Por Ignacio Blanco
Evangelio según San Lucas 7,11-17
En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naim, e iban con Él sus discípulos y mucha gente. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y mucha gente del pueblo la acompañaba. Al verla, el Señor tuvo compasión de ella y le dijo: «No llores». Se acercó al ataúd, lo tocó. Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús dijo: «¡Muchacho, a ti te digo, levántate!». El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo». La noticia del hecho se divulgó por toda Judea y por toda la región vecina.
A diferencia de otros milagros, en esta ocasión no vemos a una persona que le pida al Señor realizarlo. Recordemos al centurión que viene a pedirle a Jesús por su siervo enfermo (ver Mt 8,5ss); o a los ciegos que encontrándolo por el camino le suplican: «Ten piedad de nosotros, Hijo de David» (Mt 9,27); o la desgarradora escena en la que Jairo «le rogaba diciendo: Mi hijita está en las últimas; ven e impón tus manos sobre ella para que se salve y viva» (Mc 5,23). A su paso por el pueblo de Naim, Jesús no escucha a nadie suplicarle de esa manera.
Sin embargo, la situación de la viuda, madre del muchacho muerto, de alguna manera le habla al Señor y conmueve sus entrañas de amor y misericordia. «Al verla, —nos dice el Evangelio— el Señor tuvo compasión de ella», se acercó y le dijo «no llores». ¡Qué reverencia la de Jesús! Se acerca a la madre —¿tal vez viendo en ella un anticipo del dolor que tendría María al verlo a Él muerto en la Cruz?— y la consuela. Y luego toca el ataúd. Un signo de realismo impresionante. «Toca, pues, el féretro, saliendo la vida al encuentro de la muerte» comenta San Juan Crisóstomo para ayudarnos a tomar consciencia de lo que ahí está sucediendo.
«Al verla, el Señor tuvo compasión de ella». Compasión significa, en el lenguaje que utiliza el evangelista Lucas, una profunda conmoción interior, algo que realmente remece lo más profundo de los afectos humanos. Jesús, verdadero hombre, vive con toda su carga esa experiencia humana y se compadece, dándonos una muestra del amor infinito que nos tiene. Amor que lo llevó a hacerse hombre, a dar su vida en la Cruz y a resucitar victorioso, venciendo a la muerte para levantar a la humanidad entera que —como el joven de Naim— estaba muerta por el pecado.
Una aplicación personal: En algunos países en los que se habla castellano tenemos una expresión que dice: “la procesión va por dentro”. Se utiliza cuando, por ejemplo, una persona sobrelleva en silencio una situación difícil, dolorosa o triste. Puede estar acompañada —como lo estaba la madre en la “procesión” que llevaba el ataúd de su único hijo— pero hay una dimensión en la que se experimenta de modo único el peso de la situación. En la vida todos hemos experimentado de una u otra forma, o tal vez lo hacemos ahora mismo, esa realidad. Incluso si pensamos en nuestro combate espiritual, todos sobrellevamos luchas personales con vicios, pecados, defectos de carácter, que muchas veces pueden tornar árida y difícil nuestra experiencia.
Frente a ello, hoy el Señor Jesús se acerca a nosotros, se compadece, nos hace notar su presencia en esa “procesión”. Pero no sólo es eso. Él sale a nuestro encuentro y nos “toca” interiormente con el don de su amor sanando cualquier herida, reconciliando cualquier ruptura, aliviando las penas y tristezas que podamos tener. Al tocar el ataúd del joven muerto y ordenarle que se levante, Jesús transformó el corazón de la madre sufriente y todos los presentes se sobrecogieron, se llenaron de ese temor reverencial que aflora en presencia de lo extraordinario, de aquello que viene de lo Alto. El Señor, una y otra vez, se acerca a nosotros y nos ofrece su perdón y su amor, nos ofrece la vida verdadera. ¡Levántate!, nos dice. ¿Qué hacemos nosotros?
El Apóstol San Pablo nos da un consejo que no podemos desatender: «Fueron en otro tiempo tinieblas, pero ahora son luz en el Señor. Caminen como hijos de la luz (…) Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo» (Ef 5,8.14).