I. LA PALABRA DE DIOS
Is 6, 1-2. 3-8: “Aquí estoy, envíame”
El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: el borde de su manto llenaba el templo. Y vi serafines de pie junto a él. Y se decían el uno al otro:
— «¡Santo, santo, santo, es el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria!»
Y temblaban los umbrales de las puertas al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo.
Yo dije:
— «¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos».
Y voló hacia mí uno de los serafines. Llevaba en la mano una brasa, que había tomado del altar con unas tenazas; tocó con ella mi boca y me dijo:
— «Mira; esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado».
Entonces, escuché la voz del Señor, que decía:
— «¿A quién enviaré? ¿Quién irá por mí?»
Contesté:
— «Aquí estoy, envíame».
Sal 137, 1-8: “Delante de los ángeles tocaré para ti, Señor”
Te doy gracias, Señor, de todo corazón;
delante de los ángeles tocaré para ti,
me postraré hacia tu santuario.
Daré gracias a tu nombre,
por tu misericordia y tu lealtad,
porque tu promesa supera a tu fama;
cuando te invoqué, me escuchaste,
aumentaste el valor en mi alma.
Que te den gracias, Señor, los reyes de la tierra,
al escuchar las palabras de tu boca;
canten los caminos del Señor,
porque la gloria del Señor es grande.
Tu derecha me salva.
El Señor completará sus favores conmigo:
Señor, tu misericordia es eterna,
no abandones la obra de tus manos.
1Cor 15, 1-11: “Por la gracia de Dios, soy lo que soy”
Les recuerdo, hermanos, el Evangelio que les proclamé y que ustedes aceptaron, en el que están fundados, y que los está salvando, si es que conservan el Evangelio que les proclamé; de lo contrario, habrán creído en vano.
Porque lo primero que yo les transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, después a todos los apóstoles; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí.
Porque yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de llamarme apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios.
Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo.
Pues bien; tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos; esto es lo que ustedes han creído.
Lc 5, 1-11: “Dejándolo todo, lo siguieron”
En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando Él a orillas del lago de Genesaret. Desde allí vio dos barcas que estaban junto a la orilla; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes.
Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de la orilla. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente.
Cuando acabó de hablar, dijo a Simón:
— «Rema mar adentro, y echen las redes para pescar».
Simón contestó:
— «Maestro, nos hemos pasado toda la noche trabajando y no hemos sacado nada; pero, si tú lo dices, echaré las redes».
Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a sus compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo:
— «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador».
Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la cantidad de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón.
Jesús dijo a Simón:
— «No temas; desde ahora serás pescador de hombres». Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.
II. APUNTES
La escena del Evangelio se desarrolla a orillas del lago de Genesaret, probablemente en las proximidades de Cafarnaúm, puesto que es allí donde residía Pedro y donde por lo mismo es de suponer que ejercía su oficio de pescador.
Se llamaba a este lago “de Genesaret” o también lago “de Tiberíades” por su proximidad a estas ciudades. Se le llamaba también “mar” de Galilea debido a sus amplias dimensiones: 21 kilómetros de norte a sur y 12 de este a oeste.
Una mañana el Señor Jesús va en busca de Pedro, que con sus compañeros se ha pasado la noche pescando. Ése era su oficio. El Señor y Pedro ya se conocían de antes. Andrés, su hermano, se lo había presentado cuando estaban en Judea. Andrés era discípulo del Bautista y un buen día se atrevió a seguir al Señor cuando Juan lo señaló como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. El Señor lo invitó junto con Juan a pasar una tarde inolvidable con Él, y de regreso buscaron a Pedro para compartirle su gran experiencia y descubrimiento: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1, 41). Cuando lo llevaron a conocer a Jesús Él le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas» (Jn 1, 42). Es de suponer que Pedro, Andrés, Juan, Felipe y otros lo acompañaron luego a Caná, allí donde realizó su primer milagro, «manifestó su gloria, y creyeron en Él sus discípulos» (Jn 2, 11). Por tanto, podemos suponer que Pedro era ya discípulo del Señor, aunque no de un modo muy comprometido.
Por ello, cuando el Señor se acerca aquella mañana a la orilla luego de que Pedro y sus compañeros han pasado toda la noche bregando infructuosamente, no tiene reparo en permitirle subir a su barca para predicar desde allí a la muchedumbre que había seguido al Señor. Tampoco tiene dificultad en obedecerle cuando el Señor, una vez culminada su predicación, se dirige a él para pedirle que reme mar adentro y eche nuevamente las redes. Llamándolo “Maestro”, hace lo que Jesús le dice a pesar de que su experiencia frustrante le dice que no hay pescado: «Maestro, nos hemos pasado toda la noche trabajando y no hemos sacado nada; pero, si tú lo dices, echaré las redes».
Por su obediencia se produce una pesca inesperada y tan sobreabundante que reventaba la red. Al llegar a la orilla Simón Pedro no hace sino arrojarse a los pies de Jesús: el asombro se ha apoderado de él y de sus compañeros. El signo realizado por Jesús hace que de Maestro pase a llamarlo “Señor”, título que en el nuevo Testamento se emplea como reconocimiento de la divinidad de Jesucristo. Ante esta manifestación de la gloria del Señor Pedro le suplica que se aparte de él, puesto que él es un hombre impuro, pecador.
La experiencia de Pedro guarda una profunda semejanza con la del profeta Isaías, descrita en la primera lectura. En una visión Isaías se encuentra cara a cara con Dios, el Santo. Ante el Señor percibe con intensidad la realidad de su propio pecado, su impureza y su indignidad ante la elección divina: «¡Ay de mí, estoy perdido!», exclama Isaías. El temor se apodera de él. ¡La santidad de Dios denuncia su impureza, su pecado! ¿Cómo puede lo impuro mantenerse en la presencia del Santo? Mas Dios procede a retirar su culpa y purificar sus labios con una brasa ardiente. Si bien Isaías no es digno, Dios lo hace digno, lo purifica para que pueda responder al llamado y a la misión de hablar en su Nombre.
Tampoco Pedro se considera digno de estar en la presencia del Señor Jesús, de seguirlo. Pero el Señor Jesús no se detiene ante el pecado de Pedro. Él conoce bien de qué barro está hecho, conoce sus pecados, sus miserias y debilidades, sabe perfectamente que no es digno de Él, incluso sabe que lo va a negar y traicionar, pero su mirada va más allá de todo eso: el Señor Jesús mira su corazón, sabe que ha sido formado desde el seno materno para ser “pescador de hombres”, para ser apóstol de las naciones, para ser “Pedro”, la roca sobre la que va a construir su Iglesia, y teniendo todo ello en mente lo alienta a no tener miedo de mirar el horizonte y asumir la grandeza de su vocación y misión.
Vencidos sus temores por la confianza en el Señor, Pedro respondió con generosidad al llamado del Señor: dejándolo todo, lo siguió. Dejando su oficio de pescadores y a sus padres lo siguieron también los demás apóstoles allí presentes. También Isaías, vencidos sus temores y obstáculos, mostró esa disponibilidad total para hacer lo que Dios le pedía: «Aquí estoy, envíame».
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
La respuesta que el Señor Jesús ofrece a Pedro parece no responder a su confesión y petición: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador». No le dice el Señor: “tus pecados son perdonados”, como lo hará con otros, sino que le dice: «No temas».
¿Por qué le dice “no temas”, sino porque ve miedo en el corazón de Pedro? ¿Pero a qué le tiene miedo? ¿Es el temor que experimenta el hombre ante la santidad infinita de Dios? ¿O es el miedo a un seguimiento más radical? ¿Intuye acaso Pedro que el Señor “lo persigue” porque quiere pedirle una mayor entrega? ¿Es miedo a que el Señor le pida dejarlo todo por Él?
La respuesta del Señor, aquel “no tengas miedo”, busca infundir en él el coraje y la confianza necesarios para vencer ese miedo. Es como si le dijera: “¡Confía en Mí! ¡Yo he venido a mostrarte tu vocación profunda, el sentido de tu vida y tu misión en el mundo! ¡Yo estaré contigo para enseñarte y ayudarte a desplegar eso que tú estás llamado a ser: pescador de hombres! ¡No tengas miedo de responder a lo que yo te pida!”
Ese miedo que experimentó Pedro está también muy presente en nuestras vidas. El seguimiento del Señor causa temor: el temor de comprometerse hasta el fondo y de por vida con Él, el miedo de no saber por dónde nos puede llevar ese compromiso o cuánto nos va a exigir, el miedo de no ser yo quien controle mi propia vida según mis planes, el miedo enorme de dar ese “salto al vacío” que tantas veces exige la fe, de ese decirle al Señor, “aquí me tienes, hágase en mí según tu palabra”. ¡Cuántos siguen al Señor “de lejos”, y cuántos se echan atrás cuando el Señor les muestra un horizonte más grande, cuando los invita a renunciar a su comodidad, a sus planes, a sus seguridades, para lanzarse a la gran aventura de seguir lo que Dios les pide, de someterse a lo inseguro, e incluso a lo doloroso, para cooperar con Él a cambiar el mundo, según su Evangelio!
También a nosotros el Señor, profundo conocedor del corazón humano, nos dice: “¡No tengas miedo! ¡No tengas miedo a la verdad sobre ti mismo, esa verdad que requiere que mires cara a cara y aceptes con humildad tu propia debilidad, tu miseria e incluso tus pecados más vergonzosos y terribles, pero verdad que va más allá de tu “soy pecador”! ¡No tengas miedo de descubrir en Mí tu propia grandeza y dignidad, tu verdadera identidad, el sentido de tu vida, tu vocación y tu hermosa misión en el mundo!”
El Señor te alienta a no tener miedo de la verdad de ti mismo, pero de la verdad completa, íntegra, aquella que sólo Él puede revelarnos en toda su altura y profundidad, en toda su grandeza y plenitud. Y sí, descubrir la propia grandeza da miedo porque trae consigo una serie de exigencias, trae consigo la necesidad de responder a esa grandeza. Da miedo ser lo que uno está llamado a ser, da miedo quebrar todo límite mezquino, romper las barreras que uno mismo se ha impuesto por largo tiempo y despojarse de toda falsa seguridad para lanzarse a conquistar día a día, con entusiasmo y coraje, el horizonte de santidad y plenitud humana que el Señor Jesús nos propone a cada uno.
Ante el miedo que podemos experimentar se nos invita a confiar en Dios y lanzarnos hacia adelante para conquistar el horizonte que el Señor nos propone: el horizonte de la propia grandeza, el horizonte de ser también nosotros pescadores de hombres, según la vocación particular a la que el Señor te llame: el matrimonio, el sacerdocio o la vida consagrada. El miedo se resuelve en un profundo acto de confianza en Dios: «En la confianza estará vuestra fortaleza» (Is 30, 15). «Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor» (Sal 40, 5).
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Juan Crisóstomo: «Observa también la fe y la obediencia de los Apóstoles. Teniendo entre manos el trabajo de la apetecida pesca, no se detuvieron en cuanto oyeron la voz del Señor que les mandaba sino que, abandonadas todas las cosas, lo seguían. Una obediencia igual exige Jesucristo de nosotros. Y debemos dejar todas las cosas cuando nos llama, aun cuando nos apremie algo muy necesario».
San Beda: «“…en adelante serás pescador de hombres”. Esto se refería a San Pedro de una manera especial, porque así como entonces cogía los peces por medio de sus redes, más adelante habría de coger a los hombres por medio de la palabra».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
La vocación de María: por la gracia de Dios es lo que es
490: Para ser la Madre del Salvador, María fue «dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante». El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como «llena de gracia» (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios.
491: A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María «llena de gracia» por Dios había sido redimida desde su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX.
492: Esta «resplandeciente santidad del todo singular» de la que ella fue «enriquecida desde el primer instante de su concepción», le viene toda entera de Cristo: ella es «redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo». El Padre la ha «bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. Él la ha «elegido en Él, antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor» (Ef 1, 4).
La respuesta generosa de María
494: Al anuncio de que ella dará a luz al «Hijo del Altísimo» sin conocer varón, por la virtud del Espíritu Santo. María respondió por «la obediencia de la fe» (Rom 1, 5), segura de que «nada hay imposible para Dios»: «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 37-38). Así dando su consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y, aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo, para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención.