I. LA PALABRA DE DIOS
2Re 4, 42-44: “Comerán y sobrará”
En aquellos días, llegó un hombre de Baal-Salisá trayendo al profeta Eliseo el pan de las primicias, veinte panes de cebada y grano reciente en la alforja. Eliseo dijo:
— «Dáselos a la gente, que coman».
El criado replicó:
— «¿Qué hago yo con esto para cien personas?».
Elíseo insistió:
— «Dáselos a la gente, que coman. Porque así dice el Señor: Comerán y sobrará».
Entonces el criado se los sirvió, comieron y sobró, como había dicho el Señor.
Sal 144, 10-11.15-18: “Señor, nos sacias de favores”
Que todas tus criaturas te den gracias, Señor,
que te bendigan tus fieles;
que proclamen la gloria de tu reinado,
que hablen de tus hazañas.
Los ojos de todos te están aguardando,
tú les das la comida a su tiempo;
abres tú la mano,
y sacias de favores a todo viviente.
El Señor es justo en todos sus caminos,
es bondadoso en todas sus acciones;
cerca está el Señor de los que lo invocan,
de los que lo invocan sinceramente.
Ef 4, 1-6: “Un solo cuerpo, un Señor, una fe, un bautismo”
Hermanos:
Yo, el prisionero por el Señor, les ruego que vivan de una manera digna como pide la vocación a la que han sido llamados.
Sean siempre humildes y amables, sean comprensivos, sopórtense mutuamente por amor. Esfuércense en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a la que ustedes han sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios, y Padre de todos, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y está en todos.
Jn 6, 1-15: “Repartió a los que estaban sentados todo lo que quisieron”
En aquel tiempo, Jesús se fue a la otra orilla del mar de Galilea (o de Tiberíades). Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos.
Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos, y al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe:
— «¿Dónde compraremos panes para dar de comer a toda esta gente?»
Lo decía para ponerlo a prueba, pues bien sabía él lo que iba a hacer. Felipe le contestó:
— «Doscientos denarios no bastan, para que a cada uno le toque un pedazo de pan».
Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice:
— «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero, ¿qué es eso para tantos?»
Jesús dijo:
— «Digan a la gente que se siente».
Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; sólo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados; hizo lo mismo con el pescado y les dio todo lo que quisieron. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos:
— «Recojan los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie».
Los recogieron, y llenaron doce canastas con los pedazos que sobraron de los cinco panes de cebada. La gente entonces, al ver la señal milagrosa que había hecho, decía:
— «Éste sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo».
Jesús entonces, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña, Él solo.
II. APUNTES
La milagrosa multiplicación de unos panes (Evangelio) no era una novedad para el pueblo de Israel. Un milagro similar estaba ya consignado en el Antiguo Testamento (1ª lectura). En una ocasión el profeta Eliseo, contando con tan sólo veinte panes de cebada, alimentó con milagrosa holgura a un grupo de cien hombres. Por medio del profeta Dios realizaba lo que había anunciado: «comerán y sobrará».
Pero el Señor Jesús se presenta no sólo como un gran profeta, como lo fue Eliseo. El milagro recuerda asimismo el maná, “pan del cielo” con que Dios había alimentado a su pueblo por medio de Moisés, mientras duró su marcha por el desierto.
El Señor tampoco se presenta tan solo como el nuevo Moisés, sino más aún, como el Mesías-Rey prometido por Dios a su pueblo. En efecto, la multiplicación de panes sería uno de los “signos” que permitiría identificar al Mesías anunciado. El pueblo de Israel esperaba vivamente al Mesías que debía venir del desierto y obraría grandes señales y prodigios, inaugurando así su Reino y trayendo consigo una época de sobreabundancia para su pueblo (ver Zac 1, 17). La asombrosa multiplicación de unos cuantos panes y peces, así como la cantidad abundante de las sobras, eran una “señal” tan fuerte que indujo a la muchedumbre a ver en Él al «Profeta que tenía que venir al mundo». Es por eso que, «al ver la señal milagrosa que había hecho», quisieron proclamarlo rey. Negándose a ello, el Señor se retira a la montaña, que en la Escritura aparece siempre como lugar de oración y encuentro con Dios. Si bien Él es el Mesías-Rey prometido por Dios, su misión no es política, sino eminentemente espiritual.
Realizar el milagro de la multiplicación de los panes y peces tenía diversos sentidos. El primero era evidentemente el sentido material: alimentar a la muchedumbre hambrienta. Un segundo sentido era sin duda presentarse ante el pueblo como el Mesías esperado. Pero además sería el punto de partida para introducir a sus discípulos en una realidad misteriosa: Él era el Pan Vivo bajado del Cielo, un pan que daría la vida eterna a quien comiese de Él (ver Jn 6, 55-57).
La multiplicación de aquellos panes era el anticipo y preanuncio de la multiplicación de aquel otro Pan de Vida que es Él mismo, una multiplicación que Él ha venido realizando interrumpidamente desde la noche de la última Cena y que durará hasta el final de los tiempos. Esta multiplicación se realiza por medio de sus sacerdotes en cada Eucaristía. En ella se actualiza lo que el Señor Jesús hizo aquella memorable noche de pascua: «tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: “Este es mi Cuerpo que se da por vosotros; haced esto en memoria mía”» (1Cor 11, 23-24).
La Eucaristía, el Milagro permanente por el que el Señor también hoy continúa multiplicando el Pan de su propio Cuerpo y Sangre para alimentarnos y fortalecernos en el camino de la vida cristiana, construye la unidad que en Cristo y por Cristo hemos alcanzado y estamos llamados a conservar (2ª lectura).
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Desde aquella primera Eucaristía celebrada por el mismo Señor antes de entregar su Cuerpo y Sangre en el Altar de la Cruz, la Iglesia, siguiendo fielmente el mandato de su Señor y siguiendo la costumbre instituida por el mismo Señor cuando se apareció en medio de sus discípulos “el primer día de la semana” y luego “al octavo día”, celebra la Eucaristía cada Domingo. En ella parte y reparte también hoy a todos sus hijos el Pan de Vida (ver 1Cor 11, 23). ¡En cada Altar, en cada Misa, en cada lugar del mundo, también hoy el Señor realiza un Milagro asombroso: no multiplica ya un pan común, pero transforma el pan y vino que presentamos en su propio Cuerpo y Sangre!
¿Será posible tomar suficiente conciencia de este magno Milagro que sucede en cada Eucaristía? ¡Cuánta fe nos falta! Si comprendiésemos verdaderamente que Dios mismo, por amor a nosotros, se hace presente y se ofrece como alimento nuestro, ¿dejaríamos de participar una sola vez de la Misa dominical?
Pero hoy tristemente hay tantos católicos que no han llegado a comprender el real significado y valor de la Misa, de modo que a ella anteponen cualquier otra actividad diciendo: “no tengo tiempo”, “de chico ya fui a Misa para toda mi vida”, “me aburre”, “igual encuentro a Dios en mi casa”, etc. Y así, ya sea por ignorancia o por mediocridad, por pereza o por no darle importancia alguna, dejan de asistir al encuentro dominical con el Señor, dejan de recibir el Pan de Vida que es la fuente de nuestra fuerza para el caminar, así como también la garantía de vida eterna.
La fe viva de muchos hermanos y hermanas en la fe denuncian nuestra propia indiferencia y desidia ante este inmenso e inefable Misterio del Amor de Dios. Ellos nos invitan con su ejemplo a hacer de la Misa el corazón del Domingo. Nos cuestionan y enseñan con su ejemplo los mártires de Abitinia, un grupo de alrededor de 50 cristianos que desobedecieron la prohibición del Emperador romano de participar de la Misa. La pena era la muerte. Al ser preguntados por su desobediencia, respondieron: «¡Sin el Domingo no podemos vivir!». Prefirieron arrostrar la muerte antes que faltar a la Misa dominical, porque comprendían que en la Eucaristía Cristo mismo se hace presente, y que Él es para el cristiano la fuente de vida, de paz, de fortaleza, de amor y plenitud. Sin Él, la vida se marchita.
Al mirar la fe heroica y ejemplar de estos y de muchos otros cristianos, podemos preguntarnos: ¿qué valor tiene la Misa dominical para mí? ¿Hago de ella “el corazón del Domingo”? ¿La pongo por encima de todo? ¿Hago de ella el fundamento de mi vida personal y familiar?
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Hilario: «Se le ofrecen, pues, cinco panes a la multitud y se le distribuyen. Pero se observa que se aumentan los pedazos en las manos de los que los distribuyen. No se hacían más pequeños porque los partían, sino que siempre los pedazos llenaban las manos de los que estaban distribuyendo. Ni los sentidos, ni la vista podían seguir la marcha de aquello que sucedía. Es lo que no era, se ve lo que no se comprende y sólo queda creer que Dios puede hacer todas las cosas».
San Juan Crisóstomo: «No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
1335: Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía.
1350: La presentación de las ofrendas: entonces se lleva al altar, a veces en procesión, el pan y el vino que serán ofrecidos por el sacerdote en nombre de Cristo en el sacrificio eucarístico en el que se convertirán en su Cuerpo y en su Sangre. Es la acción misma de Cristo en la última Cena, “tomando pan y una copa”…
El Sacrificio sacramental: acción de gracias, memorial, presencia
1356: Si los cristianos celebramos la Eucaristía desde los orígenes, con una forma tal que, en su substancia, no ha cambiado a través de la gran diversidad de épocas y de liturgias, es porque nos sabemos sujetos al mandato del Señor, dado la víspera de su pasión: “haced esto en memoria mía” (1Cor 11, 24-25).
1357: Cumplimos este mandato del Señor celebrando el memorial de su sacrificio. Al hacerlo, ofrecemos al Padre lo que Él mismo nos ha dado: los dones de su Creación, el pan y el vino, convertidos por el poder del Espíritu Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo: así Cristo se hace real y misteriosamente presente.
1365: Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros» y «Esta copa es la nueva Alianza en mi Sangre, que será derramada por vosotros» (Lc 22, 19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo Cuerpo que por nosotros entregó en la Cruz, y la Sangre misma que «derramó por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28).