Año C – Semana 07 – Domingo de Resurrección
27 de Marzo del 2016
I. LA PALABRA DE DIOS
Hech 10, 34. 37-43: “Hemos comido y bebido con Él después de su resurrección”
En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo:
— «Ustedes bien saben lo que sucedió en el país de los judíos, comenzando en Galilea, después que Juan predicó el bautismo. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él.
Nosotros somos testigos de lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su Resurrección.
Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos. El testimonio de los profetas es unánime: que los que creen en Él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados».
Sal 117, 1-2.16-17.22-23: “Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”
Den gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia.
Diga la casa de Israel:
eterna es su misericordia.
La diestra del Señor es poderosa,
la diestra del Señor es excelsa.
No he de morir, viviré
para contar las hazañas del Señor.
La piedra que desecharon los arquitectos
es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho,
ha sido un milagro patente.
Col 3, 1-4: “Busquen los bienes de allá arriba, donde está Cristo”
Hermanos:
Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspiren a los bienes de arriba, no a los de la tierra.
Porque ustedes han muerto, y su vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también ustedes aparecerán gloriosos con Él.
Jn 20, 1-9: “Entró en el sepulcro, vio y creyó”
El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando aún estaba oscuro, y vio la piedra quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo:
— «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo y fueron rápidamente al sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos.
II. APUNTES
La tumba en la que había sido colocado el cuerpo inerte del Señor, una cueva excavada en la roca (Lc 23,53), había sido sellada con una gran piedra en forma de rueda (ver Mc 15,46), imposible de mover para un grupo de mujeres (ver Mc 16,3).
Los miembros del Sanedrín habían pedido a Pilato una guardia temiendo que los discípulos del Señor hiciesen desaparecer el cuerpo en la noche para luego decir que había resucitado, según lo anunciado por el Señor (ver Mt 27,64). Mas parece ser que los soldados no se tomaron muy en serio aquella amenaza así que la madrugada del primer día de la semana los encontró profundamente dormidos. De pronto un fuerte temblor los despertó con sobresalto. Entonces se quedaron paralizados y “como muertos” (Mt 28,4) al ver movida la piedra que sellaba la tumba y un ser resplandeciente sentado sobre ella.
En aquel mismo momento llegaban algunas piadosas mujeres con ungüentos y aromas para embalsamar el cuerpo de Jesús según la costumbre judía (ver Mc 16,1). No habían podido hacerlo antes de colocarlo en el sepulcro porque “ya estaba encima” el sábado cuando descendieron de la Cruz el cuerpo inerte de Jesús. Según la costumbre judía el nuevo día empezaba no a medianoche, tampoco al amanecer, sino al atardecer o anochecer de lo que para nosotros es aún el día anterior, en el momento en que ya se hacía necesario encender luces. Al decir que “ya estaba encima el sábado” quiere decir que ya era la tarde del viernes. No había tiempo suficiente para embalsamar el cuerpo del Señor porque una vez encendidas las lámparas se debía guardar absoluto reposo (ver Lc 23,54-56).
Los cuatro evangelistas sitúan el hallazgo de la tumba vacía en las primeras horas de lo que para los judíos era “el primer día de la semana”, día que desde los tiempos apostólicos vino a llamarse en latín “Dies Domini” y que traducido significa “Día del Señor”. Es la raíz de la palabra “Domingo”, el primero y a la vez el “octavo” día de la semana, porque es considerado un “nuevo día”. El Domingo es el Día del Señor porque es el Día de su triunfo, el Día grandioso en que el Señor Jesús resucitó rompiendo las ataduras de la muerte, Día en el que Él hizo todo nuevo, Día por tanto consagrado al Señor.
Grande fue la sorpresa de María Magdalena, una de las mujeres que formaban la pequeña comitiva, al llegar al sepulcro del Señor, ver la piedra movida y el sepulcro vacío. Instintivamente echó a correr para comunicarles a Pedro y a Juan lo sucedido. Al encontrarlos les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto» (Jn 20,2). Pedro y a Juan fueron corriendo al sepulcro para ver por sí mismos lo sucedido. Juan, que corría más rápido, llegó primero. Al llegar «se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró» (Jn 20,5). Esperó a que llegase Pedro para que entre él primero, lo que se considera una señal de respeto y reconocimiento de la primacía que Pedro tenía entre los apóstoles. Al entrar en el sepulcro, se dice de Juan que «vio y creyó» (Jn 20,8). ¿Qué vio Juan? Que el cuerpo de su Señor no estaba allí. ¿Qué creyó? Lo que hasta entonces no habían logrado comprender, lo que el Señor había anunciado repetidas veces: que luego de morir «debía resucitar de entre los muertos» (Jn 20,9).
