I. LA PALABRA DE DIOS
Prov 9, 1-6: “Coman de mi pan y beban el vino que he mezclado”
La sabiduría ha construido su casa, ha tallado sus columnas, ha preparado el banquete, ha mezclado el vino y puesto la mesa; ha mandado a sus criadas para que lo anuncien en los puntos que dominan la ciudad: «Los inexpertos, que vengan aquí, quiero hablar a los faltos de juicio: “Vengan a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado; dejen la inexperiencia y vivirán, sigan el camino de la prudencia”».
Sal 33, 2-3.10-15: “Gusten y vean qué bueno es el Señor”
Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren.
Todos sus santos, teman al Señor,
porque nada les falta a los que le temen;
los ricos empobrecen y pasan hambre,
los que buscan al Señor no carecen de nada.
Vengan, hijos, escúchenme:
los instruiré en el temor del Señor;
¿hay alguien que ame la vida
y desee días de prosperidad?
Guarda tu lengua del mal,
tus labios de la falsedad;
apártate del mal, obra el bien,
busca la paz y corre tras ella.
Ef 5, 15-20: “Déjense llenar del Espíritu”
Hermanos:
Observen atentamente cómo están procediendo ustedes; no sean necios, sino sabios, aprovechando el tiempo presente, porque los días son malos. Por eso, no sean irreflexivos; antes bien, traten de descubrir cuál es la voluntad del Señor.
No se emborrachen con vino, que lleva al libertinaje, sino déjense llenar del Espíritu. Reciten, alternando, salmos, himnos y cánticos inspirados; canten y toquen para el Señor de todo corazón. Y den siempre gracias a Dios Padre, por todo, en nombre de nuestro Señor Jesucristo.
Jn 6, 51-58: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
— «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».
Los judíos discutían entre sí:
— «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?».
Entonces Jesús les dijo:
— «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí, y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de sus padres, que lo comieron, y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
II. APUNTES
Luego de haber dicho de sí mismo que Él era el verdadero Pan del Cielo, Pan vivo que da la vida a quien lo coma, el Señor añade que ese pan del que habla «es mi carne».
Esta afirmación es tremenda, suscitando el inmediato escándalo y alboroto de la multitud de judíos que lo seguían y escuchaban. «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Esta pregunta no busca comprender, sino expresar la protesta ante una afirmación que resulta inadmisible, tomada en sentido literal: ¿el Señor está proponiendo un acto de antropofagia? ¿Cómo se puede aceptar algo semejante? ¿O había que entender sus palabras de otro modo, en sentido tan sólo figurativo?
A la reacción escandalizada de sus oyentes el Señor en ningún momento responde cambiando su afirmación, tampoco suavizándola o matizándola, sino que al contrario la subraya y reafirma, exponiéndola con más fuerza y con un realismo extremo. Su respuesta no dará posibilidad alguna a que lo dicho por el Señor se deba comprender en sentido figurado. Inicia su respuesta diciendo: «amén, amén les digo que…», que la versión litúrgica traduce por «les aseguro que…» y otras versiones traducen por «en verdad, en verdad les digo que…». Se trata de una fórmula introductoria solemne utilizada por los maestros judíos cuando querían dar el peso de verdad absoluta a sus enseñanzas. Nuestro “amén” procede de la misma palabra hebrea que significa algo así como “yo afirmo solemnemente esto”. El Señor Jesús, haciendo uso de la expresión “amén, amén”, sin duda quería afirmar solemnemente ante sus oyentes la verdad absoluta de sus enseñanzas, dejando en claro que no se trataba de un lenguaje metafórico o simbólico.
En seguida reafirma lo dicho anteriormente e introduce otro elemento nuevo que hace más escandalosa aún la anterior afirmación, si todavía cabe serlo: «si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes». ¡Ya no sólo se trata de comer su carne, sino que además tienen que beber su sangre!
Para aquellos oyentes esto debía sonar espantoso, brutal, abominable. ¿Cómo podían además beber su sangre? Dios mismo, refiriéndose a la carne de los animales, había mandado a los hijos de Israel por medio de Moisés: «dejarán de comer la carne con su alma, es decir, con su sangre» (Gén 9, 3-4). Según la creencia de aquel pueblo, la vida se encontraba en la sangre: «la sangre es la vida, y no debes comer la vida con la carne» (Dt12, 23). Y aunque la prohibición se refería a la carne y sangre de animales, permite entender el espanto de muchos oyentes al escuchar estas palabras del Señor, siendo que a su entender planteaba algo tan abominable como comer carne y beber sangre humanas. ¿No se habría vuelto loco? Fuera de toda duda, esta afirmación tomada en sentido literal, resultaba absolutamente escandalosa e inaceptable para todos.
Mas al decir que debían beber también su sangre el Señor Jesús acaso quiere llevarlos a ahondar en la comprensión plena de sus tremendas afirmaciones. La expresión “carne y sangre”, al referirse al ser humano, era para los judíos lo mismo que decir el hombre, entero y vivo (ver Mt 16, 17), equivale a decir ningún ser humano. El Señor Jesús deja entrever que el Pan que Él va a dar a sus discípulos es su misma Persona, que lo que ofrecerá no es tan sólo un pedazo de carne inerte, sino que en ese Pan se entregará todo Él, vivo y viviente, a fin de comunicar su misma vida a quien crea en Él y lo coma.
Que el Señor no quiere dar pie a que se entienda que se trata tan sólo de una metáfora se deduce asimismo por el hecho de cambiar de verbo al referirse al acto de “comer su carne”. En un primer momento (vv. 48-53) utiliza la palabra griega fáguete, que significa comer en general. Una vez que los judíos protestan entre sí porque el Señor afirma que les dará de comer su carne, el Señor utiliza otro verbo para reforzar la necesidad de comer verdaderamente su carne. En el v. 54 utiliza la palabra trogó, que significa masticar, triturarla comida con los dientes. Por tanto, sus palabras no deben ser entendidas en un sentido simbólico, sino real. Verdaderamente hay que comerlo, masticarlo.
Asimismo debe entenderse la negación de cualquier valor metafórico cuando el Señor añade: «Mi carne es verdadera (gr.: alethés) comida, y mi sangre es verdadera bebida». Al decir verdadera quiere decir que no se trata, por tanto, de una comida y de una bebida metafórica, simbólica.
Si las palabras del Señor se entienden de la Eucaristía, resultan claras, evidentes y contundentes. ¿De qué otro modo podía dar a comer su carne y beber su sangre a sus discípulos? Esto quedaría claro en la noche de la última Cena, cuando el Señor tomó pan, «y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: “Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío”. De igual modo, después de cenar, la copa, diciendo: “Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros”» (Lc 22, 19-20)
La insistencia del Señor para que sus palabras no fuesen tomadas en sentido figurado o simbólico debe entenderse referida a la Eucaristía: el pan eucarístico no es un símbolo, sino que es verdaderamente el cuerpo y la sangre de Cristo, es el Pan Vivo que lo contiene a Él, sacrificado y resucitado. Es así como lo entendieron y transmitieron los cristianos que conocieron al Señor o a sus Apóstoles, aquellos que le creyeron al Señor y creyeron en Él.
En cuanto a la primera lectura, podemos decir brevemente que la Iglesia ha visto siempre una referencia a la Eucaristía en la personificación de la sabiduría que invita al banquete del pan y del vino, signo del banquete escatológico prometido por Dios.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Muchos bautizados han dejado de ir a Misa los Domingos porque no le encuentran el sentido, el valor, la importancia, la trascendencia. Muchos lo consideran como una pérdida de tiempo. Algunos se justifican diciendo: “yo ya fui a Misa para toda mi vida”, o “para qué ir a la iglesia si a Dios igual lo encuentro en todos lados”, o dejan de ir porque “me aburre”. Ciertamente es muy fácil encontrar cosas “más divertidas” o “más importantes” que hacer. ¿Quién no desea los Domingos, luego de una semana agitada y cansadora, descansar hasta tarde, relajarse, divertirse un poco, “hacer algo”, pasarla en familia o con los amigos? No faltan tampoco aquellos a quienes agobian las tareas pendientes o el estudio exigente que los deja “sin tiempo” para ir a Misa.
No podemos olvidar que la Misa, antes que buscar ser una “obligación impuesta por la Iglesia”, es un espacio de encuentro con el Señor que se hace presente en medio de nosotros en el magno Milagro de la Eucaristía. ¡Es Dios que viene a nuestro encuentro en el hoy de nuestra historia! ¡Cristo que en la apariencia de un humilde pan toca a la puerta del corazón como un mendigo, que viene a mí para nutrirme, para alimentarme, para fortalecerme, para acompañarme y consolarme, para cristificarme!
