Año C – Tiempo Ordinario – Semana 08 – Domingo
Santísima Trinidad
Por Ignacio Blanco
Evangelio según San Juan 16,12-15
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Muchas cosas me quedan por decirles, pero ustedes no las pueden comprender por ahora; cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, los guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga y les comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo comunicará a ustedes. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les he dicho que tomará de lo mío y se lo anunciará a ustedes».
San Buenaventura, santo franciscano del s. XIII, fue un gran filósofo y un gran teólogo. Entre sus muchas enseñanzas recordamos hoy que decía que el mundo, en la diversidad asombrosa de su geografía, sus formas de vida, su armonía y belleza, es como un libro en el que cada uno de los seres es una palabra. Un libro muy particular, pues en él está escrita con relucientes y llamativos caracteres la obra creadora de Dios Uno y Trino. El hombre muchas veces se comporta como uno que anda por la vida cargando ese libro y no repara en el mensaje que tiene entre manos.
Muchos siglos antes, el pueblo de Israel cantó y recitó innumerables veces las palabras inspiradas de ese salmo que dice:
«El cielo proclama la gloria de Dios,
el firmamento pregona la obra de sus manos:
el día al día le pasa el mensaje,
la noche a la noche se lo susurra» (Sal 18,2-3).
La enseñanza del teólogo y la oración del salmista nos remiten a lo mismo: la creación nos habla de su Autor; el mundo refleja la gloria del Creador. Son muchos los pueblos y culturas de la antigüedad que llegaron a la convicción de que detrás del mundo creado debía existir un creador, como lo señala el libro de la Sabiduría: «Por la grandeza y hermosura de las criaturas se descubre, por analogía, a su Creador» (Sab 13,5). Hoy también encontramos a mucha gente, desde destacados científicos hasta personas sencillas, que admiten la existencia de un ser primero, origen de todo, ante la evidencia que proporciona la observación de la creación. El avance de la ciencia, en este sentido, puede incluso agregar datos que deslumbran e invitan a considerar a Aquel que está detrás de tanta armonía, belleza y complejidad.
Lo que conocemos por la fe acerca del misterio de la Trinidad, sin embargo, es infinitamente mayor. ¿Cómo así? ¿Quién ha subido al Cielo para conocer la intimidad de Dios y darnos noticia de ello? Nadie, pues «a Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo unigénito, el que está en el seno del Padre, Él lo ha revelado» (Jn 1,18). Ha sido Dios, pues, quien ha enviado a su Hijo amado, bajado del Cielo y hecho hombre en el seno de María por obra del Espíritu Santo, y nos ha revelado que siendo un solo Dios es trinidad de Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La Santísima Trinidad es una verdad de fe que nos ha sido revelada por el Señor Jesús (Ver Catecismo de la Iglesia Católica, n. 237) y que responde a preguntas que quizá inquietan el corazón: ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos después de esta vida? ¿Por qué existe algo en vez de nada?
La revelación que nos ha traído la Palabra del Padre, y que el Espíritu Santo nos permite comprender —«el Espíritu de la verdad los guiará hasta la verdad plena» Jn16,13)— no sólo develan para nosotros el sentido último del libro de la creación del que nos hablaba San Buenaventura sino que nos manifiesta que Dios es Comunión de Amor y que ha creado todo lo que existe por sobreabundancia de amor. Hemos conocido incluso, como dice San Juan, que «Dios es amor» (1Jn 4,8). Tres palabras, una frase y allí se nos dice todo.
¿Y a nosotros los seres humanos? Escuchemos una vez más al salmista:
«Al ver tu cielo, hechura de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre para que de él te acuerdes,
el hijo de Adán para que de él te cuides?
Apenas inferior a un dios le hiciste,
coronándole de gloria y de esplendor;
le hiciste señor de las obras de tus manos,
todo fue puesto por ti bajo sus pies» (Sal 8,4-7).
Frente a la inmensidad del cielo y las estrellas, el ser humano, cada uno de nosotros, somos los únicos a los que Dios ha amado por sí mismos; somos los únicos creados por Él a su imagen y semejanza e invitados en Cristo a participar de la naturaleza divina (ver 2Pe 1,4). ¡Esa es nuestra dignidad como hijos de Dios! Ese el horizonte hermoso al que estamos llamados, y frente al cual exclama San Juan: «Miren qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1Jn 3,1-2).
Celebrar y contemplar con reverencia y humildad el misterio de la Trinidad renueva en nosotros el anhelo de alcanzar nuestro destino definitivo, participando en la comunión de amor trinitario. También nos impulsa a abrir nuestro corazón a Dios Amor que sale a nuestro encuentro y nos alienta a vivir desde ya, aquí y ahora, el misterio de amor divino.