Este acto de fe en la Resurrección del Señor será confirmado inmediatamente después tanto por el anuncio del ángel a las mujeres como por las mismas apariciones del Señor Resucitado a sus discípulos.
En el grupo de las mujeres que van al sepulcro muy de madrugada llama la atención una ausencia: no se encuentra entre ellas la Madre de Jesús. ¿Por qué no estaba presente? ¿No sería natural que quien más que nadie amaba a Jesús se hiciese presente para prodigarle este último cuidado, el de embalsamar el cuerpo de su amado Hijo? La razón de su ausencia hay que buscarla en el reproche que el ángel dirige a las mujeres que sí van al sepulcro: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (Lc 24,5). La Madre no busca entre los muertos a quien sabe que está vivo. A diferencia de los apóstoles y discípulos, Ella sí le creyó a su Hijo, creyó que resucitaría. Luego de la muerte del Señor, Santa María es la única que mantiene viva la llama de la fe y se mantiene en espera, preparándose para acoger el anuncio gozoso de la Resurrección de su Hijo. Análogamente a como el sepulcro vacío se constituye en una fuerte proclamación de la Resurrección de Cristo, la ausencia de la Madre de Cristo en el lugar de su resurrección es una magnífica proclamación de su fe y confianza total en las palabras y promesa de su Hijo.
Por otro lado, aún cuando los evangelistas no hablan de esto, ¿no habría de aparecerse el Señor resucitado en primer lugar a su Madre? ¿No habría querido reservarle este privilegio y enorme alegría a Ella, que tanto había sufrido con Él al pie de la Cruz? La ausencia de María del grupo de las mujeres que al alba se dirigieron al sepulcro podría constituir también un indicio del hecho de que el Señor Resucitado ya se le había aparecido a ella primero. Ésta era la convicción del recordado Papa Juan Pablo II, cuya enseñanza que recoge una antiquísima tradición, aún resuena en nuestros oídos y corazones: «Ella, ciertamente, fue la primera en recibir la gran noticia. Ella fue la primera en recibir el anuncio del ángel de la Encarnación, y ella también fue la primera en recibir el anuncio de la Resurrección. La Sagrada Escritura no habla de esto, pero se trata de una convicción basada en el hecho de que María era la Madre de Cristo, madre fiel, madre predilecta, y que Cristo era el hijo fiel a su madre».
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
¡CRISTO RESUCITÓ! ¡CRISTO RESUCITÓ!
¡Y resucitó por mí, para que yo encuentre en Él y por Él la vida verdadera!
Por tanto, su Resurrección es hoy un potente llamado, una fortísima invitación a todos los que en Él hemos sido bautizados, a “revestirnos” de Cristo (ver Gál 3,27), a resucitar con Él ya ahora, es decir, a participar de su mismo dinamismo de abajamiento y elevación (ver Flp 2,6ss), a morir al hombre viejo y a todas sus obras para vivir intensamente la vida nueva que Cristo nos ha traído (ver Rom 6,3-6). ¡Su resurrección es hoy una fuerte invitación a vivir desde ya una vida resucitada!
Mas en medio de nuestras tantas caídas, inconsistencias, tensiones y luchas interiores, rebeldías, incoherencias, fragilidades e inclinaciones al mal, no pocas veces nos preguntamos acaso algo desalentados: ¿De verdad es posible vivir una vida nueva, una vida cristiana con todas sus radicales exigencias? ¿Es posible ser santo, ser santa? ¿Podré yo? ¿De verdad es posible para mí llegar el momento en que pueda afirmar como San Pablo: «vivo yo, más no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20)
Al considerar el acontecimiento de la Resurrección del Señor Jesús, no cabe sino una respuesta firme y convencida, llena de esperanza: ¡Sí es posible! Y no porque sea posible por nuestras propias fuerzas humanas, tan limitadas e insuficientes, sino porque «ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1,37; ver también Lc 18,27). Y si bien Dios nos llama a poner nuestro máximo empeño (ver 2Pe 1,5.10), a esforzarnos al máximo de nuestras capacidades y posibilidades, ningún esfuerzo humano podría fructificar si Dios no nos diera su fuerza, su Gracia. La potencia divina manifestada en la Resurrección del Señor es para nosotros garantía de que contamos con esa fuerza o ‘energeia’ divina, que si nos abrimos a ella y desde nuestra pequeñez colaboramos humildemente, obrará en nuestra vida un cambio real, obrará nuestra santificación y conformación con Cristo, ese “revestimiento” del que habla San Pablo y que es ante todo un revestimiento interior.
