Año C – Tiempo Ordinario – Semana 18 – Domingo
31 de julio de 2016
Por Ignacio Blanco
Evangelio según san Lucas 12,13-21
En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia». Él le contestó: «Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre ustedes?». Y dijo a la gente: «Miren: guárdense de toda clase de codicia. Que por más rico que uno sea, la vida no depende de los bienes». Y les propuso una parábola: «Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y se puso a pensar: “¿Qué haré? No tengo dónde almacenar la cosecha”. Y se dijo: “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida”. Pero Dios le dijo: “Necio, esta misma noche vas a morir. Lo que has acumulado, ¿para quién será?”. Así le sucede al que amontona riquezas para sí mismo y no es rico a los ojos de Dios».
Nunca podemos dejar de maravillarnos de la capacidad que tiene Jesús para aproximarse a las personas y sus circunstancias. Como diríamos coloquialmente, siempre va el punto. No se queda en cosas superficiales, coyunturales sino que sabe, a partir de esas circunstancias, hablar a lo profundo del corazón e invitar a convertirnos cada día más a Él.
La disputa hereditaria que se le presenta, es ocasión para que el Señor nos dé una enseñanza esencial: lo más importante en la vida no depende de los muchos o pocos bienes que se puedan tener o acumular. No demos por descontado el significado profundo que tiene esta lección. Todos, querámoslo o no, vivimos hoy sumergidos en una cultura que ha hecho del tener uno de sus ídolos. Por más que seamos conscientes de ello, y que incluso seamos críticos de esa situación, no somos inmunes a su influjo. Si alguien nos pregunta: “¿Tú vales por lo que eres o por lo que tienes?”, la respuesta que probablemente daremos será que por lo que somos. Y es cierto, es la respuesta correcta. Pero, si analizamos nuestros modos de proceder, las expectativas de “valoración” que anidan en nuestra mente y corazón, si discernimos con fineza las intenciones que desde el interior muchas veces motivan nuestras acciones, ¿somos coherentes con esa respuesta?
La parábola del hombre rico que acumula los excedentes de su maravillosa cosecha nos debe hacer pensar mucho, con sinceridad. Jesús nos muestra el camino, nos lleva de la mano paso a paso para confrontarnos con la verdad del Evangelio.
¿Qué nos ofrece la abundancia de bienes? Estatus, capacidad adquisitiva, poder… Pero más al fondo, sobre todo si lo pensamos no sólo en términos de dinero sino de bienes temporales en general, ¿qué nos proporciona esa abundancia? El problema no está en los bienes ni en el hecho de poseerlos. Ni siquiera en si son mucho o pocos, aunque es evidente que a mayor cantidad de bienes, mayor posibilidad de caer en la trampa. El problema está en el corazón humano que de manera desordenada busca en ellos algo que no son capaces de dar y empieza a tejer un malsano tramado de egoísmo, avaricia, búsqueda de poder y un largo etcétera.
«Miren: guárdense de toda clase de codicia». Es la advertencia de Jesús. La codicia, ¿no es justamente ese deseo desordenado por tener más de lo necesario, atribuyéndole a los bienes, honores o éxitos un valor desproporcionado? Se les otorga un lugar en la vida que poco a poco empieza a desplazar otras realidades, personas (incluso las más queridas) y termina por ocupar ese lugar que sólo le corresponde a Dios. Se busca en ellos una seguridad y paz que nunca nos darán. Y tal vez por eso necesitamos más, cada vez más y más, y nunca es suficiente.
Como en el caso del hombre rico de la parábola, la muerte es muy buena consejera. Tal vez como pocas cosas en la vida, ponernos ante la posibilidad de la muerte nos ayuda a redimensionar las cosas. Por eso pide el salmista: «Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato» (Sal 89,12). Ante la muerte súbitamente ciertas realidades pierden el poder de fascinación que ejercían sobre nosotros y muestran su fugacidad y a veces su inconsistencia. «Vanidad de vanidades, ¡todo es vanidad!» (Ecl 1,2) nos advierte el sabio. Cualquier tipo de riqueza material palidece ante la posibilidad real de que de un momento a otro nuestra vida en esta tierra puede llegar a su fin. ¿Qué será entonces lo que cuente? ¿Lo que tenemos, lo que hemos sido capaces de adquirir y acumular, nuestros éxitos y logros, o lo que somos?
Particularmente significativas son las palabras finales del Evangelio con las que Jesús nos llama la atención sobre el peligro de amontonar riquezas para uno mismo y no ser rico a los ojos de Dios. Al que acumula para sí, dice Jesús, Dios lo llama necio, insensato, uno que ha perdido el juicio y el sentido de la realidad. Todo lo opuesto al hombre sensato, sabio y prudente.
La pregunta sería, entonces, ¿qué tenemos que hacer para ser sensatos, para no precipitarnos por el sendero que conduce a la necedad? El Señor nos dice: sé “rico a los ojos de Dios”. O como dicen otras traducciones, con un sentido más activo, anda “enriqueciéndote ante Dios”. ¿De qué riqueza se trata? Como dice San pablo, de la de «los bienes de allá arriba, donde está Cristo» (Col 3,1). Eso significa que Jesús es el centro de nuestra vida, que es «la síntesis de todo» (Col 3,11), que es la perla preciosa por la que se vende todo (ver Mt 13,44ss) y el tesoro escondido que nos ha sido regalado. La “moneda” que nos enriquece ante Dios, si cabe la figura, es la caridad. No hay otra. Y ese es el camino que Jesús nos propone: vivir el amor, a Dios sobre todas las cosas y a nuestras hermanas y hermanos como a nosotros mismos.
Si vivimos en Él, procurando configurarnos con su mente y su corazón (ver 1Cor2,16; Flp 2,5), nos iremos “enriqueciendo ante Dios”; si buscamos cooperar con la fuerza del Espíritu para despojarnos del hombre viejo con sus obras, y revestirnos del hombre nuevo renovado a imagen de su Creador (ver Col 3,9-10), nos iremos “enriqueciendo ante Dios”; si vivimos en Él tendremos la libertad para poder hacer un recto uso de los bienes temporales, siempre abiertos al servicio, la generosidad y la solidaridad.