17 de Julio del 2016
I. LA PALABRA DE DIOS
Gen 18,1-10: “Señor, no pases de largo junto a tu siervo.”
En aquellos días, el Señor se apareció a Abraham junto a la encina de Mambré, mientras él estaba sentado a la puerta de su carpa, porque hacía calor.
Alzó la vista y vio a tres hombres en pie frente a él. Al verlos, corrió a su encuentro desde la puerta de su carpa y, postrándose en tierra, dijo:
—«Señor, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo. Haré que traigan agua para que se laven los pies y descansen junto al árbol. Mientras, traeré un pedazo de pan para que recobren fuerzas antes de seguir, ya que han juzgado oportuno pasar junto a su siervo».
Contestaron:
—«Está bien. Puedes hacer lo que dijiste».
Abraham entró corriendo en la carpa donde estaba Sara y le dijo:
—«Date prisa, toma tres medidas de flor de harina, amásala y haz unos panes».
Luego fue corriendo donde estaba el ganado, escogió un ternero hermoso y se lo dio a un criado para que lo guisase en seguida. Tomó también queso fresco, leche, el ternero guisado y se lo sirvió. Mientras él estaba en pie bajo el árbol, ellos comieron.
Después le dijeron:
—«¿Dónde está Sara, tu mujer?»
Contestó:
—«Aquí, en la carpa».
Añadió uno:
—«Cuando vuelva a ti, pasado el tiempo de su embarazo, Sara habrá tenido un hijo».
Sal 14,2-5: “Señor, ¿quién puede hospedarse en tu casa?”
El que procede honradamente
y practica la justicia,
el que tiene intenciones leales
y no calumnia con su lengua.
El que no hace mal a su prójimo
ni difama al vecino,
el que considera despreciable al impío
y honra a los que temen al Señor.
El que no presta dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.
El que así obra
nunca fallará.
Col 1,24-28: “Cristo es para ustedes la esperanza de la gloria”
Hermanos:
Me alegro de sufrir por ustedes; así completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia, de la cual Dios me ha nombrado ministro, asignándome la tarea de anunciarles a ustedes su mensaje completo: el misterio que Dios ha tenido escondido desde siglos y generaciones y que ahora ha revelado a su pueblo santo.
A este pueblo ha querido Dios dar a conocer la gloria y riqueza que este misterio encierra para los paganos: es decir, que Cristo es para ustedes la esperanza de la gloria.
Nosotros anunciamos a ese Cristo; amonestamos a todos, enseñamos a todos, con lo mejor que sabemos, para que todos alcancen su madurez en Cristo.
Lc 10,38-42: “María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra”
En aquel tiempo, entró Jesús en un pueblo, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa.
Ésta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra.
En cambio, Marta estaba atareada con todo el servicio de la casa; hasta que se paró y dijo:
—«Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me ayude».
Pero el Señor le contestó:
—«Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y no se la quitarán».
II. APUNTES
Camino a Jerusalén el Señor Jesús se detiene en Betania, en casa de Lázaro y de sus hermanas. San Juan nos hace saber que «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Jn 11,5): eran sus amigos (ver Jn 11,11) y los tenía muy cerca de su corazón.
Marta, como era propio de las mujeres en el pueblo de Israel, se dedica enteramente a atender a sus huéspedes (ver Mt 8,15; Lc 4,38; Jn 12,1-2). Como ama de casa, ella es la responsable de disponer todo lo necesario para alimentar y hospedar al Señor y a sus Apóstoles.
Y mientras Marta se desvive en el servicio, María, su hermana, se sienta a los pies del Señor a escuchar las enseñanzas del Maestro. Es la posición de un discípulo sentarse a los pies del Maestro cuando éste enseña.
Sin la ayuda de María, Marta debía multiplicarse para dar abasto con el servicio. Es, en este sentido, justo el reclamo que Marta dirige al Amigo, teniendo en cuenta la gran cantidad de personas que debían ser atendidas: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me ayude». Es como si le dijera, en un tono muy cercano: “¡Señor, dile a María que no se quede ahí, que no sea floja, que en vez de escucharte venga a ayudarme, pues no puedo sola!”.
La queja brota de la incomprensión, fruto de su propia situación interior de ruptura. El Señor no responde como ella quisiera, pidiéndole a María que la ayude, sino que con la agudeza de quien sabe ver la profundidad de los corazones le hace notar que está dividida interiormente: «andas dividida y turbada por muchas cosas». En su corazón no hay paz ni unidad, las múltiples ocupaciones hacen que termine cayendo en un activismo por el que termina perdiendo de vista lo esencial para darle más atención a lo innecesario e incluso superfluo. En esa situación la primacía ya no la tiene el ser, sino el quehacer, lo que trae consigo una ruptura interior que la aparta de su identidad más profunda.
El Señor se dirige a Marta con inmensa dulzura repitiendo dos veces su nombre, como quien trata de despertarla y hacerle tomar conciencia de que la que la que debe corregirse no es María, sino ella en cuanto que su excesiva preocupación por atenderlos la ha llevado a estar inquieta por demasiadas cosas, cuando sólo pocas son suficientes. Cumplido esto, también ella debería como su hermana dedicarse a lo que en ese momento es lo más importante, «la mejor parte», cual es escuchar sus enseñanzas, acoger a quien es la Palabra viva ya no sólo en su casa, sino también en su mente y corazón, para que en su vida cotidiana se convierta en criterio de acción.
A pesar de la diferencia de actitudes podemos decir que tanto Marta como María son mujeres de fe profunda, intensa. Ambas creen que el Señor es el Mesías Salvador y Reconciliador. Creen en Jesús y le creen a Jesús. Tienen una piedad fuerte, un amor grande e intenso y ambas, cada una a su modo y según su personalidad, actúan movidas por su amor al Señor. Marta, una mujer eminentemente activa, muestra este amor sirviendo al Señor y a sus discípulos, desviviéndose por atenderlos de la mejor manera posible, hasta en los pequeños detalles. Toda su actividad está orientada al Señor, su servicio está centrado en Él. María, de carácter dulce, apacible y de mirada profunda, sabe ir a lo esencial y discernir lo más importante, de modo que movida asimismo por su amor al Señor elige lo mejor, que es sentarse a sus pies para escuchar sus enseñanzas, para acoger esas palabras de vida que como semillas buscan ser acogidas en un corazón puro y abierto para su posterior floración y fructificación en una vida conforme a las enseñanzas del Maestro.
Marta y María representan también dos dimensiones de la vida de todo discípulo de Cristo: la dimensión contemplativa de oración en María y la dimensión activa de servicio concreto y específico en Marta. Pero hay que decir que la acción no está ausente en María ni la oración en Marta. Al centrar su servicio en el Señor, toda la actividad de Marta se hace oración. Su trabajo es una forma de oración, mientras no pierda de vista lo esencial. El problema surge cuando dividida interiormente y agitada por muchas cosas pretende excluir los momentos fuertes de oración, los momentos de estarse a los pies del Señor en actitud de reverente escucha. Sin esos momentos fuertes de oración (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 2697) su acción corre el peligro de convertirse en un activismo que roba a la acción de su capacidad de realizar a la persona dando con sus actos gloria a Dios.
María por su parte mantiene un silencio activo escuchando al Señor, en lo que podemos llamar momento fuerte de oración que la prepara para la acción, que sostiene y hace fecunda la vida activa. Lejos, pues, de ver una oposición entre la vida contemplativa y la vida activa, Marta y María muestran un camino de síntesis concreto para la realidad personal de todo discípulo del Señor. El Señor al corregir a Marta no establece una oposición, sino una prioridad de momentos fuertes de oración que nutren y fecundan la vida activa, invitando a que ésta se convierta al mismo tiempo en una liturgia continua, en oración sin interrupción en la medida en que busca cumplir el Plan de Dios.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
¿Quién no tiene infinidad de “cosas que hacer”? Como Marta, cada día andamos de un lado para otro, “a las carreras”, “estresados” por tanto trabajo, estudio y exámenes, actividades sociales, sin poder o saber hacernos un tiempo para “sentarnos a los pies del Señor” para escuchar y meditar tranquilamente su Palabra.
Y cuando logramos darnos un tiempo, ¡qué difícil es hacer silencio en nuestro interior! La agitación y las distracciones nos persiguen, nos sacan de lo que debemos hacer en ese momento: escuchar al Señor, dialogar con Él, dejar que la luz que brota de sus enseñanzas ilumine nuestra vida y conducta, nutrirnos de su Presencia, de su amor y fuerza para poder poner por obra lo que Él nos dice (ver Jn 2,5).
En medio de tanto quehacer, abandonar, postergar o descuidar el encuentro y diálogo íntimo con el Señor aún cuando nuestras actividades buscan servirlo a Él, es caer en lo que el Señor reprocha tiernamente a Marta: «te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola». En aquella circunstancia concreta de la vida el Señor enseña a Marta que debe aprender a dar la debida prioridad a las cosas: mientras Él está allí no es lo más importante organizarle a Él y a los discípulos que lo acompañan una comida abundante o llenarlo de todas las atenciones posibles, sino que lo más importante es escucharlo, aprender de Él, atesorar sus enseñanzas para ponerlas luego en práctica.
También nosotros debemos aprender a dar un lugar prioritario en nuestra jornada al encuentro con el Señor, buscando un tiempo adecuado para la escucha y meditación de la Palabra del Señor. Sólo en este diario y perseverante ejercicio podremos permitir al Espíritu que nos vaya “cristificando”, es decir, que nos vaya haciendo cada vez más semejantes al Señor Jesús en su modo de pensar, sentir y actuar: «La oración restablece al hombre en la semejanza con Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2572).
Al nutrirnos diariamente de estos momentos fuertes e intensos de encuentro con el Señor podremos hacer que toda nuestra acción se vaya haciendo cada vez más acción según el Plan de Dios, tornándose la acción misma un continuo acto de alabanza al Padre, una liturgia continua. Es justamente a esto a lo que debemos aspirar si queremos ser verdaderos discípulos de Cristo que sean luz del mundo y sal de la tierra: a una oración sin interrupción, por la que permanecemos siempre en presencia de Dios.