I. LA PALABRA DE DIOS
Eclo 3,3-7.14-17: «Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre»
Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre sus hijos.
El que honra a su padre alcanza el perdón de sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre recibirá alegría de sus hijos y, cuando rece, su oración será escuchada; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha.
Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque su inteligencia se debilite, sé comprensivo con él, no lo desprecies mientras vivas.
La ayuda prestada al padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados.
Sal 127,1-5: «Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos»
Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien.
Tu mujer, como parra fecunda,
en medio de tu casa;
tus hijos, como brotes de olivo,
alrededor de tu mesa.
Ésta es la bendición del hombre
que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida.
Col 3,12-21: «Esposas, respeten a sus maridos. Maridos, amen a sus esposas»
Hermanos:
Como elegidos de Dios, santos y amados, revístanse de sentimientos de misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión. Sopórtense mutuamente y perdónense, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo.
Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo perfecto.
Que la paz de Cristo reine en sus corazones; a ella han sido convocados, para formar un solo cuerpo.
Y sean agradecidos. La palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza; instrúyanse unos a otros con toda sabiduría; corríjanse mutuamente. Canten a Dios, denle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y, todo lo que de palabra o de obra realicen, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él.
Esposas, respeten a sus maridos, como creyentes en el Señor. Maridos, amen a sus esposas, y no sean duros con ellas.
Hijos, obedezcan a sus padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperen a sus hijos, no sea que se desalienten.
Mt 2,13-15.19-23: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto»
Cuando se fueron los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo:
— «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo».
José se levantó de noche, tomó al niño y a su madre, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta: «Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto».
Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José en Egipto y le dijo:
— «Levántate, toma al niño y a su madre y regresa a Israel; ya han muerto los que atentaban contra la vida del niño».
Se levantó, tomó al niño y a su madre y volvió a Israel.
Pero, al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allá. Y, avisado en sueños, se retiró a Galilea y se estableció en un pueblo llamado Nazaret. Así se cumplió lo que dijeron los profetas, que se llamaría Nazareno.
II. APUNTES
La primera lectura está tomada de un libro sapiencial. El pasaje elegido para este Domingo habla de las actitudes que los hijos han de observar para con sus padres: es deber del hijo honrar a su padre y a su madre. El hijo que así obra experimentará el favor divino, recibirá grandes recompensas.
En la segunda lectura San Pablo exhorta a los cristianos de Colosas a revestirse «de sentimientos de misericordia entrañable», es decir, a acoger y vivir la misma misericordia y caridad que viene de Dios. A este trabajo y esfuerzo antecede, sin embargo, un don: haber sido amados y elegidos por Dios y haber sido santificados por Él. Una vez concedido el don y la gracia, Dios espera de nuestra parte una respuesta afirmativa y una esforzada cooperación, para que el don y la gracia recibidas se expresen en una vida nueva así como en nuevas relaciones interpersonales, que han de estar regidas —como enseña San Pablo— por la bondad, la humildad, la mansedumbre, la paciencia, el saber soportarse unos a otros y perdonarse mutuamente cuando alguno tiene alguna queja contra el otro.
De este esfuerzo por revestirse de sentimientos de misericordia derivan también el respeto de las esposas con respecto a sus maridos, el amor de los maridos a sus mujeres, amor que debe expresarse en un trato digno, amable y respetuoso. En lo que toca a los hijos, se expresa en la obediencia a sus padres. Por su parte, los padres no han de exasperar a sus hijos.
En un hogar en el que Cristo habita, en el que el amor es vínculo de perfección y causa de unidad, no hay dominadores ni dominados, no hay abusos e imposición de unos sobre otros, no hay maltratos. Hay en cambio unidad de mente, de corazón y de acción en Cristo. La caridad tiene la primacía entre cada uno de los miembros de la familia, empezando por los esposos de quienes los hijos han de aprender. Ese amor se expresa en el respeto y servicio mutuo, en buscar siempre y en primer lugar el bien del otro antes que el propio, venciendo todo egoísmo e individualismo corrosivo. En el esfuerzo personal por revestirse de la caridad de Cristo se va construyendo la verdadera y profunda comunión entre los esposos e hijos, comunión que trae la paz y la alegría a todos.
Esta unión en el amor se vivía ejemplarmente en la Sagrada Familia, aquella que luego de algunas iniciales travesías finalmente se ubicó en una ciudad de Galilea llamada Nazaret (Evangelio).
José, luego de las indicaciones iniciales recibidas del Ángel (ver Mt 1,24), asumió su misión de esposo de María y padre putativo de Jesús, cuidando del Niño y de su madre. De este modo los tres formaron una pequeña comunidad de vida y de amor, núcleo familiar que participó en todo de las mismas preocupaciones, sufrimientos, esperanzas y gozos que experimentan las familias humanas más humildes y frágiles.
Luego de la visita de los magos venidos de oriente para adorar al Niño-Rey (ver Mt 2,9-12), el Ángel del Señor se aparece a José en sueños para mandarle: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto». José no espera “hasta mañana”, sino que de inmediato «se levantó, tomó al niño y a su madre y volvió a Israel».
Desde el primer momento el Hijo de Dios, nacido en nuestra carne mortal, pequeño, débil y pobre, verá su existencia amenazada por los poderes de este mundo. El rey Herodes, apodado “el grande”, se había enterado por labios de los magos de que le había nacido un rey a Israel. Les pidió que terminada su búsqueda volviesen para avisarle donde encontrarlo e ir también él a adorarlo (ver Mt 2,8), cuando en realidad su intención era matar al Niño. Herodes, aferrado al poder, no quería que nadie le arrebatase su reino. Este Niño resultaba ser una amenaza para él, y había que eliminarlo sin importarle si tenía que atropellar la vida de los más débiles e indefensos para cumplir su cometido. Su crueldad no tendría límite alguno (ver Mt 2,16).
Al morir Herodes y pasar el peligro, José nuevamente recibe un aviso del Ángel: «Levántate, toma al niño y a su madre y regresa a Israel». Él obedece nuevamente con prontitud.
Ni en el relato de la “anunciación a José” (Mt 1,20-21) ni en las siguientes manifestaciones del Ángel a José escuchamos respuesta alguna. Sin embargo, José, sin mediar palabra, puso inmediatamente por obra lo que el ángel del Señor le había mandado. Él responde también con un fiat silencioso pero elocuente, un fiat manifestado una y otra vez en aquel poner por obra de inmediato lo que el ángel del Señor le decía. En esta respuesta pronta y obediente, fruto de su amor a Dios y confianza en sus planes, se revela un rasgo esencial de la personalidad del Santo Custodio de la Sagrada Familia. Él, como María, se considera a sí mismo un siervo del Señor, que no busca otra cosa sino que en él se haga según su Palabra (ver Lc 1,38).
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
La Iglesia está segura de que la familias cristianas, al contemplar y descubrir en la Sagrada Familia las características del auténtico amor, tal y como debe ser vivido entre los esposos y sus hijos, serán ellos mismos firmemente alentados y rectamente orientados a seguir ese específico sendero de santidad y de plena realización humana.
Preguntémonos ahora: ¿Cuáles son algunas de esas orientaciones que la paradigmática familia de Nazaret brinda a las familias cristianas?
«Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados…». La voz del Apóstol les recuerda a los padres, aunque no sólo a ellos, sino también a todo otro miembro de la familia cristiana, que ante todo deben tener siempre una clara conciencia de su identidad y “estado de elección”: los esposos son hijos de Dios, por quienes el Señor Jesús ha dado su sangre. Por ello, su primera y principal tarea es la de reconocer su dignidad y la de trabajar por ser santos (ver Lumen gentium, 40), procurando vivir en amorosa obediencia a Dios y a sus planes de amor. Como amados de Dios, los esposos han sido elegidos por Dios (ver Ef 1,5-6) para una misión de paternidad o maternidad, misión que sólo podrán realizar si trabajan por hacer de su matrimonio un ámbito de comunión que se nutre del amor que viene de Dios.
En efecto, la familia cristiana se construye y edifica sobre el amor de los esposos, amor que ante todo es un don de Dios derramado en sus corazones (ver Rom 5,5) y que han de vivir entre sí “como Cristo nos ha enseñado” (ver Jn 15,12), amor por el que «se entregan y se reciben recíprocamente en la unidad de “una sola carne”» (S.S. Juan Pablo II, Carta a las familias, 11). Este amor, «que hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí mismo», significa «dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar libre y recíprocamente», y ese amor, que realiza la entrega de la persona «exige, por su naturaleza, que sea duradera e irrevocable» (allí mismo).
La fidelidad de los padres a su identidad y vocación fundamental como hijos de Dios les permitirá, viviendo como discípulos de Cristo, revestirse de «entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia» (Col 3,12), haciendo del amor y de la caridad el vínculo de comunión de esta pequeña iglesia doméstica. Por ello, cuando «la esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor» (S.S. Juan Pablo II, Familiaris consortio, 17), el hogar cumple su función de ser la primera escuela de vida cristiana, «escuela del más rico humanismo» (Gaudium et spes, 52) en donde los hijos aprenden a vivir el amor en la entrega de sí mismos y en la respetuosa acogida del otro.
Como colaboradores de Dios en su obra creadora (ver S.S. Juan Pablo II, Evangelium vitae, 43), los padres han de recordar siempre con alegría y gratitud su específica vocación de servir a la vida que brota del don de Dios, vida que es el fruto precioso de su unión en el amor. En este sentido, ser padre o madre implica ser portador de una hermosísima misión de la que el Señor les ha hecho partícipes: viviendo un amor maduro deberán estar abiertos a la bendición de la vida, han de cuidar y proteger a sus hijos porque son un don de Dios, y han de educarlos, con la palabra y el ejemplo, «en la auténtica libertad, (aquella) que se realiza en la entrega sincera de sí». De este modo cumplen fielmente su misión, cuando buscan cultivar en sus hijos «el respeto del otro, el sentido de la justicia, la acogida cordial, el diálogo, el servicio generoso, la solidaridad y los demás valores que ayudan a vivir la vida como un don» (Evangelium vitae, 92). Por último, tienen como deber más sagrado el fomentar en sus hijos la obediencia de la fe prestada a Dios (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 142-144), por la que los guían y orientan en el camino de su propia realización, según la propia vocación y misión con la que Dios los bendice.
También han de recordar vivamente que por el ejercicio constante de su fe, están llamados a colaborar primera y principalmente con la gracia del Señor en la tarea de traer a sus hogares la presencia del Emmanuel: como María, acogiendo, concibiendo y dando a luz la Palabra, y como José, protegiendo diligentemente al Niño de la persecución que sufre en el mundo por los modernos “Herodes”. En este sentido, toda familia cristiana «recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa» (Familiaris consortio, 17).
Tras las huellas de María y José, los hogares cristianos están llamados a convertir «su vocación al amor doméstico —con la oblación sobrehumana de sí, de su corazón y de toda capacidad—, en el amor puesto al servicio del Mesías, que crece en su casa» (S.S. Pablo VI). De ese modo, al esforzarse los padres en ser para sus hijos un vivo ejemplo y testimonio de amor y caridad cristiana, los hijos estarán en condiciones de vivir, a su vez, en amorosa y respetuosa actitud para con sus padres y con todos sus semejantes.
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Hilario: «Antes, para dar a entender que ella estaba desposada con un justo, la llamó su esposa, pero ahora, después del nacimiento de Jesús, [el evangelista San Mateo] no le da otro título que el de madre, y esto porque así como el casamiento con José se presenta como garantía de la virginidad de María, así la maternidad divina nos ofrece la prueba más irrecusable de esta misma virginidad».
San Juan Crisóstomo: «Ved al tirano llenarse de furor apenas nace este Niño, y ved también a la Madre huir con el Hijo a tierra extranjera, y sirva esto de ejemplo para que cuando comencéis alguna obra espiritual y os sintáis afligidos por la tribulación, no os turbéis ni dejéis llevar del abatimiento sino soportéis con valor y heroísmo todas las contradicciones».
San Beda: «El Salvador, conducido a Egipto por sus padres, nos enseña que muchas veces los buenos se ven obligados a huir de sus hogares por la perversidad de los malos, y aun también condenados a un destierro. El que había de decir a los suyos: “Cuando os persiguiesen en una ciudad huid a la otra”, nos dio primero el ejemplo, huyendo como un hombre delante de otro hombre después que había sido adorado por los magos y anunciado por una estrella».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
La familia cristiana, “iglesia doméstica”
1655: Cristo quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia de José y de María. La Iglesia no es otra cosa que la «familia de Dios». Desde sus orígenes, el núcleo de la Iglesia estaba a menudo constituido por los que, «con toda su casa», habían llegado a ser creyentes. Cuando se convertían deseaban también que se salvase «toda su casa». Estas familias convertidas eran islotes de vida cristiana en un mundo no creyente.
1656: En nuestros días, en un mundo frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe, las familias creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la familia, con una antigua expresión, «Ecclesia doméstica» (LG 11). En el seno de la familia, «los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de fomentar la vocación personal de cada uno y, con especial cuidado, la vocación a la vida consagrada» (LG 11).
1657: Aquí es donde se ejercita de manera privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia, de la madre, de los hijos, de todos los miembros de la familia, «en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras» (LG 10). El hogar es así la primera escuela de la vida cristiana y «escuela del más rico humanismo» (GS, 52,1). Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de su vida.
1658: Es preciso recordar asimismo a un gran número de personas que permanecen solteras a causa de las concretas condiciones en que deben vivir, a menudo sin haberlo querido ellas mismas. Estas personas se encuentran particularmente cercanas al corazón de Jesús; y, por ello, merecen afecto y solicitud diligentes de la Iglesia, particularmente de sus pastores. Muchas de ellas viven sin familia humana, con frecuencia a causa de condiciones de pobreza. Hay quienes viven su situación según el espíritu de las bienaventuranzas sirviendo a Dios y al prójimo de manera ejemplar. A todas ellas es preciso abrirles las puertas de los hogares, «iglesias domésticas» y las puertas de la gran familia que es la Iglesia. «Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos, especialmente para cuantos están “fatigados y agobiados” (Mt 11,28)».