I. LA PALABRA DE DIOS
Lev 13, 1-2.44-46: “El leproso vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento”
El Señor dijo a Moisés y a Aarón:
— «Cuando alguno tenga una inflamación, una erupción o una mancha en la piel, y se le produzca la lepra, será llevado ante Aarón, el sacerdote, o cualquiera de sus hijos sacerdotes. Se trata de un hombre con lepra: es impuro. El sacerdote lo declarará impuro, porque tiene lepra en la cabeza.
El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: ¡impuro, impuro! Mientras le dure la afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento».
Sal 31, 1-2.5.11: “Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación”
Dichoso el que está absuelto de su culpa,
a quien le han sepultado su pecado;
dichoso el hombre a quien el Señor
no le apunta el delito.
Había pecado, lo reconocí,
no te encubrí mi delito;
propuse: «Confesaré al Señor mi culpa»,
y tú perdonaste mi culpa y mi pecado.
Alégrense, justos,
y gocen con el Señor;
aclámenle,
los de corazón sincero.
1 Cor 10, 31-11, 1: “Sigan ustedes mi ejemplo, como yo sigo el ejemplo de Cristo”
Hermanos:
Cuando ustedes coman o beban o hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para gloria de Dios.
No den motivo de escándalo a los judíos, ni a los griegos, ni a la Iglesia de Dios. Por mi parte, yo procuro contentar en todo a todos, no buscando mi propio bien, sino el de la mayoría, para que se salven.
Sigan ustedes mi ejemplo, como yo sigo el ejemplo de Cristo.
Mc 1,40-45: “La lepra se le quitó y quedó limpio”
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:
— «Si quieres, puedes limpiarme».
Jesús sintió compasión, extendió la mano y lo tocó, diciendo:
— «Quiero: queda limpio».
La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente:
— «No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés».
Pero él salió y se puso a pregonarlo y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba afuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.
II. APUNTES
De acuerdo con la ley de Moisés, cualquier hebreo que tenía «en la piel de su carne tumor, erupción o mancha blancuzca brillante, y se forme en la piel de su carne como una llaga de lepra» (Lev 13,1-2), debía ser llevado y presentado al sacerdote. Éste debía observar al enfermo para determinar si se trataba o no de la lepra.
Si el sacerdote calificaba la enfermedad como lepra, el enfermo era declarado legalmente como un “impuro” y separado de la comunidad para evitar el contagio y la difusión de la enfermedad. Al leproso se le obligaba llevar vestidos desgarrados, así como la cabeza descubierta. Día a día su enfermedad avanzaba lentamente, y en aquel tiempo se trataba de una enfermedad incurable. No había médico que pudiese curarla. Sólo un profeta del Señor podía realizar tal curación.
Excluidos de la convivencia común, los enfermos de lepra vivían fuera de los muros de la ciudad, socialmente aislados y marginados. Para su subsistencia dependían básicamente de la caridad de los peregrinos, y si algún peregrino inadvertidamente pasaba cerca de donde se encontraba algún leproso éste tenía que avisar de su presencia proclamando a grandes gritos: «¡impuro, impuro!» (ver Lev 13, 45).
¿Podemos imaginar la terrible existencia a la que se veían condenados los leprosos por su enfermedad, la carga tremenda del dolor y sufrimiento que tenían que soportar, no sólo físico y psicológico, sino también espiritual? En efecto, además de la exclusión por parte de sus hermanos humanos, los leprosos eran declarados “impuros” como signo de una exclusión mayor: la exclusión de la amistad de Dios, por ser considerada la enfermedad como una manifestación y consecuencia de una impureza legal en la que el enfermo habría incurrido por su infidelidad a la Ley, por su infidelidad a Dios. El leproso era, para los judíos, alguien a quien Dios mismo había rechazado y castigado con esa terrible enfermedad. De ahí el nombre mismo de la lepra, en hebreo tzara’at: “golpe o azote divino”.
Había leprosos que, aunque debían vivir aislados, no eran recluidos. A estos se les permitía venir a las ciudades a pedir limosna o ayuda a los suyos, no pudiendo acercarse a nadie a menos de “cuatro codos” de distancia. Uno de estos leprosos tuvo un día la oportunidad y osadía de acercarse al Señor Jesús. No soporta más la carga de su terrible enfermedad, el oprobio que significa para él. Lleno de esperanza se acerca a Jesús, que ya por entonces era famoso por su prédica y curaciones, y se arrodilla ante Él para suplicarle: «Si quieres, puedes limpiarme». Él cree que el Señor tiene el poder para curarlo. Sabe también que no tiene derecho alguno a reclamar tal beneficio y con toda humildad se pone en las manos del Señor apelando a su benevolencia.
Los rabinos, por no correr ningún riesgo de contaminarse por el contacto con algún leproso, los evitaban al verlos o les arrojaban piedras para apartarlos de su camino. En efecto, la Ley declaraba impuro al que tocaba a un leproso (ver Lev 15,7) y los rabinos eran sumamente celosos de mantener la pureza legal. Sin embargo, el Señor no sólo permite que se le acerque aquel leproso sino que, movido por la compasión, lo toca y le dice: «Quiero: queda limpio». El contacto físico es para el Señor el modo como comunica su poder restaurador (ver Mc 7,33). Con este gesto unido a su palabra el Señor realiza el milagro esperado: su carne de inmediato quedó limpia de la lepra.
Pero no sólo cura el Señor la enfermedad física. El leproso le ha suplicado que lo limpie. La palabra griega katarizo puede ser entendida en su sentido primario de limpiar de la lepra por medio de la curación, pero también tiene un sentido moral, el de liberar de la corrupción y de la culpa del pecado, el de purificar de toda malicia. La curación de la lepra es por tanto el signo visible de otra purificación más profunda: el perdón de los pecados en los que habría incurrido, atrayendo supuestamente sobre él el castigo divino.
El pecado es ciertamente como una lepra que va despedazando no la carne sino el espíritu, una lepra que destruye la comunión con los demás y termina por hundir al pecador en la total lejanía de Dios y en la más absoluta soledad y desesperación. El Señor Jesús vino a sanar al hombre entero, con una curación que va a las raíces de todo mal y sufrimiento que experimenta el ser humano. La reconciliación con Dios, consigo mismo, con el hermano y con la creación, mediante el perdón de los pecados obtenido por el sacrificio reconciliador de Cristo en la Cruz, es la respuesta de Dios frente a la situación de ruptura en la que el ser humano ha incurrido por su rechazo de Dios.
El Señor lo despide «encargándole severamente: “No se lo digas a nadie”». No quiere que la noticia se divulgue para no encender el entusiasmo mesiánico de las multitudes, impidiendo o dificultando así el cumplimiento de su misión de predicar la Buena Nueva a todos los hijos de Israel. A pesar de la severa prohibición, el hombre curado no puede contener el anuncio, difundiendo por todo lugar lo que el Señor ha hecho con él. No podemos imaginar el gozo y la alegría que habrá experimentado aquel leproso curado. ¡Estaba sano nuevamente! ¡Dios se había mostrado compasivo con él! ¡Ahora podía nuevamente reintegrarse a la comunidad! ¿Cómo es posible contener un gozo semejante y no “hacer fiesta”, no proclamar y divulgar la extraordinaria noticia?
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Cualquiera de nosotros, luego de cometer un pecado grave, experimenta la voz de la conciencia que le remuerde, que le dice que ha hecho mal, que le quema interiormente. Mientras más grave el pecado, mayor el peso, el dolor y la vergüenza que se experimentan.
Esa experiencia universal la expresaba el salmista en estos términos: «mientras callé se consumían mis huesos, rugiendo todo el día, porque de día y de noche tu mano pesaba sobre mí; mi savia se me había vuelto un fruto seco» (Sal 31 [32], 3-4). ¿Quién de nosotros, luego de haber pecado gravemente, no ha experimentado que algo le consume interiormente? Por lo menos, al principio siempre se experimenta con fuerza, aunque con la posterior repetición del pecado y la continua justificación o auto-convencimiento de que en realidad “no es tan malo” uno empiece a “anestesiar” la conciencia y acallar esa voz que le acusa “de día y de noche”. Pero incluso aunque se esfuerce en acallarla y silenciarla, irrumpirá con fuerza de vez en cuando, reprochándome mis malas acciones. Sencillamente, no me dejará en paz.
A veces me he preguntado acaso: “después de lo que he hecho, ¿quién me podrá perdonar?” Acaso en medio de la desesperación he pensado que para mí “ya no hay salida”, que “ya no merezco el perdón”. Entonces, porque pensaba que luego de mi pecado ya no había retorno posible, no hice sino seguir hundiéndome en mi pecado pensando: “si para mí ya no hay perdón, si ya no hay vuelta atrás, ¿qué más da si sigo en lo mismo?”
¡Sin embargo, Dios siempre está esperándonos para darnos una nueva oportunidad! ¿Qué tenemos que hacer? Volvamos a la experiencia del salmista: «Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: “confesaré al Señor mi culpa”, y tú perdonaste mi culpa y mi pecado» (Sal 31[32], 5). Sí, el Señor es capaz también de limpiar de la lepra de su pecado a quien reconociendo su miseria se arrodilla humilde ante Él y le pide perdón. Él te limpia de verdad, hasta lo más profundo, borra en ti toda culpa, crea en ti un corazón puro y te renueva interiormente (ver Sal 50,11-12; Ez 36,25-26). Su perdón siempre nos da la posibilidad de empezar de nuevo, y su amor siempre es más grande que el más grande de tus pecados. Con su perdón el Señor traerá nuevamente la paz, el gozo y la alegría a tu corazón si humilde y arrepentido te acercas al confesionario, donde Él te espera en su sacerdote. Allí, cuando tú al confesar tus pecados le supliques al Señor: “¡si quieres, puedes limpiarme!”, Él, profundamente conmovido y compadecido ante tu sufrimiento y miseria, “tocará” tu herido corazón con su amor y con su gracia y te dirá: “quiero, ¡queda limpio! ¡Yo te absuelvo de tus pecados! ¡Anda, y procura no pecar más!”
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Beda: «Él se arrodilla cayendo sobre su faz, lo que es señal de humildad y vergüenza, para que cada cual se avergüence de las manchas de su vida. Pero esta vergüenza no impide su confesión; muestra la llaga y pide el remedio. Ya la misma confesión está llena de piedad y de fe. Si quieres, dice, puedes. Esto es, puso la potestad en la voluntad del Señor».
San Juan Crisóstomo: «Aunque podía curar al leproso sólo con la palabra, lo toca, porque la ley de Moisés decía (Lev 22,4-6): “El que tocase al leproso quedará impuro hasta la noche”. Con esto quería mostrar que esta impureza era según la naturaleza. Y como no se había dictado la ley para Él, sino sólo para los hombres, y como era Él mismo propiamente el Señor de la ley, y curaba como Señor y no como siervo, tocó con razón al leproso, aunque no era necesario el tacto para que se operase la cura».
San Beda: «Lo tocó también para probar que no podía contaminarse el que libraba a los otros. Es de admirar, al mismo tiempo, que lo curó del mismo modo como éste le había rogado: “Si tú quieres, dijo el leproso, puedes curarme”. “Quiero”, contestó Cristo, he aquí la voluntad. “Sé curado”, he aquí el efecto de la piedad».
San Gregorio Magno: «Imaginémonos en nuestro interior a un herido grave, de tal forma que está a punto de expirar. La herida del alma es el pecado del que la Escritura habla en los siguientes términos: “Todo son heridas, golpes, llagas en carne viva, que no han sido curadas ni vendadas, ni aliviadas con aceite.” (Is 1,6) ¡Reconoce dentro de ti a tu médico, tú que estás herido, y descúbrele las heridas de tus pecados! ¡Que oiga los gemidos de tu corazón, Él para quien todo pensamiento secreto queda manifiesto! ¡Que tus lágrimas le conmuevan! ¡Incluso insiste hasta la testarudez en tu petición! ¡Que le alcancen los suspiros más hondos de tu corazón! ¡Que lleguen tus dolores a conmoverle para que te diga también a ti: “El Señor ha perdonado tu pecado.” (2 Sam 12,13) Grita con David, mira lo que dice: “Misericordia Dios mío… por tu inmensa compasión” (Sal 50,3)».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
La oración de Jesús
2599; ver. 2601: El Hijo de Dios hecho hombre aprendió a orar conforme a su corazón de hombre. Y lo hizo de su madre que conservaba todas las “maravillas” del Omnipotente y las meditaba en su corazón. Lo aprende en las palabras y en los ritmos de la oración de su pueblo, en la sinagoga de Nazaret y en el Templo. Pero su oración brota de una fuente secreta distinta, como lo deja presentir a la edad de los doce años: “Yo debía estar en las cosas de mi Padre” (Lc 2,49). Aquí comienza a revelarse la novedad de la oración en la plenitud de los tiempos: la oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por fin por el propio Hijo único en su Humanidad, con y para los hombres.
2607: Cuando Jesús ora, ya nos enseña a orar. El camino teologal de nuestra oración es su oración a su Padre. Pero el Evangelio nos entrega una enseñanza explícita de Jesús sobre la oración. Como un pedagogo, nos toma donde estamos y, progresivamente, nos conduce al Padre. Dirigiéndose a las multitudes que le siguen, Jesús comienza con lo que ellas ya saben de la oración por la Antigua Alianza y las prepara para la novedad del Reino que está viniendo. Después les revela en parábolas esta novedad. Por último, a sus discípulos que deberán ser los pedagogos de la oración en su Iglesia, les hablará abiertamente del Padre y del Espíritu Santo.
La misión del Señor Jesús
606: El Hijo de Dios «bajado del Cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado» (Jn 6, 38), «al entrar en este mundo, dice: … He aquí que vengo… para hacer, oh Dios, tu voluntad… En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Heb 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero» (1Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: «El Padre me ama porque doy mi vida» (Jn 10, 17). «El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31).
763: Corresponde al Hijo realizar el plan de Salvación de su Padre, en la plenitud de los tiempos; ése es el motivo de su «misión». «El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras». Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró el Reino de los Cielos en la tierra. La Iglesia es el Reino de Cristo «presente ya en misterio».
El Señor Jesús hace partícipes de su misión a los apóstoles
1: Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En Él y por Él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada.
2: Para que esta llamada resuene en toda la tierra, Cristo envió a los Apóstoles que había escogido, dándoles el mandato de anunciar el Evangelio: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20). Fortalecidos con esta misión, los Apóstoles «salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (Mc 16, 20).
858: Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que Él quiso, y vinieron donde Él. Instituyó Doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13-14). Desde entonces, serán sus «enviados» [es lo que significa la palabra griega «apostoloi»]. En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe», dice a los Doce (Mt 10, 40).
859: Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta» (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los Apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como «ministros de una nueva alianza» (2Cor 3, 6), «ministros de Dios» (2Cor 6, 4), «embajadores de Cristo» (2Cor 5, 20), «servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1Cor 4, 1).