Dies Domini

DOMINGO XV ORDINARIO: “Amarás al Señor con todo tu corazón, y a tu prójimo como a ti mismo”

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10 de Julio del 2016

I. LA PALABRA DE DIOS

Dt 30,10-14: “La palabra está muy cerca de ti, para que la cumplas”

Moisés habló al pueblo, diciendo:

—«Escucha la voz del Señor, tu Dios, guardando sus preceptos y mandamientos, lo que está escrito en el libro de esta ley; conviértete al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma.

Porque este mandamiento que yo te prescribo hoy no es superior a tus fuerzas, ni inalcanzable; no está en el cielo, para que digas: “¿Quién de nosotros subirá al cielo para traerlo y nos lo enseñará, para que lo cumplamos?”; ni está más allá del mar, para que digas: “¿Quién de nosotros cruzará el mar para traerlo y nos lo enseñará, para que lo cumplamos?”

Pues, la palabra está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Para que la cumplas».

Sal 68: “Humildes, busquen al Señor, y revivirá su corazón”

Mi oración se dirige a ti,
Dios mío, el día de tu favor;
que me escuche tu gran bondad,
que tu fidelidad me ayude.
Respóndeme, Señor, con la bondad de tu gracia;
por tu gran compasión, vuélvete hacia mí.

Yo soy un pobre malherido;
Dios mío, tu salvación me levante.
Alabaré el nombre de Dios con cantos,
proclamaré su grandeza con acción de gracias.

Mírenlo, los humildes, y alégrense,
busquen al Señor, y revivirá su corazón.
Que el Señor escucha a sus pobres,
no desprecia a sus cautivos.

El Señor salvará a Sión,
reconstruirá las ciudades de Judá.
La estirpe de sus siervos la heredará,
los que aman su nombre vivirán en ella.

Col 1,15-20: “Todo fue creado por Él y para Él”

Cristo Jesús es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de Él fueron creadas todas las cosas: las del cielo y las de la tierra, visibles e invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por Él y para Él.

Él es anterior a todo, y todo se mantiene en Él. Él es también la cabeza del cuerpo: es decir, de la Iglesia.

Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en Él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por Él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, restableciendo la paz con su sangre derramada en la cruz.

Lc 10,25-37: “¿Quién es mi prójimo?”

En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba
—«Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?»
Él le dijo:
—«¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?»
Él contestó:
—«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo».
Él le dijo:
—«Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida eterna».
Pero el maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús:
—«¿Y quién es mi prójimo?»
Jesús dijo:
—«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos que lo asaltaron, lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, se desvió y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo se desvió y pasó de largo.
Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, sintió compasión, se le acercó, le vendó las heridas, después de habérselas limpiado con aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al encargado, le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”.
¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?»
Él contestó:
—«El que practicó la misericordia con él».
Jesús le dijo:
—«Vete, y haz tú lo mismo».

II. APUNTES 

Los maestros de la Ley, también conocidos como escribas o legistas y llamados con el título de Rabbí —que traducido significa “maestro grande”—, eran varones judíos que por amor a Dios consagraban su vida al estudio, conservación, aplicación y transmisión de la Ley mosaica. Eran, por tanto, hombres muy instruidos en esta materia.

En el Evangelio de Lucas leemos que uno de estos maestros de la Ley «se levantó» (según la traducción literal del texto griego) para hacerle una pregunta: «¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?». Probablemente estaba sentado entre sus discípulos, escuchando a Jesús, su doctrina y enseñanza. Con esta pregunta, según anota el evangelista, el legista tenía la intención de probar a Jesús.

El Señor responde al experto en la Ley con otra pregunta: «¿Qué está escrito en la Ley?». El cuerpo de la Ley contenía más de 600 mandamientos, positivos o negativos, leves o graves. El legista entiende que el Señor le está preguntando por el más importante de todos y responde: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo». El Señor entonces da por concluida la cuestión: «Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida eterna».