Así, pues, ya que Cristo ha resucitado, «¡despierta tú que duermes!, y ¡levántate de entre los muertos!, y te iluminará Cristo… mira atentamente cómo vives; que no sea como imprudentes, sino como prudentes; aprovechando bien el tiempo presente» (Ef 5,14-16). ¡Deja que Cristo te resucite hoy y cada día! ¡Resucita tú con Él! ¡Que su vida resucitada se manifieste con toda su potencia y esplendor en tu propia vida, en una vida nueva, a través de todos tus actos nutridos de fe, esperanza y caridad! ¡Al Señor que sale victorioso del sepulcro ábrele tu mente y tu corazón! ¡Brilla tú con la luz y el esplendor del Resucitado! ¡Es hora de luchar! ¡Es hora de morir a todo lo que es muerte para triunfar con Cristo! ¡Deja atrás tus miedos, tus cobardías, tus mezquindades, tus vanidades y soberbias, tus sensualidades, tus odios y rencores, tus amarguras y resentimientos, tus hipocresías y tinieblas, tus envidias e indiferencias, tus perezas y avaricias! ¡Pídele al Señor que con su fuerza te ayude a liberarte de esos pecados que te atan, que con pesadas aunque invisibles cadenas te mantienen esclavizado a la muerte!
Así, quien se abre a la fuerza y potencia del Resucitado, quien se deja tocar por Él, quien no abandona la lucha, puede —contando incluso con la propia fragilidad e inclinación al mal— decir perfectamente: «Todo lo puedo hacer con la ayuda de Cristo, quien me da la fuerza que necesito» (Flp 4,13).
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Gregorio Magno: «Recordemos lo que decían los judíos cuando insultaban al Hijo de Dios clavado en la Cruz: “Si es el rey de Israel, que baje de la Cruz y creeremos en Él”. Si Jesucristo hubiera bajado entonces de la Cruz, cediendo a los insultos de los judíos, no hubiera dado pruebas de paciencia; pero esperó un poco, toleró los oprobios y las burlas, conservó la paciencia y dilató la ocasión de que le admirasen; y el que no quiso bajar de la Cruz, resucitó del sepulcro. Más fue resucitar del sepulcro que bajar de la Cruz; más fue destruir la muerte resucitando que conservar su vida desobedeciendo: Pero como viesen los judíos que no bajaba de la Cruz, cediendo a sus insultos, creyeron al verle morir que le habían vencido, y se gozaron de que habían extinguido su nombre; mas he aquí que su Nombre creció en el mundo por la muerte, con la cual creía esta turba infiel que le había borrado; y el mundo se complace al contemplar muerto a Aquel a quien los judíos se gozaban de haber dado muerte, porque conoce que ha llegado por la pena al esplendor de su gloria.»
San Agustín: «Consideremos, amadísimos hermanos, la resurrección de Cristo. En efecto, como su pasión significaba nuestra vida vieja, así su resurrección es sacramento de vida nueva. (…) Has creído, has sido bautizado: la vida vieja ha muerto en la Cruz y ha sido sepultada en el Bautismo. Ha sido sepultada la vida vieja, en la que has vivido; ahora tienes una vida nueva. Vive bien; vive de forma que, cuando mueras, no mueras.»
San Gregorio Magno: «Y [el Señor] apareció vestido de blanco, porque anunció los gozos de nuestra festividad. La blancura del vestido significa el esplendor de nuestra solemnidad. ¿De la nuestra o de la suya? Hablando con verdad, podemos decir de la suya y de la nuestra. La resurrección de nuestro Redentor fue y es nuestra fiesta, porque nos concedió la gracia de volver a la inmortalidad.»
San Agustín: «Ahora que es tiempo, sigamos al Señor; deshagámonos de las amarras que nos impiden seguirlo. Pero nadie es capaz de soltar estas amarras sin la ayuda de Aquel de quien dice el salmo: Rompiste mis cadenas. Y como dice también otro salmo: El Señor liberta a los cautivos, el Señor endereza a los que ya se doblan. Y nosotros, una vez libertados y enderezados, podemos seguir aquella luz de la que afirma: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Porque el Señor abre los ojos al ciego. Nuestros ojos, hermanos, son ahora iluminados por el colirio de la fe.»
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
Al tercer día resucitó de entre los muertos
638: “Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús” (Hch 13,32-33). La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz.
El sepulcro vacío: “vio y creyó”
640:“El sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Es el caso, en primer lugar, de las santas mujeres, después de Pedro. “El discípulo que Jesús amaba» (Jn 20,2) afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir “las vendas en el suelo» (Jn 20,6) “vio y creyó» (Jn 20,8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el caso de Lázaro”.
La Resurrección de Cristo, “signo” de que es quien dice ser
651: «Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe» (1Cor 15,14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.
653: La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. Él había dicho: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy» (Jn 8,28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era «Yo Soy», el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los judíos: «La Promesa hecha a los padres, Dios la ha cumplido en nosotros… al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: “Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy”» (Hech 13,32-33). La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.
Sentido y alcance salvífico de la Resurrección
654: Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos… así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rom 6,4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia. Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: «Id, avisad a mis hermanos» (Mt 28,10; Jn 20,17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
655: Por último, la Resurrección de Cristo -y el propio Cristo resucitado- es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron… del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Cor 15,20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En El los cristianos «saborean los prodigios del mundo futuro» (Heb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor 5,15).
El Domingo, día del Señor
1166: «La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón “día del Señor” o Domingo» (SC 106). El día de la Resurrección de Cristo es a la vez el «primer día de la semana», memorial del primer día de la creación, y el «octavo día» en que Cristo, tras su «reposo» del gran Sabbat, inaugura el Día «que hace el Señor», el «día que no conoce ocaso» (Liturgia bizantina). El «banquete del Señor» es su centro, porque es aquí donde toda la comunidad de los fieles encuentra al Señor resucitado que los invita a su banquete (Ver Jn 21,12; Lc 24,30):
El día del Señor, el día de la Resurrección, el día de los cristianos, es nuestro día. Por eso es llamado día del Señor: porque es en este día cuando el Señor subió victorioso junto al Padre. Si los paganos lo llaman día del sol, también lo hacemos con gusto; porque hoy ha amanecido la luz del mundo, hoy ha aparecido el sol de justicia cuyos rayos traen la salvación (S. Jerónimo, pasch).
1167: El Domingo es el día por excelencia de la asamblea litúrgica, en que los fieles «deben reunirse para, escuchando la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la Pasión, la Resurrección y la Gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los hizo renacer a la esperanza viva por la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (SC 106):
Cuando meditamos, oh Cristo, las maravillas que fueron realizadas en este día del Domingo de tu santa Resurrección, decimos: Bendito es el día del Domingo, porque en él tuvo comienzo la Creación… la salvación del mundo… la renovación del género humano… en él el cielo y la tierra se regocijaron y el universo entero quedó lleno de luz. Bendito es el día del Domingo, porque en él fueron abiertas las puertas del paraíso para que Adán y todos los desterrados entraran en él sin temor (Fanqîth, Oficio siriaco de Antioquía, vol 6, 1.ª parte del verano, p. 193 b).
VI. TEXTOS DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE
«Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás.
Era preciso que yo resucitase de entre los muertos según las Escrituras. Así lo atestiguan los ángeles, que les dijeron a las mujeres que no temieran porque yo había resucitado, y que fueran y se lo contaran a los discípulos. También los once y los que estaban con ellos decían: ¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón»
Fui entregado y dado a la muerte por tus pecados, fui sepultado y resucité para tu justificación.
Resucité como primicia de los que durmieron, ya que habiendo venido la muerte por un hombre, por mí ha venido la resurrección de los muertos.
Si yo no hubiese resucitado, vacía sería tu
El Espíritu que me resucitó de entre los muertos habita en ti y dará la vida a tu cuerpo mortal. Al igual que yo he resucitado de entre los muertos, tú tienes que vivir una vida nueva.
Si te haces uno conmigo por una muerte como la mía, serás también igual a mí en una resurrección como la mía, y así te sentarás en el Cielo.
Esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que me vea y crea en mí tenga vida eterna y que yo lo resucite en el último día».
(P. Jaime Baertl, ¡Resucitarás! en “Estoy a la puerta… Escúchame”. Oraciones para el encuentro con el Señor. Vida y Espiritualidad, Lima 2014).