¡Cuántos en los momentos difíciles se quejan de que Dios los ha abandonado, de que no se ocupa de ellos, de que permanece indiferente ante sus sufrimientos! Sin embargo, cuando Él realmente se hace presente en medio de su pueblo y los espera cada Domingo para reunirlos en torno a su altar, le dicen una y otra vez: “hoy no tengo tiempo para ti”, “hoy prefiero dedicarme a mis cosas”, “la verdad, no me interesa recibir ese pan desabrido que Tú ofreces, dizque para darme la vida eterna”.
¿Cuántos se escandalizan o dejan de creer también hoy ante las palabras mismas del Señor, “les daré de comer mi carne y beber mi sangre”, que la Iglesia enseña se cumplen radical y plenamente en la Eucaristía? En cada Misa, actuando Cristo mismo en sus sacerdotes, «el pan y el vino, (son) convertidos por el poder del Espíritu Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1357). Y así, es Cristo mismo, crucificado y resucitado, quien verdaderamente se hace presente entre nosotros, en medio de nuestras asambleas, para ofrecerse a nosotros como verdadera comida y bebida.
¿Creo esto? ¿O me escandalizo yo ante esta afirmación tremenda? ¿Comprendo el verdadero peso de esta afirmación? ¿Le creo de verdad al Señor? ¿Le creo a su Iglesia? ¿Faltaríamos a una sola Misa Dominical, si de verdad le creyésemos que Dios está allí, que el Señor viene a nosotros para ser nuestro Alimento, nuestra fortaleza, para entrar en una profundísima comunión de amor con nosotros?
Para quien verdaderamente es de Cristo, para quien le cree y no se escandaliza de su duro lenguaje, la Misa se convierte en el corazón del Domingo. Nada será más importante para Él que ese encuentro semanal con el Señor de la Vida, nada más importante que recibirlo, comerlo, masticarlo, para tener en Él la vida eterna. ¿Hay algo más importante que eso? ¿La vida eterna? ¡Todo lo demás es tan pasajero, tan fugaz!
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Justino: «Llamamos a este alimento Eucaristía y nadie puede tomar parte en él si no cree en la verdad de lo que se enseña entre nosotros, si no ha recibido el Baño para el perdón de los pecados y el nuevo nacimiento [Bautismo], y si no vive según los preceptos de Cristo».
San Juan Crisóstomo: «No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas».
San Ambrosio: «Estemos bien persuadidos de que esto no es lo que la naturaleza ha producido, sino lo que la bendición ha consagrado, y de que la fuerza de la bendición supera a la de la naturaleza, porque por la bendición la naturaleza misma resulta cambiada… La palabra de Cristo, que pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? Porque no es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela».
San Juan Damasceno: «Preguntas cómo el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino… en Sangre de Cristo. Te respondo: el Espíritu Santo irrumpe y realiza aquello que sobrepasa toda palabra y todo pensamiento… Que te baste oír que es por la acción del Espíritu Santo, de igual modo que gracias a la Santísima Virgen y al mismo Espíritu, el Señor, por sí mismo y en sí mismo, asumió la carne humana».
San Agustín: «La Eucaristía es nuestro pan cotidiano. La virtud propia de este divino alimento es la fuerza de unión: nos une al Cuerpo del Salvador y hace de nosotros sus miembros para que vengamos a ser lo que recibimos».
San Agustín: «Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “amén” (es decir, “sí”, “es verdad”) a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir “el Cuerpo de Cristo”, y respondes “amén”. Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
Las palabras de Cristo se cumplen en la Eucaristía
1333: En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino que, por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Fiel a la orden del Señor, la Iglesia continúa haciendo, en memoria de Él, hasta su retorno glorioso, lo que Él hizo la víspera de su pasión: “Tomó pan…”, “tomó el cáliz lleno de vino…”. Al convertirse misteriosamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los signos del pan y del vino siguen significando también la bondad de la creación.
1338: Los tres evangelios sinópticos y S. Pablo nos han transmitido el relato de la institución de la Eucaristía; por su parte, S. Juan relata las palabras de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, palabras que preparan la institución de la Eucaristía: Cristo se designa a sí mismo como el Pan de Vida, bajado del cielo.
1355: En la comunión, precedida por la oración del Señor y de la fracción del pan, los fieles reciben “el pan del cielo” y “el cáliz de la salvación”, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó “para la vida del mundo” (Jn 6,51).
1375: Mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento. Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión.
1376: El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: “Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su Sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación” (DS 1642).
VI. OTRAS REFLEXIONES DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE
A continuación ponemos a su disposición otras reflexiones: