Jesús quiere salvarnos
Por Ignacio Blanco
Evangelio según san Marcos 1,40-45
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme». Jesús sintió compasión, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero: queda limpio». La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés». Pero él salió y se puso a pregonarlo y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba afuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.
El leproso que se acerca a Jesús es valiente. En la época de Cristo, y en el mundo cultural y religioso de Israel, padecer la enfermedad de la lepra era de lo peor que le podía pasar a una persona. Socialmente rechazados —se les echaba fuera de los pueblos y ciudades, prohibiéndoseles todo contacto social—, religiosamente segregados —pues se les consideraba impuros—, los leprosos vivían un verdadero infierno en la tierra. Para la esfera civil y para el mundo religioso eran como muertos en vida. El leproso del Evangelio rompe los límites de esa situación existencial, de su experiencia de repudio, trasciende la vergüenza y las barreras sociales, y se acerca a Jesús, se pone de rodillas y le suplica.
¿Qué vio en Jesús el leproso? ¿Qué habría escuchado de Él? El Evangelio de Marcos nos da cuenta de cómo la fama de Jesús se iba extendiendo. Acudían a Él de todas partes pues había curado muchos enfermos, expulsado demonios, dado signos diversos de que era un hombre de Dios. El leproso, pues, ve en Jesús una tabla de salvación, alguien con un poder superior a su enfermedad y postración, y se lanza a buscarlo. Su súplica es conmovedora. Pone todo en sus manos: “Si quieres, puedes…”. Confianza total, abandono a la decisión de Jesús.
El Señor Jesús, nos dice el Evangelio, se conmueve ante el leproso. El término utilizado por Marcos expresa una reacción muy profunda y fuerte en el interior de Jesús. Las palabras y la situación del leproso mueven a compasión, suscitan una profunda pena en el corazón amoroso del Salvador. ¿Cómo no ver en esa reacción de Jesús una concreción hermosa de la actitud de Dios ante la humanidad caída en el pecado? ¿No es precisamente esa conmoción de amor la que lleva a Dios a enviar a su propio Hijo al mundo para sanarnos del pecado, esa enfermedad que desfigura la imagen de Dios que llevamos impresa en el corazón, así como la lepra desfigura el rostro de quien la padece?
«Quiero», dice Jesús. Y toca al leproso con su mano inmaculada. El Salvador toca lo que entonces era intocable y cura lo que parecía incurable. El santo de Dios, el que es “todo puro”, toca lo más impuro que se podía encontrar por el camino. Ese “quiero”, que denota a la vez autoridad, ternura y compasión, recoge en sí la voluntad salvífica de Dios que se manifiesta desde el momento en el que el ser humano le da la espalda a Dios. ¿No enseña San Pablo que «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1Tim 2,4).
El Señor Jesús no evita el contacto con el hombre impuro. Por el contrario, en su paso por la tierra nos dio testimonio del compromiso total de Dios con el hombre caído. Jesús toca la impureza y la sana. «En aquel contacto —dice hermosamente el Papa Benedicto XVI— entre la mano de Jesús y el leproso queda derribada toda barrera entre Dios y la impureza humana, entre lo sagrado y su opuesto, no para negar el mal y su fuerza negativa, sino para demostrar que el amor de Dios es más fuerte que cualquier mal, incluso más que el más contagioso y horrible».
En el Evangelio descubrimos una fuerte invitación a reconocer en nosotros al leproso necesitado de cura. El pecado nos desfigura, nos aparta de Dios y nos aísla alejándonos de los demás. Sólo si reconocemos la enfermedad podremos suplicar por la cura; si nos experimentamos rotos y necesitados, podremos acercarnos al Señor y suplicarle: “si quieres puedes limpiarme”. Sabia la exhortación de San Gregorio Magno: «Reconoce dentro de ti a tu médico, tú que estás herido, y descúbrele las heridas de tus pecados! ¡Que oiga los gemidos de tu corazón, Él para quien todo pensamiento secreto queda manifiesto! ¡Que tus lágrimas le conmuevan! ¡Incluso insiste hasta la testarudez en tu petición! ¡Que le alcancen los suspiros más hondos de tu corazón!».
El Señor Jesús quiere reconciliarnos. Por eso ha dado su vida en la Cruz. Su Resurrección de verdad que ha abierto las puertas de la salvación para todos los hombres. Y esa salvación se derrama como ríos de agua viva en su Iglesia. ¿Qué nos detiene? Esa es quizá una pregunta relevante. ¿Nos acercamos a Jesús con la humildad y confianza del leproso? ¿Acudimos a su encuentro venciendo las barreras de la vergüenza, el miedo o la rutina? ¿Lo buscamos en el Sacramento de la Reconciliación a sabiendas de que allí está Jesús dispuesto a acogernos y repetirnos conmovido sus palabras: “quiero, queda limpio”? Sirva la ocasión para renovarnos en esa actitud espiritual de fondo que descubrimos en el leproso del Evangelio y poner nuestra confianza y esperanza en Aquel que todo lo cura y renueva.