Año C – Tiempo Ordinario – Semana 17 – Domingo
24 de julio de 2016
Por Ignacio Blanco
Evangelio según san Lucas 11:1-13
Una vez, estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oren digan: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos ofende, y no nos dejes caer en la tentación”». Y les dijo: «Si alguno de ustedes tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle”. Y, desde dentro, el otro le responde: “No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos”. Si el otro insiste llamando, yo les digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos para que no siga molestando se levantará y le dará cuanto necesite. Por eso yo les digo: Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre ustedes, cuando su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide pescado, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues, si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?».
¡Cuánto debemos agradecer al discípulo que, movido por el testimonio del Señor, le pide que nos enseñe a rezar! Antes de hacer la pregunta, experimentó tal vez una cierta reserva o temor, o la vacilación por quizá interrumpir algo muy personal en la vida de Jesús. El hecho es que pudo más su deseo de aprender del Maestro, de transitar el camino que Él mismo iba recorriendo, de rezar como Él lo hacía, y gracias a ello podemos hoy dirigirnos al Padre con las mismas palabras de su Hijo.
En la oración del Padrenuestro se juntan los extremos de la sencillez y la profundidad. Es tal vez de las primeras plegarias que aprendimos de niños y de las últimas que recitaremos antes de partir de este mundo. Santos y doctores de la Iglesia nos enseñan que es perfecta entre las plegarias, que resume y expresa el corazón de la Buena Nueva, que es camino de configuración con Cristo, el Hijo del Padre. El Catecismo lo expresa claramente: «Esta oración que nos viene de Jesús es verdaderamente única: ella es “del Señor”. Por una parte, en efecto, por las palabras de esta oración el Hijo único nos da las palabras que el Padre le ha dado (ver Jn 17, 7): Él es el Maestro de nuestra oración. Por otra parte, como Verbo encarnado, conoce en su corazón de hombre las necesidades de sus hermanos y hermanas los hombres, y nos las revela: es el Modelo de nuestra oración».
Además de las palabras que el Señor nos regala —y que es tarea de toda la vida meditar e interiorizar— también nos enseña una serie de actitudes con las que debemos cultivar nuestra vida de oración. Lo primero quizás es que en nuestra oración debemos tener una actitud filial, inspirada en la relación de Jesús con su Padre. Ello ya nos habla de que la oración es una relación con alguien. Y ese alguien —Dios— se nos ha revelado en Cristo como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Al enseñarnos a rezar, el Señor Jesús nos invita a dirigirnos al Padre con Él y en Él, acogiendo la fuerza del Espíritu que eleva nuestra plegaria. Como dice San Pablo, la prueba de que somos hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! (ver Gal 4,6). Somos, pues, hijos en el Hijo, amados por el Padre y sostenidos y edificados por la fuerza del Espíritu Santo.
Lo segundo es que nuestra oración debe ser insistente, perseverante, constante. La figura del amigo que va en busca de unos panes donde su vecino nos transmite con claridad la necesidad de no desanimarnos ni abandonar nuestra oración. Pero, claro está, no sólo se aplica esto a la insistencia en pedirle a Dios por alguna necesidad que podamos sufrir o por alguna otra persona, sino que se refiere también a la importancia de ser perseverantes en la vivencia de los diferentes momentos de oración que podamos tener en el día. Esto muchas veces requiere hacer frente a nuestros malos hábitos, al cansancio o la rutina. Pero, si la oración es una relación de amistad con Dios, entonces necesitamos cultivarla cotidianamente con perseverancia y constancia.
Finalmente, Jesús nos enseña que nuestra oración se debe fundar en una profunda confianza en la bondad y el amor de Dios por cada uno de nosotros. La comparación que pone el Maestro no puede ser más elocuente: Si nosotros le damos cosas buenas a los que queremos, ¡cuánto más el Padre que nos ama tanto que envió a su propio Hijo para salvarnos! La oración, pues, se sustenta en la fe, se nutre de ella y nos introduce en una dinámica de confianza y seguridad.
“Pide y se te dará; busca y encontrarás; llama y se te abrirá”. Estas palabras de Jesús no nos deben llevar a pensar en la oración como en una especie de magia mecánica: recibo lo que pido, según mi expectativa y medida. El Papa Francisco contó una anécdota de cuando era sacerdote que ilumina mucho este punto: «Fui a predicar ejercicios espirituales a unas religiosas y el último día se confesaron. Vino una hermana anciana, de más de ochenta años, con los ojos claros, realmente luminosos. Era una mujer de Dios. Al final le dije: “Hermana, como penitencia rece por mí, porque necesito una gracia, ¿eh? Si usted la pide al Señor, seguro que me la dará”. Ella se detuvo un momento, como si rezara, y me dijo esto: “Seguro que el Señor le dará la gracia, pero no se equivoque: a su modo divino”». Y concluye el Papa: «El Señor nos da siempre lo que pedimos pero lo hace con su modo divino». De ahí la necesidad de la fe, la confianza en Él y la docilidad a su pedagogía llena de amor y sabiduría.