Quizá más de uno se habría preguntado por qué este hombre instruido hace una pregunta cuya respuesta es tan evidente y que él mismo ya conoce. El legista busca justificarse y justificar su pregunta planteando otra cuestión, al parecer bastante discutida entre los maestros de la Ley: «¿Quién es mi prójimo?». Los más radicales sostenían que sólo había que considerar como prójimos a los hijos de Abraham y herederos de la Alianza, mas no a los miembros de otros pueblos, como por ejemplo los samaritanos, quienes merecían más bien el odio y desprecio por parte de los judíos. Tampoco entrarían dentro de la categoría de “prójimos” los publicanos y las gentes de mala vida. Por tanto, el mandamiento del amor al prójimo no obligaría sino tan solo para con todo judío que no fuese un pecador público.

La respuesta del Señor vendrá mediante una parábola. La escena propuesta por el Señor se desarrolla en algún lugar del camino de Jerusalén a Jericó. Para llegar a Jericó desde la Ciudad santa había que recorrer unos veinticuatro kilómetros de distancia y descender unos mil metros de altura. Las muchas montañas y lugares escarpados en el trayecto permitían a los ladrones emboscar fácilmente a los viajeros. Esta escena debió entonces sonar muy familiar a sus oyentes: un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó fue emboscado, asaltado y dejado medio muerto a la vera del camino.

El Señor no especifica si el hombre asaltado y malherido es un judío o no, por tanto, podría representar a cualquier persona. Sin embargo, al decir que venía de Jerusalén, nadie pensaría que se trataba de un samaritano, sino más bien de un judío, y que por lo tanto debía ser considerado como “prójimo” por los judíos.

El sacerdote y el levita que pasan por el camino son ambos judíos al servicio del Templo, hombres que pensaban que dedicándole sus vidas amaban a Dios por sobre todas las cosas. Dicho sea de paso, el culto en el Templo de Jerusalén lo ejercían exclusivamente los miembros de la tribu de Leví, tribu separada por Dios para su servicio. Bajo la dirección del Sumo Sacerdote estos servidores se dividían en dos categorías: sacerdotes y levitas. Los sacerdotes ejecutaban los sacrificios de animales, los derramamientos de sangre y las quemas de incienso que Dios mismo había prescrito para el perdón de los pecados y purificación del pueblo. Los levitas ayudaban a los sacerdotes en la preparación y realización de sus funciones litúrgicas, haciéndose cargo asimismo de los servicios secundarios del Templo. Era común, además, que los sacerdotes y levitas “bajasen de Jerusalén” dado que muchos residían en ciudades vecinas. Luego de desempeñar sus funciones sagradas a lo largo de una semana, regresaban a sus pueblos.

El Señor no ha podido escoger mejor a sus personajes para proponer su parábola. Un sacerdote y un levita, al ver al malherido, dan un rodeo y pasan de largo. ¿No era éste su prójimo? ¿No debía esperar de ellos compasión y auxilio? Es paradójico que sean justamente ellos, quienes se dedican al servicio de Dios, los que dan un rodeo y pasan de largo sin ofrecer auxilio alguno al prójimo malherido.

Más paradójico aún resulta que sea un samaritano quien se compadece de él y lo auxilia, dedicándole su tiempo y gastando todo lo necesario para ayudarlo en su recuperación. Recordemos que entre judíos y samaritanos había una fuerte hostilidad. Y es precisamente un samaritano el que, en vez de endurecer el corazón y pasar de largo, se conmueve ante el sufrimiento y abandono de aquel hombre.

Más que discutir a quién ayudar y a quién no, quién es el prójimo a quien hay que amar o quién no, la parábola es una invitación al legista y a todos sus discípulos a hacerse próximode todos aquellos a quienes ve en necesidad, a no pasar de largo ante el sufrimiento ajeno, sino a vivir con todos la compasión y misericordia. Queda claro que para el Señor no cabe distinción alguna: todo ser humano debe ser considerado como prójimo.

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

La parábola del buen samaritano está situada en el contexto de una pregunta trascendental: «¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?» (Lc 10,25). La cuestión es esencial a todo ser humano. Se la hace toda persona que viene a este mundo y que toma conciencia de la finitud de su existencia: ¿no dura nuestra vida en la tierra unos pocos años? Sabemos que en un momento moriremos, ¿y luego qué? ¿Qué será de mí? ¿Qué será de mis seres queridos? La pregunta crea angustia, y por eso muchos prefieren evadirla “viviendo el momento” y “gozando de la vida” (ver Sab 2,1ss), o sumergiéndose en un activismo desenfrenado, o persiguiendo espejismos que al desaparecer los dejan cada vez más vacíos, tristes, desilusionados, o dejándose arrastrar por la vorágine de un mundo en cambio, o sucumbiendo a las falsas promesas de felicidad que ofrecen los ídolos del poder, placer y tener. Otros buscan hallar respuestas en tantas ofertas seudo-religiosas o filosóficas. Otros sencillamente ya no esperan nada después de la muerte, claudicando a toda esperanza de vida eterna.

Mas nosotros, hombres y mujeres de fe, creemos en Dios, creemos que todo proviene de Él y a Él todo se dirige. Y creemos también que Él en su Hijo nos ofrece a cada uno de nosotros la vida eterna (ver Jn 3, 16), mediante la participación de su misma vida y naturaleza divina (ver 2 Pe 1,4). Nosotros esperamos confiadamente «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1Cor 2,9).

Pero esta vida eterna que Dios nos ofrece y promete, hay que conquistarla. Dios nos ha dado el don de la libertad para acoger este regalo inaudito o para rechazarlo. ¿Cómo conquistar la vida eterna? ¿Qué debo hacer? Dios mismo nos enseña qué hacer, sus mandamientos son la clave: alcanzaremos la vida eterna amándolo a Él sobre todas las cosas y nutriendo en ese Amor un recto amor a nosotros mismos y al prójimo. El amor, vivido en todas sus dimensiones, es la clave para conquistar la vida eterna. Si amas, si abres tu corazón a Dios que es Amor (ver 1 Jn 4, 8.16), si acoges en tu corazón ese amor que Él derrama en ti por su Espíritu (ver Rom 5, 5) y lo expresas en tu vida diaria haciéndote prójimo, es decir, próximo y cercano a quienes necesitan de ti, el Señor te garantiza la vida eterna: «Haz esto y tendrás la vida eterna».

«Si una cosa hay que siempre nos asegurará el Cielo —decía la Madre Teresa de Calcuta—, son los actos de caridad y de generosidad con los que habremos llenado nuestra existencia. ¿Acaso sabremos jamás cuál es el bien que nos puede acarrear una simple sonrisa? Proclamamos como Dios acoge, comprende, perdona. Pero, ¿acaso somos nosotros la prueba viviente de ello? ¿Ven en nuestras vidas que esta acogida, esta comprensión, este perdón, son verdaderos? Seamos sinceros en nuestras mutuas relaciones; tengamos el valor de acogernos unos a otros tal como somos. No estemos sorprendidos o preocupados por nuestros fracasos ni por los de los demás; sino que procuremos antes ver el bien que hay en cada uno de nosotros; busquémosle, porque cada uno de nosotros ha sido creado a imagen y semejanza de Dios», y porque Cristo derramó su Sangre por cada uno de nosotros.

¿Cómo puedo amar al prójimo concretamente? El amor al prójimo se expresa especialmente con las obras de misericordia que «son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras espirituales de misericordia, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos. Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2447).

¡Hagamos también nosotros lo mismo que aquel buen samaritano! ¡Vivamos también la misericordia, no endurezcamos el corazón y hagámonos prójimos de quienes nos necesitan! Así estaremos amando verdaderamente a Dios y ganando para nosotros y para otros la vida eterna.

IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Agustín: «Se te manda que ames a Dios de todo corazón, para que le consagres todos tus pensamientos; con toda tu alma, para que le consagres tu vida; con toda tu inteligencia, para que consagres todo tu entendimiento a Aquel de quien has recibido todas estas cosas. No deja parte alguna de nuestra existencia que deba estar ociosa, y que dé lugar a que quiera gozar de otra cosa. Por lo tanto, cualquier otra cosa que queramos amar, conságrese también hacia el punto donde debe fijarse toda la fuerza de nuestro amor. Un hombre es muy bueno, cuando con todas sus fuerzas se inclina hacia el bien inmutable».

San Basilio Magno: «Hemos recibido el precepto de amar al prójimo como a nosotros mismos. Pero Dios ¿no nos ha dado también una disposición natural para cumplirlo?… No hay nada más conforme a nuestra naturaleza que vivir unidos, buscarnos mutuamente y amar a nuestros semejantes. El Señor pide, pues, los frutos de la semilla que ya había puesto en nuestro interior, cuando dice: “Os doy un mandamiento nuevo: Amaos los unos a los otros” (Jn 13,34)».

San Agustín: «El primero de los mandamientos es el amor a Dios, pero en el orden de la acción debemos comenzar por llevar a la práctica el amor al prójimo. El que te ha dado el precepto del doble amor en manera alguna podía ordenarte amar primero al prójimo y después a Dios, sino que necesariamente debía inculcarte primero el amor a Dios, después el amor al prójimo. Pero piensa que tú, que aún no ves a Dios, merecerás contemplarlo si amas al prójimo, pues amando al prójimo purificas tu mirada para que tus ojos puedan contemplar a Dios; así lo atestigua expresamente san Juan: Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. (…) Empieza, por tanto, amando al prójimo: Parte tu pan con el que tiene hambre, da hospedaje a los pobres que no tienen techo, cuando veas a alguien desnudo cúbrelo, y no desprecies a tu semejante».

San Agustín: «El Señor Jesús declara que da a sus discípulos un mandato nuevo por el que les prescribe que se amen mutuamente unos a otros: Os doy —dice—el mandato nuevo: que os améis mutuamente. ¿Es que no existía ya este mandato en la ley antigua, en la que hallamos escrito: Amarás a tu prójimo como a ti mismo? ¿Por qué, pues, llama nuevo el Señor a lo que nos consta que es tan antiguo? ¿Quizá la novedad de este mandato consista en el hecho de que nos despoja del hombre viejo y nos reviste del nuevo? Porque renueva en verdad al que lo oye, mejor dicho, al que lo cumple, teniendo en cuenta que no se trata de un amor cualquiera, sino de aquel amor acerca del cual el Señor, para distinguirlo del amor carnal, añade: Como yo os he amado. Éste es el amor que nos renueva, que nos hace hombres nuevos, herederos del Testamento nuevo, capaces de cantar el cántico nuevo».

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

2196: En respuesta a la pregunta que le hacen sobre cuál es el primero de los mandamientos, Jesús responde: «El primero es: “Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. El segundo es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No existe otro mandamiento mayor que éstos» (Mc 12,29-31).

El apóstol S. Pablo lo recuerda: «El que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo de: no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rom 13,8-10).

El mandamiento de la caridad

1822: La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

1823: Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo. Amando a los suyos «hasta el fin» (Jn 13,1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor» (Jn 15,9). Y también: «Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12).

La caridad efectiva

2447: Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras espirituales de misericordia, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos. Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios.

VI. TEXTOS DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE

“A diferencia del hambre y la sed corporales, el hambre y la sed de santidad no causan fatiga ni congoja; por el contrario, son un aliciente para seguir adelante con alegría renovada, para cooperar con la gracia de Dios y así desplegar nuestro interior en una existencia auténtica que dé gloria a Dios. ‘El justo jamás cree que ha conseguido la perfección; nunca dice: ‘basta ya’; es un eterno sediento de la justicia, de tal modo que si viviera siempre, siempre intentaría ser más justo, siempre se esforzaría con todas sus fuerzas en avanzar de bien en mejor’, observaba san Bernardo.

Jesús está en la puerta de nuestro corazón, invitándonos a ser santos, esperando a que nosotros le abramos y nos pongamos en camino por el sendero de la felicidad auténtica con ardor y prudencia. ¡Qué muestra sobrecogedora de respeto por nuestra libertad! Ante la invitación del Señor, tal vez el primer movimiento de apertura de parte mía sea convencerme de que la santidad es el mejor camino para desplegar auténticamente mi persona y de que recorriendo ese camino es como realmente voy a alcanzar la felicidad que anhelo desde lo más profundo de mi ser. Así podré adherirme de corazón al llamado del Señor cooperando activamente con la gracia de Dios, con obras concretas y eficaces”.

(Ignacio Blanco Eguiluz, El camino de la santidad, Vida y Espiritualidad, Lima 2009)

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