Dies Domini

DOMINGO XXII ORDINARIO: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”

I. LA PALABRA DE DIOS

Is 22, 19-23: “Colgaré de su hombro la llave del palacio de David”

Así dice el Señor a Sebná, mayordomo de palacio:

«Te echaré de tu puesto, te destituiré de tu cargo. Aquel día, llamaré a mi siervo,  a Eliaquím, hijo de Jilquías: le vestiré la túnica, le ceñiré tu banda, le daré tus poderes; será padre para los habitantes de Jerusalén, para el pueblo de Judá. Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo abrirá. Lo fijaré como un clavo en sitio firme, dará un trono glorioso a la casa paterna».

Sal 137, 1-3.6.8: “Tu misericordia es eterna, Señor”

Te doy gracias, Señor, de todo corazón;
delante de los ángeles tocaré para ti,
me postraré hacia tu santuario,
daré gracias a tu nombre.

Por tu misericordia y tu lealtad,
porque tu promesa supera a tu fama;
cuando te invoqué, me escuchaste,
aumentaste el valor en mi alma.

El Señor es sublime, se fija en el humilde,
y de lejos conoce al soberbio.
Señor, tu misericordia es eterna,
no abandones la obra de tus manos.

Rom 11, 33-36: “Él es origen, guía y meta del universo”

¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué impenetrables sus decisiones y qué incomprensibles sus caminos!

¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le ha dado algo antes, para que Él se lo devuelva?

Él es el origen, guía y meta del universo. A Él la gloria por siempre. Amén.

Mt 16, 13-20: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos:

— «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»

Ellos contestaron:

— «Unos dicen que Juan Bautista, otros, Elías, y otros, Jeremías o uno de los profetas».

El les preguntó:

— «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?»

Simón Pedro tomó la palabra y dijo:

— «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».

Jesús le respondió:

— «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el Cielo.

Ahora te digo yo:

Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.

Te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra, quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el Cielo».

Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que Él era el Mesías.

II. APUNTES

El Evangelista nos ubica espacialmente en la escena que está a punto de narrar: “Al llegar a la región de Cesarea de Filipo”. Se refiere a la ciudad que era la capital de la tetrarquía gobernada en aquella época por Filipo, hijo de Herodes el grande. La ciudad estaba situada a unos cuarenta kilómetros al norte de Cafarnaúm, fuera de Galilea. Originalmente la ciudad se llamaba Paneas, por ser un centro de culto del dios griego Pan. El emperador romano Augusto le concedió el gobierno de la región a Herodes el Grande, rey de Judea, quien en esa ciudad mandó construir un templo dedicado al César Augusto. El así llamado “Templo de Augusto” fue construido con mármol blanco sobre un peñón de roca basáltica, es decir, roca muy sólida y oscura. En la altura de la roca aquel templo dominaba sobre la ciudad y sobre el campo, de modo que la vista de este impresionante templo bien pudo haber servido al Señor Jesús como figura para hablar a sus Apóstoles de “Su Iglesia” que Él iba a construir sobre otra roca: Simón, “Kefas”, “Piedra”, debido a que el Señor se valía de esas imágenes o estampas de la vida cotidiana para hacer sus comparaciones.

Herodes Filipo, hijo de Herodes el Grande, decidió rebautizar esta ciudad luego de embellecerla y engrandecerla con nuevos edificios. De Paneas pasó a llamarse Cesarea, en honor al César, el emperador romano. En la época de Jesús se la conocía como Cesarea de Filipo para distinguirla de Cesarea marítima, puerto ubicado en la costa de Palestina.

Así pues, al llegar a la región de Cesarea de Filipo el Señor inicia el diálogo que va a dar pie al acto fundacional de Su Iglesia, preguntando a los Apóstoles sobre lo que la gente dice de Él. Los discípulos habían recogido muchas opiniones: “Unos dicen que Juan Bautista, otros, Elías, y otros, Jeremías o uno de los profetas.”

Que Jesús no era Juan Bautista, es evidente por los mismos relatos evangélicos: ambos nacieron con pocos meses de diferencia, Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán, etc. Jesús no era Juan que había “resucitado” (ver Lc 9,7).

¿Era Jesús la reencarnación de Elías? Según la Escritura y la creencia de los judíos, Elías no había muerto, sino que había sido llevado al Cielo en un carro de fuego (Eclo 48,9), y desde allí volvería para preparar la inmediata aparición del Mesías. (ver Mal 3,23; Mt 17,10-12) No podían creer que Jesús fuese una reencarnación quienes pensaban que Elías nunca había muerto.

¿Jesús era Jeremías que había vuelto a la vida, u otro gran profeta de Israel? Tampoco. Evidentemente los grandes milagros que realizaba el Señor hacían pensar que se trataba de un gran profeta. Sin embargo, aunque todos convienen en pensar que Jesús es «un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo» (Lc 24,19), hay confusión en cuanto a su identidad: no saben quién es verdaderamente. Por ello, todos se equivocan, nadie acierta. Jesús no es Juan que ha resucitado, no es Elías que ha vuelto del Cielo, no es Jeremías u otro profeta que ha vuelto a la vida. La respuesta acertada habrá que buscarla en aquellos que lo conocen de cerca, sus Apóstoles: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”

Ante la pregunta Pedro tomó la palabra y respondió: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Pedro afirma que Jesús es más que cualquiera de los grandes profetas, es más grande que Juan el Bautista, que Elías, que Jeremías o cualquier profeta. Pedro afirma que Jesucristo es el Mesías prometido por Dios para instaurar Su Reino. Pero la respuesta va aún más allá: Tú eres “el Hijo de Dios vivo.

Tal respuesta es de un alcance inusitado. Decir que Jesús era “el Hijo de Dios vivo”, implicaba afirmar que participaba de la misma naturaleza divina de su Padre. La de Pedro es por tanto la primera profesión de fe en la divinidad de Jesucristo.

¿Cómo llega Pedro al conocimiento de la íntima identidad de Jesucristo? “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el Cielo”. Esta intuición y conocimiento íntimo de la identidad divina de Jesucristo no le viene de “nadie de carne y hueso”, sino que le ha sido revelada por Dios. “Carne y hueso” es la traducción litúrgica de lo que literalmente se traduce como “carne y sangre”, un hebraísmo para decir lo mismo que la totalidad de la personael ser humano. Ninguna persona humana puede haberle revelado a Pedro lo que sólo podía conocer mediante la participación del conocimiento que el Padre celestial tiene de su Hijo. Y es que «nadie conoce bien al Hijo sino el Padre» (Mt 11,27) y sólo puede conocer al Hijo aquel a quien el Padre se lo quiera revelar (ver Mt 11,25). El Señor Jesús, con tal afirmación, deja bien en claro que la razón humana no puede alcanzar por sí misma ese conocimiento. Sólo mediante la Revelación es posible reconocer en Jesucristo al Hijo de Dios, su naturaleza divina.

Luego que Pedro ha reconocido y proclamado la verdadera identidad de Jesús, el Señor le revela asimismo a Simón quién es él: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. En efecto, a Simón, hijo de Juan, el Señor le impone un nuevo nombre que refleja su profunda identidad y futura misión: «Tú te llamarás Cefas» (Jn 1, 42), que traducido significa piedra, de donde deriva el nombre Pedro. Sobre una persona Él quiso asentar y construir su Iglesia. Pedro es fundamento sólido, la roca sobre la que él va a construir su “templo”.

Este “templo” es llamado por el Señor “mi Iglesia”. Iglesia viene del griego ecclesía, que traducido significa asamblea, reunión de aquellos que han sido convocados por Él, de aquellos que se congregan en torno a Él. A esta Iglesia, fundada sobre Pedro, la llama suya. Es la Iglesia que le pertenece a Él, la Iglesia que Él ama y custodia, Iglesia a la que Él hace esta promesa: “el poder del infierno no la derrotará.” En otras palabras, ninguna fuerza humana ni tampoco las fuerzas demoníacas podrán jamás destruirla. En virtud de esta promesa la Iglesia del Señor, fundada sobre Pedro, es la cosa más fuerte que existe, aunque fundada sobre la cosa más débil, es decir, sobre la tremenda fragilidad de un ser humano.

Es en este solemne momento cuando Cristo anuncia a Pedro la entrega de «las llaves del Reino de los Cielos». Las llaves indican potestad, indican la facultad de disponer, de abrir y de cerrar las puertas de una casa. La entrega de las llaves simboliza el poder con que el dueño de la casa reviste a su siervo para administrar todos los asuntos de su casa. El Señor le entrega a Pedro las llaves del Reino de los Cielos y le confía el poder de “atar y desatar”. “Atar” y “desatar” eran términos propios del lenguaje rabínico referidos primeramente a la expulsión o excomunión de un judío de la asamblea. Atar significaba “condenar” y desatar “absolver” a alguien. Posteriormente se amplió su uso para referirse a las decisiones doctrinales o jurídicas, significando “atar” el prohibir y “desatar” el permitir. A Pedro el Señor Jesús le confía por tanto la misión de ejercer la disciplina en su Iglesia, tiene el poder de admitir o excluir de ella a quien así lo juzgue, tiene la responsabilidad de ordenar la vida de fe y moral de la comunidad por medio de decisiones oportunas. Sus decisiones serán ratificadas por Dios.

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

También hoy el Señor te hace a ti la misma pregunta que entonces le hizo a sus Apóstoles: ¿Y tú, quién dices que soy yo? ¿Qué responderías?

Acaso tu respuesta sea análoga a la de la multitud, a lo que se escucha decir por aquí y por allá, a las opiniones que tantos vierten sobre este personaje histórico: que fue un gran maestro o “gurú” de la talla de Mahoma, de Confucio, de Ghandi y otros semejantes; o que fue un gran líder revolucionario de su época; o que fue un hombre excepcional “mitificado” y “revestido” de una identidad divina por una comunidad de creyentes que no podía aceptar su muerte; o que fue la reencarnación de Buda o de alguna divinidad, etc. ¡Cuántas opiniones se forman también hoy en día “las gentes” y cuántas veces nosotros asumimos una de esas tantas opiniones ignorantes de la verdadera identidad del Señor Jesús!

Pero probablemente mi respuesta se acerque más a la misma respuesta que dio Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, tú eres el Salvador del mundo, Dios verdadero de Dios verdadero, el Verbo eterno que por obra del Espíritu Santo se encarnó y nació de María Virgen para nuestra reconciliación. Esa ciertamente es la fe de la Iglesia, es la fe que profesamos los creyentes, pero… ¿es mi respuesta del todo sincera? ¿O es más una repetición vacua de lo que algún día aprendí en el catecismo? Quizá suene muy duro este cuestionamiento, sin embargo, ¿no debería mi vida ser muy distinta en varios aspectos si de verdad creyese que Jesucristo es el Hijo de Dios? ¿No debería ser Él la persona más importante en mi vida, por encima de cualquier otra persona, incluso de aquellos a quienes más amo? ¿No debería reflejarse esta convicción en un deseo de conocerlo cada día más, de conocer sus enseñanzas, de vivir de acuerdo a sus enseñanzas, de crecer en la amistad con Él a través de la oración perseverante, de buscar darle gracias y renovar mis fuerzas en la Comunión con Él en la Misa de cada Domingo? ¿No debería darle la centralidad absoluta a la Misa dominical, sabiendo que Él es el fundamento de mi vida, la roca sólida sobre la que yo y mi familia encontraremos la consistencia, la fuente del amor verdadero y fiel?

Sin embargo, ¡cuántas veces negamos con nuestras actitudes y decisiones de cada día lo que afirmamos con nuestros labios! ¡Cuántas veces relegamos al Señor en nuestras agitadas vidas y le damos el tiempo que nos sobra, si acaso nos sobra! Que si soy joven, tengo que disfrutar de la vida. Que si soy niño y mis catequistas me han enseñado que Jesús está en la Hostia esperándome cada Domingo, pues mis padres me enseñan lo contrario porque una vez que hago mi primera Comunión rara vez me llevan a Misa o comulgan. Que si soy un hombre o mujer que estudia, o que trabaja todo el día, ya no tengo tiempo para rezar. A lo más un Padrenuestro antes de acostarme. Que si tengo muchos proyectos a futuro, nada es para el Señor o para ayudar a los demás en su nombre, sino para lograr éxito en la vida, fortuna, un buen estatus, “ser alguien”. En fin, si nos ponemos ante el Señor y nos examinamos con honestidad, nos daremos cuenta de lo poco o mal que vivimos aquello que decimos creer.

Por ello la pregunta del Señor no puede dejarnos indiferentes, tiene que cuestionarnos hasta lo más profundo, tiene que sacudirnos, tiene que hacernos reaccionar: ¿Quién dices tú que soy yo? ¿Quién soy yo para ti? Si respondo como Pedro, si reconozco que Él es verdaderamente el Hijo de Dios, mi Salvador y Reconciliador, entonces he de manifestar esa fe en mi vida cotidiana, en la exigencia personal por vivir de acuerdo a lo que Cristo me enseña, en el esfuerzo por darlo a conocer a través de mis palabras y de mis obras, en el empeño por cooperar con la gracia para vivir una vida santa.

Con su pregunta el Señor nos invita a descubrir y redescubrir día a día su verdadera identidad, a mantenernos firmes en la verdad revelada por Dios a Pedro, a no dejarnos seducir por las modas de opinión que tan fácilmente se difunden por el mundo entero, a no dejarnos llevar por lo que dicen aquellos que no conocen de cerca de Cristo. Sólo la Iglesia de Cristo fundada sobre Pedro posee y custodia la verdad sobre Jesucristo, sólo ella es capaz de dar la respuesta acertada sobre la identidad de su Señor. Por ello, si andamos confundidos por las miles de opiniones que se dan sobre la identidad de Jesús, acudamos a la Iglesia, escuchemos su voz maternal, confiemos en lo que ella también hoy nos revela sobre Jesucristo.

Acudamos al Señor día a día, renovémosle nuestra adhesión y amor, supliquémosle la fuerza de su gracia y esforcémonos pacientemente en vivir de acuerdo a lo que junto con Pedro y toda la Iglesia creemos y profesamos. No nos cansemos de poner al Señor en el centro de nuestras vidas, conscientes de que Él y sólo Él es el camino y la verdad que conducen a la vida plena, a la vida en plenitud, a la vida eterna (ver Jn 14,6-7). Quien en Él confía, no quedará defraudado.

IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Hilario: «Al decir el Señor: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?” dio a entender que debían tenerle por otra cosa distinta de lo que veían en Él. Él era, efectivamente, Hijo del hombre: ¿qué deseaba, pues, que opinaran sobre Él? No queremos opinar sobre lo que Él mismo confesó de sí, sino de lo que está oculto en Él, que es el objeto de la pregunta y la materia de nuestra fe. Nuestra confesión debe estar basada en la creencia de que Cristo no solamente es Hijo de Dios, sino también Hijo del hombre y en que sin las dos cosas no podemos abrigar esperanza alguna de salvación. Por eso dijo Cristo de una manera significativa: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?”».

San Juan Crisóstomo: «Después de haber referido los discípulos las opiniones del pueblo, el Señor vuelve a preguntarles por segunda vez, a fin de que formen una opinión más elevada sobre Él. Por eso sigue: “Y Jesús les dice: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Vosotros, repito, que estáis siempre conmigo y que habéis presenciado milagros más grandes que los que ha visto el pueblo, bajo ningún concepto debéis tener sobre mí la misma opinión que éste. En estas palabras vemos la razón que tuvo el Señor para no haberles hecho esa pregunta al principio de su predicación y sí después de haber hecho tantos milagros y de haberles hablado de su divinidad».

San Hilario: «La fe verdadera e inviolable consiste en creer que el Hijo de Dios fue engendrado por Dios y que tiene la eternidad del Padre. Y la confesión perfecta consiste en decir que este Hijo tomó cuerpo y fue hecho hombre. Comprendió pues en sí todo lo que expresa su naturaleza y su nombre, en lo que está la perfección de las virtudes».

