Año B – Tiempo Ordinario – Semana 31 – Domingo}
Por Ignacio Blanco
Evangelio según san Mateo 5,1-12
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y Él se puso a hablar, enseñándoles:
«Dichosos los pobres en el espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos los que lloran,
porque ellos serán consolados.
Dichosos los sufridos,
porque ellos heredarán la tierra.
Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia,
porque ellos quedarán saciados.
Dichosos los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz,
porque ellos se llamarán los Hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia,
porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».
San Bernardo de Claraval (santo monje del s. XII) preguntaba con mucho realismo: «¿De qué sirve nuestra alabanza a los santos, nuestro tributo de gloria y esta solemnidad nuestra?». Y respondía: «Nuestros santos no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto». La aparente dureza de su respuesta entraña una gran verdad. Aquellos que ya gozan de la gloria de Dios, que están viviendo la comunión de amor con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, no tienen necesidad de nuestro tributo y oración. Sin embargo, recordarlos, poner nuestra mirada interior en esos hermanos y hermanas que ya alcanzaron el Cielo, es para nosotros fuente de mucha gracia y alegría. Es más, es una hermosa invitación del Señor a renovarnos en la fe, la esperanza y la caridad, esos ejes fundamentales sobre los que se sostiene la santidad.
Contemplar a los santos y santas, que el libro del Apocalipsis describe como esa multitud que ha lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero, quizá nos lleva en primer lugar a algo muy sencillo: desear estar un día con ellos. Y para llegar a donde ellos han llegado lo primero es procurar vivir como ellos vivieron. «¿Cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios?», pregunta el Papa Benedicto XVI. «Es necesario, ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades», responde. Y eso que parece tan sencillo en ocasiones es muy exigente pues implica un grado de confianza en Dios, una visión de fe que muchas veces desafía nuestros esquemas. La fe, pues, es esa atmósfera fundamental que nos da Jesús para que podamos recibir el oxígeno que necesitamos para vivir espiritualmente, para comprender su Palabra, para confiar en Él y seguirlo por el camino que nos invita a recorrer.
Esta celebración es también ocasión para renovar nuestra esperanza. Mirar la multitud de santos y santas, que como estrellas iluminan el firmamento con la luz de Cristo, nos lleva a preguntarnos: ¿Dónde está puesta nuestra esperanza? El autor de la Carta a los hebreos nos dice en este sentido algo muy edificante. Hablando de cómo Dios no miente y es siempre fiel a sus promesas, invita a los cristianos a correr hasta alcanzar la esperanza. En ella (en la esperanza), «tenemos segura y firme ancla de nuestra alma». El símbolo del ancla —en referencia a la esperanza— acompañó a los cristianos desde el inicio para recordar justamente que el cristiano tiene el corazón anclado en Aquel que nunca defrauda. «La esperanza es un poco como la levadura, que ensancha el alma; hay momentos difíciles en la vida, pero con la esperanza el alma sigue adelante y mira a lo que nos espera. Hoy es un día de esperanza» (Papa Francisco).
La inmensa mayoría de los santos y santas que hoy celebramos nos son desconocidos. Sus rostros y nombres no son famosos, ni dan nombre a plazas o calles. Son hombres y mujeres que vivieron de modo sencillo, siguiendo a Jesús en su vida diaria, procurando ser cada día un poco mejores que el día anterior, esforzándose por llevar adelante sus obligaciones, cada vez más afincados en la esperanza cristiana y sobre todo buscando que todo tenga en sus vidas como motivo y fin la caridad. Y quizá allí está la clave de todo: en la caridad. San Pablo nos enseña claramente que si no tenemos caridad no somos nada (ver 1Cor 13,1-3). Y nos canta luego un hermoso himno a la caridad que nos señala un camino muy concreto por el cual podemos avanzar al Cielo: «La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, ni jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1Cor 13,4-7).
La bienaventuranza y la dicha que Jesús nos promete en el Evangelio sólo pueden germinar en esa atmósfera que nos da la fe, que la esperanza ensancha y que la caridad vivifica. «Por tanto, hermanos, despertemos nuestro espíritu, enardezcamos nuestra fe, inflamemos nuestro deseo de las cosas celestiales; amar así es ponernos ya en camino. Que ninguna adversidad nos prive del gozo de esta fiesta interior, porque al que tiene la firme decisión de llegar a término ningún obstáculo del camino puede frenarlo en su propósito» (San Gregorio Magno).