Domingo con Xto Mi vida en Xto

Domingo 30 Ordinario: Una enseñanza sobre la oración

Año C – Tiempo Ordinario – Semana 30 – Domingo
23 de octubre de 2016

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Por Ignacio Blanco

Evangelio según San Lucas 18,9-14

En aquel tiempo, para algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás, ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de mí que soy un pecador”. Les digo que este último bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se engrandece será humillado, y el que se humilla será engrandecido».

Con la parábola del fariseo y el publicano el Señor nos muestra un aspecto más interior de la vida de oración. Ambos hombres —el fariseo el publicano— suben al templo a orar. Exteriormente, ambos han realizado una acción semejante. Sin embargo, la disposición interior es tan importante que uno de ellos, a pesar de formalmente haber hecho lo mismo que el otro, bajó del templo sin haber sido justificado.

¿Dónde reside la radical diferencia de actitud? El Señor Jesús nos lo dice con claridad: en la humildad. La Escritura nos enseña que «Dios resiste a los soberbios pero da su gracia a los humildes» (Prov 3,34) y, efectivamente, así nos lo enseña Jesús en esta parábola.

Si consideramos con atención las palabras del fariseo, podemos entrever cómo ellas expresan una actitud interior que se ha enseñoreado de su corazón. Si de lo que rebosa el corazón habla la boca (ver Lc 6,45), entonces el corazón del fariseo está lleno de sí mismo. En su “oración” él parece ser el punto de partida y el punto de llegada. San Agustín observa que en las palabras del fariseo no encontraremos «ruego alguno dirigido a Dios. Había subido en verdad a orar, pero no quiso rogar a Dios, sino ensalzarse a sí mismo, e insultar también al que oraba».

Este hombre —que significativamente está erguido mientras reza— manifiesta una conciencia satisfecha de sí misma, que de alguna manera se ha convencido de no necesitar la misericordia de Dios porque cumple a cabalidad con los preceptos de la Ley. Así, en el corazón del fariseo no hay lugar para el Señor pues está todo ocupado por él mismo. El ensalzamiento de sí, la soberbia, lo ha llevado a perder el sentido de la realidad y a centrar todo alrededor de su propia persona. No es capaz de reconocer, ni siquiera con su postura física, quién es Dios, y menos de relacionarse con Él en la oración. Está tan embotado de su propio “yo” que su oración termina siendo un monólogo.

El publicano, por el contrario, se queda atrás y, dice Jesús, «no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo». Tal era su experiencia de indignidad, de total insuficiencia, que la expresa también en su postura física. Sus palabras transparentan la conciencia vital de quién es Aquel a quien se dirige y lo radicalmente necesitado que se experimenta de su misericordia. La humildad enciende la luz de la verdad que permite al publicano reconocerse pecador y necesitado del perdón de Dios y acudir con confianza a la fuente de la misericordia. San Agustín describe esta experiencia con estas bellas palabras: «Estaba lejos y, sin embargo, se acercaba a Dios, y el Señor lo atendía de cerca. El Señor está muy alto y, sin embargo, mira a los humildes. No levantaba sus ojos al cielo y no miraba para que se le mirase. Su conciencia le abatía; pero su esperanza le elevaba».

¡Qué gran enseñanza nos deja el Señor Jesús con esta parábola! La humildad, virtud fundamental para el discípulo de Jesús, es esencial en nuestra vida de oración. Es más, a la luz de las actitudes del publicano y del fariseo, podemos decir que sin humildad nuestra vida de oración corre el gravísimo riesgo de convertirse en un monólogo cuando debería ser un diálogo de amor fundado en la verdad. Desarrollada sobre ese sólido cimiento, la oración nos permite crecer hasta la estatura del Señor Jesús (ver Ef 4,13). Si nos falta la humildad, corremos el riesgo enorme de que nuestra oración sea autoreferente, de que nuestras palabras nunca lleguen al Cielo pues comenzarán en nosotros y terminarán en nosotros mismos.

¿Cómo vivimos la humildad en nuestra oración?, podríamos preguntarnos. Y claro, tendríamos que hacernos una pregunta previa: ¿Rezamos? El ejemplo del publicano arrepentido y humilde nos alienta a renovarnos en nuestra vida de oración. Quizá el primer paso sea reconocer con humildad ante el Señor que muchas veces no lo buscamos lo suficiente; que llenamos nuestra mente y corazón de tantas cosas que poco sitio queda para Él; que a veces tantas responsabilidades y actividades nos hacen transcurrir jornadas enteras en las que al final no hay tiempo para Él. No lo olvidemos: si Él falta, todo lo demás es en vano.

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