San Juan Crisóstomo: «Ciertamente si Pedro no hubiese confesado que Cristo fue engendrado realmente por el Padre, esta revelación no hubiese sido necesaria ni hubiese sido llamado bienaventurado por haber juzgado que Cristo era un hijo predilecto de tantos hijos adoptivos de Dios. Porque antes que Pedro, los que iban en el barco con Cristo, le dijeron: “Verdaderamente tú eres Hijo de Dios” (Mt 14,33). También Natanael había ya dicho: “Maestro, tú eres Hijo de Dios” (Jn 1,43), y sin embargo, no se llamaron bienaventurados, porque no confesaron la misma filiación que Pedro. Lo juzgaban como uno de tantos hijos, pero no verdaderamente como Hijo. Y aunque lo tenían como el principal de todos, no lo miraban, sin embargo, como de la misma substancia que el Padre. Ved, pues, cómo el Padre revela al Hijo y el Hijo al Padre y cómo no podemos conocer al Hijo sino por el Padre, ni al Padre más que por el Hijo, de donde resulta, que el Hijo es consustancial al Padre y debe ser adorado con el Padre. Partiendo de esta confesión, el Señor demuestra que muchos creerán lo mismo que ha confesado Pedro. De donde añade: “Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia”».

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

“Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”

153: Cuando San Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por El. «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad”».

424: Movidos por la gracia del Espíritu Santo y atraídos por el Padre nosotros creemos y confesamos a propósito de Jesús: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Sobre la roca de esta fe, confesada por S. Pedro, Cristo ha construido su Iglesia.

441: Hijo de Dios, en el Antiguo Testamento, es un título dado a los ángeles (ver Dt 32, 8; Jb 1, 6), al pueblo elegido (ver Ex 4, 22; Os 11, 1; Jr 3, 19; Si 36, 11; Sb 18, 13), a los hijos de Israel (ver Dt 14, 1; Os 2, 1) y a sus reyes (ver 2 S 7, 14; Sal 82, 6). Significa entonces una filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular. Cuando el Rey-Mesías prometido es llamado «hijo de Dios» (ver 1 Cro 17, 13; Sal 2, 7), no implica necesariamente, según el sentido literal de esos textos, que sea más que humano. Los que designaron así a Jesús en cuanto Mesías de Israel (ver Mt 27, 54), quizá no quisieron decir nada más (ver Lc 23, 47).

442: No ocurre así con Pedro cuando confiesa a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16), porque Este le responde con solemnidad «no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Paralelamente Pablo dirá a propósito de su conversión en el camino de Damasco: «Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles…» (Ga 1, 15-16). «Y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios» (Hch 9, 20). Este será, desde el principio (ver 1 Ts 1, 10), el centro de la fe apostólica (ver Jn 20, 31) profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia (ver Mt 16, 18).

443: Si Pedro pudo reconocer el carácter trascendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque éste lo dejó entender claramente. Ante el Sanedrín, a la pregunta de sus acusadores: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?», Jesús ha respondido: «Vosotros lo decís: yo soy» (Lc 22, 70). Ya mucho antes, El se designó como el «Hijo» que conoce al Padre, que es distinto de los «siervos» que Dios envió antes a su pueblo, superior a los propios ángeles. Distinguió su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás «nuestro Padre» salvo para ordenarles «vosotros, pues, orad así: Padre Nuestro» (Mt 6, 9); y subrayó esta distinción: «Mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17).

444: Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el bautismo y la transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado». Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Único de Dios» (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna. Pide la fe en «el Nombre del Hijo Único de Dios» (Jn 3, 18). Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39), porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios».

445: Después de su Resurrección, su filiación divina aparece en el poder de su humanidad glorificada: «Constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su Resurrección de entre los muertos» (Rm 1, 4). Los Apóstoles podrán confesar «Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14).

VI. ESPIRITUALIDAD SODÁLITE

A continuación ponemos a su disposición otras reflexiones: