Dies Domini

DOMINGO XIX ORDINARIO: “Tengan ceñida la cintura y encendidas las lámparas”

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Año C – Tiempo Ordinario – Semana 19 – Domingo
7 de Agosto del 2016

I. LA PALABRA DE DIOS

Sab 18, 6-9: “Tu pueblo esperaba ya la salvación”

La noche de la liberación se les anunció de antemano a nuestros padres, para que tuvieran ánimo, al conocer con certeza la promesa en que tenían puesta su esperanza.

Tu pueblo esperaba ya la salvación de los inocentes y la perdición de los enemigos, pues con una misma acción castigabas a los adversarios y nos honrabas, llamándonos a ti.

Los santos hijos de los justos ofrecían sacrificios a escondidas y, de común acuerdo, se imponían esta ley sagrada: que todos los santos serían solidarios en los peligros y en los bienes; y empezaron a entonar los himnos tradicionales.

Sal 32, 1.12.18-22: “Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como herencia”

Aclamen, justos, al Señor,
que merece la alabanza de los buenos.
Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor,
el pueblo que Él se escogió como herencia.

Los ojos del Señor están puestos en sus fieles,
en los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre.

Nosotros aguardamos al Señor:
Él es nuestro auxilio y escudo;
que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.

Heb 11, 1-2.8-19: “La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve”

Hermanos:

La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve.

Por su fe, son recordados nuestros antepasados. Por fe, obedeció Abraham a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en herencia. Salió sin saber adónde iba. Por fe, vivió como extranjero en la tierra prometida, habi­tando en tiendas —y lo mismo Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa—, mientras esperaba aquella ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por fe, también Sara, a pesar de su avanzada edad, recibió el poder de concebir, porque confió en quien se lo había prometido. Y así, de un solo hombre, sin vigor ya para engendrar, nacie­ron hijos numerosos como las estrellas del cielo y como la arena incontable de las playas. Con esa fe murieron todos ellos, sin haber recibido lo pro­metido; pero viéndolo y saludándolo de lejos, confesando que eran huéspedes y peregrinos en la tierra.

Es claro que los que así hablan están buscando una patria; pues, añoraban la patria de donde habían salido, estaban a tiem­po para volver. Pero ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo. Por eso Dios no tiene reparo en llamarse su Dios: porque les había preparado una ciudad.

Por fe, Abraham, puesto a prueba, ofreció a Isaac; y era su hijo único lo que ofrecía, el destinatario de la promesa, del cual le había dicho Dios: «Isaac continuará tu descendencia». Pero Abraham pensó que Dios tiene poder hasta para ha­cer resucitar muertos. Y así, recobró a Isaac como un símbolo y figura del futuro.

Lc 12, 32-48: “Dichosos los siervos, que el señor al venir encuentre despiertos”

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

— «No temas, pequeño rebaño, porque el Padre de ustedes ha tenido a bien darles el Reino.

Vendan sus bienes y den limosna; consíganse bolsas que no se desgasten, y acumulen un tesoro inagotable en el Cielo, don­de no se acercan los ladrones ni destruye la polilla. Porque allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón.

Tengan ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Uste­des estén como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuen­tre despiertos; les aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos.

Comprendan que, si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría asaltar su casa. Lo mismo ustedes, estén preparados, porque a la hora que menos piensen viene el Hijo del hombre».

Pedro le preguntó:

— «Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por to­dos?»

El Señor le respondió:

— «¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración de alimentos a sus horas? Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así. Les aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes.

Pero si el empleado piensa: “Mi Señor tarda en llegar”, y empieza a pegarles a los criados y a las criadas, y se pone a comer y beber y a emborracharse, llegará el Señor de aquel cria­do el día y a la hora que menos lo espera y lo despedirá, conde­nándolo a la pena de los que no son fieles.

El criado que conoce la voluntad de su señor, pero no está preparado o no hace lo que él quiere, recibirá un castigo muy severo. En cambio, el que, sin conocer esa voluntad, hace cosas reprobables, recibirá un castigo menor.

A quien se le dio mucho, se le exigirá mucho; y a quien se le confió mucho, se le pedirá mucho más».

II. APUNTES

Luego de advertir a sus discípulos que deben cuidarse de toda clase de avaricia, el Señor los exhorta a confiar en la divina Providencia (ver Lc 12, 22-31). Ante la solicitud excesiva por que no les falte nada, o ante una insana preocupación por atesorar bienes y asegurarse con ellos el futuro, los discípulos deben aprender a ponerse confiadamente en las manos de Dios. Dios dará a sus hijos todo aquello de lo que tienen necesidad.

No es ésta ciertamente una invitación a cruzarse de brazos y esperar que todo “caiga del Cielo”, a dejar de trabajar para conseguir el sustento diario y cubrir las necesidades cotidianas, sino a no dejarse dominar por un asfixiante afán de riquezas o un ritmo de trabajo excesivo que termina por excluir a Dios de la vida diaria. Antes que “ganar” el mundo, el discípulo de Cristo debe preocuparse por conquistar el Reino venidero, la vida eterna. Antes que en el dinero o en las riquezas pasajeras, la confianza debe estar puesta en Dios, pues Él cuida de sus hijos. Lo necesario no les faltará jamás. Al buscar en primer lugar el Reino de Dios, todo lo demás Dios lo dará por añadidura.

La exhortación del Señor a confiar en la Providencia divina culmina con unas palabras muy alentadoras: «No temas, pequeño rebaño, porque el Padre de ustedes ha tenido a bien darles el Reino». En el Antiguo Testamento el rebaño es el pueblo de Israel y su pastor es Dios. El fiel israelita expresaba su confianza en Dios cantando: «El Señor es mi pastor, nada me falta… aunque pase por valle tenebroso, nada temo, porque tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan» (Sal 23, 1.4). También invocaba el auxilio de Dios clamando: «Pastor de Israel, escucha, tú que guías a José como a un rebaño» (Sal 80, 2). Dios es el pastor de su pueblo. Es en estos mismos términos que el Señor Jesús se dirige a sus Apóstoles y discípulos para alentarlos a confiar en Dios a pesar de su pequeñez e insignificancia. No deben temer las dificultades o escasez que puedan encontrar en el camino, nada debe desalentarlos, pues ellos son la porción elegida por Dios, su pequeño rebaño. Él los conducirá a su destino eterno y les concederá finalmente los bienes de su Reino.

Seguidamente el Señor lleva la invitación a confiar en el Padre hasta un extremo radical: en vez de atesorar en esta vida, han de vender sus bienes y distribuir su riqueza entre los necesitados. De ese modo, afirma, estarán acumulando «un tesoro inagotable en el Cielo, donde no se acercan los ladrones ni destruye la polilla». La razón para pedirles este acto de renuncia total a los bienes materiales es ésta: «allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón». Ellos deben tener su corazón puesto únicamente en Él. Jesucristo debe ser para ellos como aquel tesoro que un hombre encuentra en un campo. Por Él el discípulo lo vende todo con alegría para quedarse finalmente con aquél único Tesoro (ver Mt 13, 44).

Ante esta propuesta tan radical cabe preguntarse: ¿se trata tan sólo de una hipérbole o debe ser tomada literalmente? Y en caso de que sea una exigencia real, ¿vale igual para todos los cristianos? ¿O está dirigida sólo a sus Apóstoles?

Consta en los Evangelios que hay uno a quien el Señor le dijo explícitamente: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los Cielos». No se trataba en este caso de una hipérbole, sino de una exigencia real. Aquel joven lo entendió así y por ello, dando media vuelta, «se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mt 19, 21s; Lc 18, 22s). El apego a sus riquezas pudo más que su amor a Dios y su deseo de ganar la vida eterna. Prefirió aferrarse a sus riquezas en la tierra que adquirir un tesoro en los Cielos. Su fe y su amor a Dios se toparon con un límite: sus muchos bienes.

Consta asimismo que la comunidad de los Apóstoles y discípulos más comprometidos «vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hech 2, 44-45; ver Hech 4, 34-37).

Pero por otro lado consta que también personas ricas eran discípulos del Señor. A ellos no les había pedido venderlo todo para seguirlo. Ellos, con sus bienes, ayudaban al Señor en su misión (ver Mt 27, 57; Lc 8, 3).

Podríamos concluir entonces que aquella exigencia del Señor, aunque real, no se aplicaba a todos los discípulos por igual sino tan sólo a aquellos llamados a consagrar sus vidas al Señor y al anuncio de su Evangelio. Esto no exime a quienes no están llamados a este total desprendimiento de vivir la generosa comunicación de sus bienes y de confiar en la Providencia divina. Todo discípulo del Señor debe atesorar en el Cielo viviendo la solidaridad, la caridad y comunicación de bienes con sus hermanos humanos.

No deja el Señor de invitar a sus discípulos a dirigir sus miradas más allá de la vida presente. Esta vida es pasajera, y ninguna riqueza de este mundo es capaz de “comprar” al hombre la vida eterna. Al contrario, las riquezas pueden llevar a quien les entrega el corazón a perder la vida eterna: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!» (Lc 18, 24). ¿Dónde quedarán las riquezas, la fama y el poder que alcanzó en esta vida? «¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?» (Mt 16, 26) Sólo Dios puede dar al hombre la vida eterna. Sólo quien cree en Él y en su enviado, Jesucristo, tiene la garantía de que heredará la vida eterna. Sólo quien sabe vivir desapegado de lo temporal y sabe usar rectamente de sus bienes, abriéndose a su comunicación generosa, puede “atesorar en el Cielo”.

Quien cree en el Señor, espera también en el cumplimiento de su promesa: mientras este mundo pasa, Él vendrá al final de los tiempos para juzgar a cada uno conforme a sus obras, conforme al amor vivido con sus semejantes (ver Mt 25, 31ss). Y quien espera en el Señor se mantiene vigilante, tiene «ceñida la cintura y encendidas las lámparas». El Señor Jesús invita reiteradamente a sus discípulos a la espera vigilante: «Ustedes estén como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame». Esta imagen está tomada de la vida cotidiana. Cuando su señor se iba a una boda, el siervo debía mantenerse en vela, esperando a que llegue para «abrirle apenas venga y llame». Las “lámparas encendidas” simbolizan la actitud de espera durante la noche. El tener “ceñida la cintura” indica tener levantados y ajustados los vestidos para estar pronto para el servicio.

El Señor Jesús promete a sus discípulos que Él mismo se ceñirá, los sentará a su mesa y se pondrá a servirles si al volver los encuentra vigilantes. Su “mesa” es un banquete, imagen que de ordinario significaba el mesiánico Reino de los Cielos.

Insiste el Señor en la necesidad de la vigilancia aún cuando la espera se alargue. Él viene inexorablemente: «estén preparados, porque a la hora que menos piensen viene el Hijo del hombre». Su venida será inesperada, como inesperada es la venida de un ladrón en la noche.

A la pregunta de Pedro si la parábola la había dicho sólo por ellos o por todos, el Señor responde con otra parábola. En ella se refiere a un administrador. De éste se espera que sea «fiel y solícito», que cumpla cabalmente con lo que su señor le confía mientras éste se ausenta. La finalidad de esta parábola es la misma que la anterior: un llamado a la vigilancia, una vigilancia que implica cumplir fielmente, día a día, con las propias responsabilidades y deberes delegados por su señor. Cuando vuelva el dueño de la hacienda, el administrador deberá responder por la fidelidad con la que cumplió su gestión. Lo mismo hará el Señor con sus apóstoles y con todos aquellos a quienes les confía un puesto de gobierno en su Iglesia: «A quien se le dio mucho, se le exigirá mucho; y a quien se le confió mucho, se le pedirá mucho más».

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

El tesoro simboliza algo de mucho valor. Tras aquello que considera de mucho valor para sí se va el hombre entero: «allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón» (Lc 12, 34). Mi tesoro puede ser el dinero, oro y joyas, o también cualquier otra cosa o persona a la que finalmente mi corazón está totalmente adherido.

Hay, pues, diversos tipos de tesoros. Unos son materiales, otros pueden ser morales o espirituales. Según las riquezas que posea cada cual, quedará enriquecido él mismo. El que halla sus riquezas en cosas vanas, quedará pobre y vacío interiormente. Si la riqueza la halla en lo espiritual, quedará enriquecido en el hombre interior (ver Ef 3, 16).

Hay tesoros que no sólo empobrecen, sino peor aún degradan al ser humano. Son falsos tesoros, perlas falsas. Por otro lado, hay riquezas que elevan al ser humano a su máxima grandeza. Jesucristo es el mayor tesoro para el ser humano. Al conocerlo a Él, nos adentramos en el propio conocimiento, descubrimos nuestra propia identidad, podemos hallar la verdadera respuesta a las preguntas fundamentales: ¿quién soy? ¿Cuál es mi origen, cuál mi destino, cuál el sentido de mi existencia? En la amistad con Él aprendo a vivir la auténtica amistad. Amándolo a Él experimento lo que es verdaderamente el amor, y en la escuela de su Corazón aprendo a vivir ese amor sin el cual la vida del hombre carece de sentido. Él no sólo es la respuesta a todos nuestros anhelos y búsquedas de felicidad, sino que en Él podemos saciar nuestra sed de Infinito. Él es la fuente de nuestra vida, de nuestro amor, de nuestra felicidad. Es decir, en Cristo, al conocerlo, al amarlo, al abrirle las puertas del propio corazón, al “hacerlo nuestro”, podemos proclamar: ¡Vale la pena ser hombre, porque Tú, Señor, te has hecho hombre! ¡Y te has hecho hombre para elevarme a mí a la participación de tu misma naturaleza divina! (ver 2 Pe 1, 4) ¿Puede haber mayor riqueza que esa, una riqueza incalculable que deviene en un «pesado caudal de gloria eterna» (2 Cor 4, 17)?

Ser sabio y sensato es dar a cada cosa su valor real, en vistas a la propia realización, a alcanzar la propia y eterna felicidad. Como un negociante de joyas: es un buen negociante quien conoce su oficio y por lo tanto difícilmente puede ser engañado con piedras falsas o de poco valor. En cambio, un hombre ingenuo y tonto es capaz de cambiar piedras preciosas por baratijas, oro por espejuelos.

Mi propia realización pasa por la objetiva valoración que haga de los “tesoros” que se presentan ante mí, así como de la opción correcta que haga a partir de esta luz objetiva. El discípulo del Señor Jesús debe tener siempre el coraje de abandonar todo aquello que constituya un obstáculo para su verdadera realización y adherir su corazón, su inteligencia, sus afectos, su voluntad, a lo que es verdaderamente valioso, a lo que finalmente me llevará a “ganar la gloria eterna”.

IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Gregorio: «Nosotros tenemos las antorchas encendidas en nuestras manos cuando con las buenas obras damos a nuestros prójimos ejemplos brillantes».

San Gregorio: «Pero aun cuando todo lo hagamos así, falta todavía que pongamos toda nuestra esperanza en la venida de nuestro Redentor. Por esto añade: “Y sed vosotros semejantes a los hombres que esperan a su Señor cuando vuelva de las bodas”».

San Gregorio: «Viene cuando nos llama a juicio, pero llama cuando da a conocer por la fuerza de la enfermedad que la muerte está próxima. Y le abrimos inmediatamente si lo recibimos con amor. No quiere abrir al juez que llama el que teme la muerte del cuerpo y se horroriza de ver a aquel juez a quien se acuerda que despreció. Pero aquel que está seguro por su esperanza y buenas obras, abre inmediatamente al que llama porque cuando conoce que se aproxima el tiempo de la muerte, se alegra por la gloria del premio. Por esto añade: “Bienaventurados aquellos siervos, que hallare velando el Señor, cuando viniere”. Vigila aquel que tiene los ojos de su inteligencia abiertos al aspecto de la luz verdadera, el que obra conforme a lo que cree y el que rechaza de sí las tinieblas de la pereza y de la negligencia».

San Cirilo: «Así pues, cuando venga el Señor y encuentre a los suyos despiertos y ceñidos, teniendo la luz en su corazón, entonces los llamará bienaventurados».

San Gregorio: «Quiso el Señor que nos fuese desconocida la última hora [de la muerte], para que no pudiendo preverla, estemos siempre preparándonos para ella».

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

La fe es garantía de lo que se espera

145: La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados insiste particularmente en la fe de Abraham: «Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Heb 11, 8). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida. Por la fe, a Sara se otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio.

146: Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: «La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Heb 11, 1). «Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia» (Rom 4, 3). Gracias a esta «fe poderosa» (ver Rom 4, 20), Abraham vino a ser «el padre de todos los creyentes» (Rom 4, 11.18)

147: El Antiguo Testamento es rico en testimonios acerca de esta fe. La carta a los Hebreos proclama el elogio de la fe ejemplar de los antiguos, por la cual «fueron alabados» (Heb 11, 2.39). Sin embargo, «Dios tenía ya dispuesto algo mejor»: la gracia de creer en su Hijo Jesús, «el que inicia y consuma la fe» (Heb 11, 40; 12, 2).

La esperanza nos mantiene alertas

706: Contra toda esperanza humana, Dios promete a Abraham una descendencia, como fruto de la fe y del poder del Espíritu Santo. En ella serán bendecidas todas las naciones de la tierra. Esta descendencia será Cristo en quien la efusión del Espíritu Santo formará «la unidad de los hijos de Dios dispersos» (Jn 11, 52). Comprometiéndose con juramento, Dios se obliga ya al don de su Hijo Amado y al don del «Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda… para redención del Pueblo de su posesión» (Ef 1, 13-14).

1817: La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. «Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa» (Heb 10, 23). «El Espíritu Santo que Él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna» (Tit 3, 6-7).

1818: La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

1819: La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham, colmada en Isaac, de las promesas de Dios y purificada por la prueba del sacrificio. «Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones» (Rom 4, 18).

1821: Podemos, por tanto, esperar la gloria del Cielo prometida por Dios a los que le aman y hacen su voluntad. En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, «perseverar hasta el fin» y obtener el gozo del Cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que «todos los hombres se salven» (1 Tim 2, 4). Espera estar en la gloria del Cielo unida a Cristo, su esposo:

«Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin» (Sta. Teresa de Jesús).

VI. TEXTOS DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE

“San Pedro se dirige en su Segunda Carta a quienes ‘les han cabido en suerte una fe tan preciosa como la nuestra’. La fe, como nos lo recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, ‘es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado’. Esta fe es ‘el inicio de la salvación humana, el fundamento y raíz de toda justificación, sin la cual es imposible agradar a Dios’. Así, pues, la fe es una gracia, pero también un acto humano: ‘Solo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas’.

La Dirección de San Pedro nos lleva a madurar la fe, acogerla, interiorizarla, para que se haga vida en nuestra existencia cotidiana. Sin un fundamento, sin cimientos hondos y bien anclados, no se puede elevar una construcción. Mientras más sólidos sean estos fundamentos, en cambio, más alto puede ser levantado el edificio de nuestra vida cristiana. La fe es, en cierto modo, la ‘raíz de la santidad. Las raíces toman del suelo los jugos de que ha menester el árbol para su nutrición y crecimiento; de la misma manera la fe, ahondando con sus raíces hasta lo más profundo del alma, y nutriéndose allí de las verdades divinas, proporciona jugoso alimento a la perfección. Cuando las raíces son profundas, dan firmeza al árbol que sustentan; también el alma, que está confirmada en la fe, puede hacer frente a las tempestades del espíritu. No hay cosa de mayor importancia para llegar a una elevada perfección, que poseer una fe muy arraigada’.

San Pedro hace referencia en el primer versículo a aquellos que poseen una fe ‘como la nuestra’. Es la fe de los mismos apóstoles la que nos invita a tener; de lo que se trata es de creer en la misma Verdad en la que creyeron los Apóstoles, que conocieron y compartieron su vida con el Señor Jesús. El no haber conocido directamente a Cristo en la Palestina del siglo I no es impedimento para tener aquella fe preciosa como la de los Apóstoles.

La invitación de Pedro nos recuerda aquellas palabras de la Carta a los Hebreos: ‘La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven’, en el sentido de que implican una convicción segura que mueve a la acción, y lleva a realizar grandes hazañas. En 2 Pe 1,1 ‘se entiende la fe como en Heb 11,1.3, como una convicción segura, una creencia que lleva a actuar… Esta es la semilla celestial que, si es alentada diligentemente por la obediencia, otorga en el amor la perfección de la vida espiritual’. Quien cree de verdad no puede permanecer pasivo o inmóvil. La fe es el primer paso en el camino. Decir ‘creo’ y no acoger esa fe en el corazón y llevarla a la acción en una vida comprometida y de crecimiento en las virtudes sería una incoherencia que llevaría a la frustración y a la mediocridad en la vida cristiana. La fe es la base de una vida virtuosa, y la vida virtuosa es el natural despliegue de una fe auténtica. Queda, pues, claro para Pedro que, teniendo ya la fe, mucho depende de la obediencia de la persona, es decir, de la respuesta que dé al don divino”.

(Kenneth Pierce Balbuena, La escalera espiritual de San Pedro. Fondo Editorial, Lima 2010)

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