(RV / 2 de marzo de 2016).-
Lectura del libro del profeta Isaías 1,17-18
Dice el Señor: Dejen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien; busquen la justicia, socorran al oprimido; protejan el derecho del huérfano, defiendan a la viuda. Aunque sus pecados sean como la escarlata, quedarán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura, serán como la lana.
Palabra de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hablando de la misericordia divina, hemos evocado muchas veces la figura del padre de familia, que ama a sus hijos, los ayuda, cuida de ellos, los perdona. Y como padre, los educa y los corrige cuando se equivocan, favoreciendo su crecimiento en el bien.
Es así que es presentado Dios en el primer capítulo del profeta Isaías, en el cual el Señor, como padre afectuoso pero también atento y severo, se dirige a Israel acusándolo de infidelidad y corrupción, para hacerle regresar al camino de la justicia. Así inicia nuestro texto: «¡Escuchen, cielos! ¡Presta oído, tierra! porque habla el Señor: Yo crié hijos y los hice crecer, pero ellos se rebelaron contra mí. El buey conoce a su amo y el asno, el pesebre de su dueño; ¡pero Israel no conoce, mi pueblo no tiene entendimiento!» (1,2-3).
Dios, por medio del profeta, habla al pueblo con la amargura de un padre desilusionado: ha hecho crecer a sus hijos, y ahora ellos se rebelan contra Él. Incluso los animales son fieles a sus patrones y reconocen la mano que los nutre; el pueblo en cambio no reconoce más a Dios, se niega entender. Incluso herido, Dios deja hablar al amor, e invoca a la conciencia de estos hijos degenerados para que se arrepientan y se dejen de nuevo amar. Esto es lo que hace Dios, ¡eh! Viene a nuestro encuentro para que nosotros nos dejemos amar por Él en el corazón de nuestro Dios.
La relación padre-hijo, al cual muchas veces los profetas hacen referencia para hablar de la relación de alianza entre Dios y su pueblo, se ha desnaturalizado. La misión educativa de los padres mira a hacerlos crecer en la libertad, a hacerlos responsables, capaces de realizar obras de bien para sí mismos y para los demás. En cambio, a causa del pecado, la libertad se convierte en presunción de autonomía, presunción de orgullo, y el orgullo lleva a la contra posición y a la ilusión de autosuficiencia.
Entonces, es ahí que Dios dice a su pueblo: “Se han equivocado de camino” … invita. Afectuosamente y amargamente dice “mi” pueblo. Dios jamás nos niega; nosotros somos su pueblo, el más malvado de los hombres, la más malvada de las mujeres, los más malvados del pueblo son sus hijos. Y este es Dios: ¡jamás, jamás nos repudia! Dice siempre: “Hijo, ven”. Y este es el amor de nuestro Padre; esta es la misericordia de Dios. Tener un padre así nos da esperanza, nos da confianza. Esta pertenencia debería ser vivida en la confianza y en la obediencia, con la conciencia que todo es un don que viene del amor del Padre. En cambio, está ahí la vanidad, la necedad y la idolatría.
Por eso, ahora el profeta se dirige directamente a este pueblo con palabras severas para ayudarlo a entender la gravedad de su culpa: «¡Ay, nación pecadora, […] hijos pervertidos! ¡Han abandonado al Señor, han despreciado al Santo de Israel, se han vuelto atrás!» (v. 4).
La consecuencia del pecado es un estado de sufrimiento, del cual sufre las consecuencias también el país, devastado y convertido en un desierto, al punto que Sión —es decir, Jerusalén— se hace inhabitable. Donde existe el rechazo a Dios, a su paternidad, no hay más vida posible, la existencia pierde sus raíces, todo aparece pervertido y destruido. Todavía, incluso este momento doloroso está en virtud de la salvación. La prueba es dada para que el pueblo pueda experimentar la amargura de quien abandona a Dios, e luego confrontarse con el vacío desolador de una opción de muerte. El sufrimiento, consecuencia inevitable de una decisión autodestructiva, debe hacer reflexionar al pecador para abrirse a la conversión y al perdón.
Y este es el camino de la misericordia divina: Dios no nos trata según nuestras culpas (Cfr. Sal 103,10). El castigo se convierte en un instrumento para inducir a la reflexión. Se comprende así que Dios perdona a su pueblo, le da la gracia y no destruye todo, sino que deja abierta siempre la puerta a la esperanza. La salvación implica la decisión de escuchar y dejarse convertir, pero permanece siempre como un don gratuito. El Señor, pues, en su misericordia, indica un camino que no es aquel de los sacrificios rituales, sino más bien el de la justicia. El culto es criticado no porque sea inútil en sí mismo, sino porque, en vez de expresar la conversión, pretende sustituirla; y se convierte así en búsqueda de la propia justicia, creando falsas convicciones que sean los sacrificios a salvar, no la misericordia divina que perdona el pecado. Para entenderla bien: cuando alguien está enfermo va al médico; cuando uno se siente pecador va al Señor. Pero en vez de ir al médico, va al curandero no sana. Muchas veces preferimos ir por caminos equivocados, buscando una justificación, una justicia, una paz que nos es donada como don del propio Señor si no vamos y lo buscamos a Él. Dios, dice el profeta Isaías, no le agrada la sangre de toros y de corderos (v. 11), sobre todo si la ofrenda es hecha con las manos manchadas por la sangre de los hermanos (v. 15). Pero yo pienso en algunos benefactores de la Iglesia que vienen con sus ofrendas —“Tome para la Iglesia esta ofrenda”— es fruto de la sangre de tanta gente explotada, maltratada, esclavizada con el trabajo mal pagado! Yo diré a esta gente: “Por favor, llévate tu dinero, quémalo”. El pueblo de Dios, es decir la Iglesia, no necesita dinero sucio, necesita de corazones abiertos a la misericordia de Dios. Es necesario acercarse a Dios con manos purificadas, evitando el mal y practicando el bien y la justicia. Que bello como termina el profeta: «¡Cesen de hacer el mal —exhorta el profeta— aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda!» (vv. 16-17).
Piensen en tantos prófugos que desembarcan en Europa y no saben a dónde ir. Entonces, dice el Señor, los pecados, incluso si fueran como la escarlata, se harán blancos como la nieve, y cándidos como la lana, y el pueblo podrá nutrirse de los bienes de la tierra y vivir en la paz (v. 19).
Es este el milagro del perdón que Dios; el perdón que Dios como Padre, quiere donar a su pueblo. La misericordia de Dios es ofrecida a todos, y estas palabras del profeta valen también hoy para todos nosotros, llamados a vivir como hijos de Dios. Gracias.
(Traducción del italiano: Renato Martinez – Radio Vaticano)
Texto de la catequesis que el Santo Padre Francisco pronunció en nuestro idioma:
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy reflexionamos sobre la misteriosa relación que existe entre misericordia divina y corrección.
Dios se comporta con nosotros como un padre de familia, que ama a sus hijos, los socorre, los cuida, los perdona. Y que también los educa y corrige cuando se equivocan, para ayudarlos a ser responsables, a crecer en el bien y en la libertad. La relación “padre-hijo” es figura de la alianza entre Dios y su pueblo. Esta relación se fragmenta cuando el hombre rechaza la paternidad de Dios. A causa del pecado, pretende convertir la libertad en autonomía y, dejándose llevar por el orgullo, se contrapone a él y vive en una ilusión de autosuficiencia.
Cuando el pueblo se aleja de Dios, desconfía de él y no le obedece, experimenta entonces la aflicción de la prueba. Dios la permite con vistas a la salvación, para que el pueblo pecador, sintiendo el vacío y la amargura del estar lejos de él, pueda abrirse a la conversión y al perdón. Dios habla amorosamente a la conciencia de sus hijos, para que se arrepientan y se dejen amar de nuevo por él. La salvación es siempre un don gratuito de Dios. Pero supone la decisión de escucharlo y dejarse convertir por él.
La corrección forma parte del camino de la misericordia divina. Dios perdona a su pueblo, siempre deja una puerta abierta a la esperanza —Dios nunca cierra la puerta— y le indica que el camino de la salvación no es el de los sacrificios, sino la práctica del bien y la justicia.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que el Señor Jesús nos alcance la gracia de acoger el perdón y la misericordia que el Padre ofrece gratuitamente a todos, para que aprendamos a vivir como hijos suyos. Muchas gracias.