad y de auténtica realización. No son espinas que destruyen, como aquellas que portan las “rosas del mundo” y sus placeres. Esas espinas sí son venenosas. Yacen ocultas detrás de las rosas y traicioneramente te hieren cuando menos lo esperas. ¡Considéralo bien! Las rosas que recoge el mundo para hacerse una corona de gloria se marchitan, se deshojan, y finalmente sólo quedan las espinas que punzarán eternamente. Mas con las espinas que los discípulos de Cristo encontramos en el camino, es al revés. Éstas, aceptadas con paciencia y fortaleza, ocultan las blancas rosas que de botones devienen en armoniosas y bellas flores.

 

IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Gregorio Magno: «Porque el que no se niega a sí mismo no puede aproximarse a aquel que está sobre él. Pero si nos abandonamos a nosotros mismos, ¿adónde iremos fuera de nosotros? ¿O quién es el que se va, si se abandona a sí mismo? Nosotros somos una cosa caídos por el pecado y otra por nuestra naturaleza original. Nosotros nos abandonamos y nos negamos a nosotros mismos, cuando evitamos lo que fuimos por el hombre viejo y nos dirigimos hacia donde nos llama nuestra naturaleza regenerada».

San Juan Crisóstomo: «Como quiera que los ladrones también sufren mucho, el Señor, a fin de que nadie tenga por suficientes esa clase de sufrimientos de los malos, expone el motivo del verdadero sufrimiento, cuando dice: “Y me siga”. Todo lo debemos sufrir por Él y de Él debemos aprender sus virtudes. Porque el seguir a Cristo consiste en ser celoso por la virtud y sufrirlo todo por Él».

San Hilario: «Debemos, pues, seguir al Señor, tomando la cruz de su pasión si no en la realidad, al menos con la voluntad».

 

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

La muerte de Cristo es el sacrificio único y definitivo

613: La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres por medio del «cordero que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29) y el sacrificio de la Nueva Alianza que devuelve al hombre a la comunión con Dios reconciliándole con Él por «la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26,28).

614: Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios. Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo. Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre por medio del Espíritu Santo, para reparar nuestra desobediencia.

En la cruz, Jesús consuma su sacrificio

616: El «amor hasta el extremo» (Jn 13,1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida. «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2Cor 5,14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.

Nuestra participación en el sacrificio de Cristo

618: La Cruz es el único sacrificio de Cristo «único mediador entre Dios y los hombres» (1Tim 2,5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, «se ha unido en cierto modo con todo hombre». Él «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual». Él llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16,24) porque Él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1Pe 2,21). Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor: Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al Cielo (Sta. Rosa de Lima).