Año C – Tiempo Ordinario – Semana XXXI Domingo
30 de octubre de 2016
Por Ignacio Blanco
Evangelio según San Lucas 19,1-10
En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Vivía allí un hombre muy rico llamado Zaqueo, jefe de los publicanos. Trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». Él bajó en seguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: «Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más». Jesús le contestó: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa ya que también éste es hijo de Abraham. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».
Zaqueo tenía las condiciones particulares requeridas para gozar de muy poca popularidad entre los habitantes de Jericó. Era jefe de los publicanos, es decir, el jefe de los encargados de cobrar los impuestos; trabajaba para el imperio romano, es decir, para los conquistadores a los que se tenía que entregar parte de las ganancias que se obtenían con el sudor de la frente; y además había acumulado una gran riqueza a expensas del dinero de los demás. Quizá lo más grave de todo era que al ser un “colaboracionista” con el poder extranjero atentaba contra el reinado absoluto de Yahvé y, por lo mismo, era un hombre religiosamente impuro. En una palabra, Zaqueo era a ojos de sus vecinos un pecador público.
Pero Zaqueo era más que eso. El Evangelio nos deja entrever que en su mente y corazón se había suscitado una curiosidad por saber quién era ese Jesús que pasaba por su ciudad. «Trataba de distinguir quién era Jesús» dice el texto de Lucas. ¿Habría escuchado de Él, de sus prodigiosas curaciones y milagros, de sus prédicas? Probablemente. Lo que sabemos con certeza es que, a pesar de la abundancia de sus bienes y pecados, el deseo de ver a Jesús logró abrirse paso. Buscó incluso la manera de superar un obstáculo que toda su riqueza no podía remediar: era bajo de estatura. Se subió a un árbol para poder verlo.
El Señor Jesús levanta la mirada para alcanzar a Zaqueo en la altura del árbol. El Altísimo bajado del Cielo tiene que mirar hacia arriba para ver a aquel que por ser tan pequeño no podía verlo parado en sus pies y tuvo que subirse a la higuera. Una paradoja, por lo demás fecunda, que nos remite a ese movimiento de amor infinito que lleva a Dios a “abajarse” para rescatarnos de nuestra pequeñez y elevarnos hacia Él. Jesús mira a Zaqueo con esos ojos de misericordia y amor capaces de transformarlo todo y, a pesar de que sabía el escándalo que iba a generar, lo llama por su nombre y se invita a su casa. Ese alojamiento en su vivienda, ¿no es reflejo de una “visita” muchísimo más profunda?
Zaqueo así parece haberlo vivido pues «bajó enseguida y lo recibió muy contento», e inmediatamente enmienda su camino: restituye lo robado —en mucho mayor medida de lo que la Ley establecía— y se desprende de la mitad de sus bienes en favor de los pobres. Los conciudadanos de Zaqueo son incapaces de ver lo acontecido. Su cortedad de mirada no logra superar los muros de sus murmuraciones: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador», decían. Mientras tanto, un hermoso milagro se había obrado: la salvación llegó al corazón de un hijo de Abraham. El Pastor recuperó una oveja perdida. La misericordia le arrebató un hombre al pecado.
La conversión de Zaqueo es una hermosa prueba de que la misericordia de Dios alcanza a todos. «Dios no excluye a nadie, ni a pobres y ni a ricos. Dios no se deja condicionar por nuestros prejuicios humanos, sino que ve en cada uno un alma que es preciso salvar, y le atraen especialmente aquellas almas a las que se considera perdidas y que así lo piensan ellas mismas. Jesucristo, encarnación de Dios, demostró esta inmensa misericordia, que no quita nada a la gravedad del pecado, sino que busca siempre salvar al pecador, ofrecerle la posibilidad de rescatarse, de volver a comenzar, de convertirse» (Benedicto XVI). ¡Qué lección nos deja hoy el pequeño Zaqueo! Dios pasa, “se invita” constantemente a nuestra casa, prácticamente suplica que le abramos (ver Ap 3,20) pues nada quiere más que traernos la salvación como la llevó a la casa de Zaqueo.
Ahora bien, Zaqueo se procuró la manera de superar su baja estatura, hizo a un lado la vergüenza y sus prejuicios, porque de alguna manera quería ver a Jesús. Hubo un movimiento interior, aunque sea mínimo, que lo impulsó a buscar a Jesús. Esta actitud, nos dice San Juan Pablo II, nos invita a preguntarnos: «¿Quiero yo “ver a Cristo”? ¿Hago todo para “poder verlo”? Este problema, después de dos mil años, es tan actual como entonces, cuando Jesús atravesaba las ciudades y los poblados de su tierra. Es el problema actual para cada uno de nosotros personalmente: ¿Quiero?, ¿quiero verdaderamente? O, quizá más bien, ¿evito el encuentro con Él? ¿Prefiero no verlo o prefiero que Él no me vea (al menos a mi modo de pensar y de sentir)? Y si ya lo veo de algún modo, ¿prefiero entonces verlo de lejos, no acercándome demasiado, no poniéndome ante sus ojos para no llamar la atención demasiado…, para no tener que aceptar toda la verdad que hay en Él, que proviene de Él, de Cristo?».
Zaqueo, pecador e impuro, dejó entrar a Jesús en su casa y en su corazón; no se detuvo a hacer consideraciones sobre las posibles repercusiones y costes profesionales o de cualquier índole de su apertura. Abrió las puertas y la salvación llegó a su casa. ¿Y nosotros?