I. LA PALABRA DE DIOS
Gén 2,7-9; 3,1-7: “Tomó del fruto, comió y ofreció a su marido”
El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente.
El Señor Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y colocó en él al hombre que había formado.
El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos a la vista y buenos para comer; además, en medio del jardín, puso también el árbol de la vida, y el árbol del conocimiento del bien y del mal.
La serpiente era el más astuto de los animales del campo que el Señor Dios había hecho. Y dijo a la mujer:
— «¿Así que Dios les ha dicho que no coman del fruto de ningún árbol del jardín?».
La mujer respondió a la serpiente:
— «Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; solamente del fruto del árbol que está en medio del jardín nos ha dicho Dios: “No coman de él ni lo toquen, bajo pena de muerte”».
La serpiente replicó a la mujer:
— «No morirán. Bien sabe Dios que cuando ustedes coman de él se les abrirán los ojos y serán como Dios en el conocimiento del bien y el mal».
La mujer vio que el árbol era apetitoso, atrayente y deseable, porque daba inteligencia; tomó del fruto, comió y ofreció a su marido, el cual comió.
Entonces se les abrieron los ojos a los dos y se dieron cuenta de que estaban desnudos; entrelazaron hojas de higuera y se cubrieron con ellas.
Sal 50,3-6.12-14.17: “Misericordia, Señor: hemos pecado”
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.
Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.
Oh, Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso.
Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.
Rom 5,12-19: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”
Hermanos:
Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado entró la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron.
Porque, antes que hubiera Ley había pecado en el mundo, pues el pecado no se tenía en cuenta porque no había Ley. A pesar de eso, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con una desobediencia como la de Adán, que era figura del que había de venir.
Sin embargo, el don no es como el delito: si por el delito de uno murieron todos, mucho más, la gracia otorgada por Dios, el don de la gracia que correspondía a un solo hombre, Jesucristo, se ha desbordado sobre todos.
Y tampoco hay proporción entre la gracia que Dios concede y las consecuencias del pecado de uno: el proceso, a partir de un solo delito, terminó en condenación, mientras la gracia, a partir de muchos delitos, terminó en absolución.
Si por el delito de un solo hombre comenzó el reinado de la muerte, cuánto más ahora, por un solo hombre, Jesucristo, vivirán y reinarán todos los que han recibido mi derroche de gracia y el don de la salvación.
En resumen: si el delito de uno trajo la condena a todos, también la justicia de uno traerá la justificación y la vida.
Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos recibirán la salvación.
Mt 4,1-11: “Fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo”
En aquel tiempo, Jesús, fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre.
El tentador se le acercó y le dijo:
— «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes».
Pero Él le contestó, diciendo:
— «Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”».
Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en la parte más alta del templo y le dijo:
— «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”».
Jesús le dijo:
— «También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”».
Después el diablo lo llevó a una montaña altísima y, mostrándole los reinos del mundo y su gloria, le dijo:
— «Todo esto te daré, si te postras y me adoras».
Entonces le dijo Jesús:
— «Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él solo darás culto”».
Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y le servían.
II. APUNTES
El evangelista relata cómo después de recibir el bautismo por parte de Juan el Señor Jesús fue conducido o «llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo». La tentación en sentido amplio es una prueba. Tentar es someter a alguien a prueba, y de este modo quedará determinada su consistencia o inconsistencia. La tentación ciertamente busca encontrar en quien es sometido a la prueba una fisura, una debilidad, una fragilidad, con la intención de quebrar su fidelidad a Dios y a sus Planes. En el desierto el Señor Jesús, antes de iniciar su ministerio público, será sometido a esta durísima y exigente prueba por el Demonio mismo, el tentador por excelencia.
«Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre». Los cuarenta días de ayuno que el Señor pasó en el desierto remiten a los cuarenta años que Israel pasó en el desierto del Sinaí. También Israel experimentó la prueba en el desierto, una prueba que serviría para «conocer lo que había en tu corazón: si ibas o no a guardar sus mandamientos» (Dt 8,1ss).
No es extraño que el Señor no haya sentido hambre sino hasta el final. Cuando alguien inicia un ayuno el hambre desaparece pronto, para volver luego de muchos días con una intensidad inusitada. Este es un fenómeno que los médicos llaman gastrokenosis.
Es en esta situación de fragilidad y debilidad que aparece el tentador con la primera sugestión: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes». Por la fuerza del hambre la tentación de saciarla inmediatamente debe haber sido terrible.
La tentación se plantea como un desafío: «Si eres Hijo de Dios…». Jesús es verdaderamente Hijo de Dios. Satanás lo reta a demostrar su identidad realizando un milagro que sirva para calmar su hambre y quebrar el ayuno propuesto. Como muchas tentaciones, la sugestión invita a responder a una urgente necesidad o pasión inmediatamente, sin alargar más la espera. Es como si dijera: “¿Por qué esperar, si tienes el poder para saciar tu hambre en este mismo instante?” Mas el Señor responde: «Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”». Tanto a esta como a las sucesivas tentaciones responderá no con argumentos propios, sino citando la Escritura. La respuesta del Señor opone a la tentación una enseñanza divina, es cortante, y no da pie a ningún tipo de diálogo posterior. En este caso toma una cita del Deuteronomio: «no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Yahveh» (8,3). El Señor Jesús afirma que más importante que el pan o la demostración de su identidad por medio del milagro es la Palabra de Dios, su Ley, su Plan divino. Convertir milagrosamente piedras en pan para saciar su hambre sería dejar de confiar en Dios o en su Plan de dar el pan a su tiempo y a su manera. Con su respuesta el Señor Jesús afirma que su alimento, antes que el pan material, es hacer la voluntad del Padre y llevar a cabo su obra (ver Jn 4,34). Es al Padre a quien Él escucha y obedece, a nadie más.
La segunda tentación hace recordar las muchas ocasiones en que los israelitas pusieron a Dios a prueba en el desierto. No fueron pocas las veces en las que tentaron a Dios pidiendo una manifestación divina. Astutamente el Demonio se reviste en esta nueva tentación con un manto de autoridad divina haciendo uso de la Escritura, para confundir al Señor. Cita una promesa divina para invitar al Señor a tirarse del alero del Templo: «está escrito: “Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”» (Sal 90,11-12). Nuevamente está el desafío: “Si eres Hijo de Dios”, “demuestra lo que eres haciendo gala de tu poder, brindando un espectáculo ante nuestros ojos”. La respuesta nuevamente es tajante. El padre de la mentira no puede confundir al Señor con su retorcida y malintencionada interpretación bíblica. Él también echa mano de la Escritura para rechazar la tentación: «También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios” (Dt 6, 16)». Con ello alude al episodio del Deuteronomio en que Israel se encontraba sin agua en el desierto. Entonces se levantó una rebelión contra Moisés que en realidad era una rebelión contra Dios: «¿Está el Señor entre nosotros o no?» (Ex 17, 7). Jesús sabía que el Padre estaba con Él y vivía de esa confianza que no necesita pruebas. A nadie tenía que demostrarle que Dios estaba con Él. Arrojarse deliberadamente del alero del Templo para someter a Dios a una prueba hubiera significado una falta de confianza en Él.
La tercera tentación trae a la mente la caída de los israelitas en el culto idolátrico del becerro de oro, al pie del Monte Sinaí (ver Ex 32, 1-10). En esta ocasión el demonio lleva a Jesús a un lugar alto, le muestra todo el poder y la gloria del mundo y le dice: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras». El Señor Jesús rechaza la tentación tomando nuevamente un texto de la Escritura: «Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él solo darás culto» (Dt 6, 13). En este caso no se niega a aceptar la plenitud del poder y de la gloria, pues en realidad a Él le pertenece y le está destinada (ver Mt 28,18). Pero se niega a recibirla de modo diverso al que ha determinado su Padre en sus amorosos designios reconciliadores, es decir, mediante la aceptación obediente de la muerte en Cruz (Flp 2, 8-9). Aceptar el poder mundano y la gloria vana ofrecida por Satanás sería dejar de confiar en que el Plan del Padre conduce a la verdadera gloria.
Las tres tentaciones del desierto fueron intentos de Satanás para lograr que el Señor Jesús abandonara su confianza en Dios y confiase tan sólo en sus propios planes, en sus propias fuerzas, en Satanás. En el desierto, Jesús vence al tentador por su confianza total y por su dependencia constante de Dios. Si el núcleo de toda tentación consiste en prescindir de Dios, el Señor Jesús manifiesta en que en su vida Dios tiene el primado absoluto.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
La primera gran lección del pasaje evangélico del Domingo es ésta: no podemos olvidar que tenemos un adversario invisible, el Diablo, que «ronda como león rugiente, buscando a quién devorar» (1Pe 5,8). De él enseñaba el Papa Pablo VI: «el mal que existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya sólo una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad, misteriosa y que causa miedo». Él busca tu ruina, y no descansa en su intento.
La segunda gran lección es ésta: es por medio de la tentación como el Demonio busca apartarnos de Dios, fuente de nuestra vida y felicidad. La tentación es una sugerencia a obrar en contra de lo que Dios enseña (ver Gén 3,3). Por la tentación el Diablo introduce en el corazón del hombre el veneno de la desconfianza en Dios, haciéndolo aparecer como enemigo de su felicidad y realización: “¿Cómo es posible que Dios te haya prohibido…?” (ver Gén 3,4). Al mismo tiempo la tentación aparece como confiable, y se hace tremendamente atractiva porque promete a la criatura humana “ser como dios”, es decir, alcanzar el poder, la gloria y la felicidad si en vez de Dios adora a otros “dioses”, a los ídolos del poseer-placer, del tener o del poder, o adorando incluso al mismo Satanás (ver Mt 4,9).
Cristo al ser tentado en el desierto nos enseña cómo podemos también nosotros desbaratar la fuerza seductora de las tentaciones: oponer a la sugestión del Maligno la enseñanza divina. A diferencia de Eva el Señor Jesús no entra en diálogo con el tentador buscando “aclararle” el malentendido (ver Gén 3,1ss). En vez de presentarle sus propios razonamientos, el Señor responde a cada una de las sugestiones del Diablo oponiendo la Palabra divina que Él ha acogido en su mente y corazón. Su método es contundente. No da pie a que la tentación siga avanzando. La enseñanza divina, la Palabra de Dios, se convierte ante la tentación en un escudo que permite detener y apagar los dardos encendidos del Maligno (ver Ef, 6,16). Sólo el criterio objetivo que ofrece la enseñanza divina nos libra del subjetivismo en el que busca enredarnos la tentación para llevarnos a optar finalmente por el mal, que por arte de la seducción del maligno el ingenuo termina viendo como un “bien para mí”: “¡serás como dios!”
En este sentido enseñaba Lorenzo Scupoli: «Las sentencias de la sagrada Escritura pronunciadas con la boca o con el corazón, como se debe, tienen virtud y fuerza maravillosa para ayudarnos en este santo ejercicio, por esta causa conviene que tengas muchas en la memoria, que se ordenen a la virtud que desees adquirir, y que las repitas muchas veces al día, particularmente cuando se excita y mueve la pasión contraria. Como por ejemplo, si deseas adquirir la virtud de la paciencia, podrás servirte de las palabras siguientes o de otras semejantes: “Más vale el hombre paciente que el héroe, el dueño de sí que el conquistador de ciudades” (Prov 16,32)».
Al mirar a Cristo entendemos que las enseñanzas divinas son armas necesarias para luchar y vencer en el combate espiritual. Quien se nutre «de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3; Mt 4,4), quien la medita y guarda haciendo de ella su norma de vida, se reviste de las «armas de Dios» (ver Ef 6,11.13) necesarias para vencer al Maligno y sus astutas tentaciones.
Por otro lado, para no dejarnos engañar por el Maligno es necesario habituarnos a examinar todo pensamiento que viene a nuestra mente, aprender a discernir bien es esencial, pues como escribe San Juan: «no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios, pues muchos falsos profetas han salido al mundo» (1Jn 4,1; ver Lam 3,40).
No toda “idea mía” es necesariamente “mía”, ni es necesariamente buena por ser mía, y aunque tenga la apariencia de buena, me puede conducir al mal, apartándome de Dios, haciéndome daño a mí mismo y a otros. Por ello es bueno desconfiar sanamente de nosotros mismos, de nuestros propios juicios y criterios, mantener siempre una sana actitud crítica frente a nuestros propios pensamientos. Un criterio muy sencillo para este discernimiento de espíritus es éste: “si esto que se me viene a la mente me aparta de lo que Dios me enseña, no viene de Dios, por tanto, debo rechazarlo de inmediato; pero si objetivamente me acerca a Dios, entonces viene de Dios y debo actuar en esa línea”.
Así, en vez de actuar porque “se me ocurre”, o “porque me gusta/disgusta”, o “porque así soy yo”, o por dejarme llevar por un fuerte impulso pasional o inclinación interior, hemos de actuar de acuerdo a lo que Dios nos enseña.
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Juan Crisóstomo: «Todo lo que Jesús sufrió e hizo estaba destinado a nuestra instrucción. Ha querido ser llevado a este lugar para luchar con el demonio, para que nadie entre los bautizados se turbe si después del bautizo es sometido a grandes tentaciones. Antes bien, tiene que saber soportar la prueba como algo que está dentro de los designios de Dios. Para ello habéis recibido las armas: no para quedaros inactivos sino para combatir. Por esto, Dios no impide las tentaciones que os acechan. Primero para enseñaros que habéis adquirido más fortaleza. Luego, para que guardéis la modestia y no os enorgullezcáis de los grandes dones que habéis recibido, ya que las tentaciones tienen el poder de humillaros. Además, sois tentados para que el espíritu del mal se convenza de que realmente habéis renunciado a sus insinuaciones. También sois tentados para que adquiráis una solidez mayor que el acero. Finalmente, sois tentados para que os convenzáis de los tesoros que os han sido dados. Porque el demonio no os asaltaría si no viera que recibís un honor mayor.»
San Agustín: «Nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones.»
San Gregorio Magno: «Es preciso hacer resaltar una cosa en la tentación del Señor: tentado por el diablo, el Señor le ha replicado con textos de la Santa Escritura. Hubiera podido echar a su tentador al abismo sólo con la Palabra que él mismo era. Y sin embargo no recurrió a su poder poderoso, tan sólo le puso delante los preceptos de la Santa Escritura. Es así como nos enseña soportar la prueba.»
San Agustín: «Fiel es Dios —dice el Apóstol—, y no permitirá él que la prueba supere vuestras fuerzas… No dice: “Y no permitirá que seáis probados”, sino: No permitirá que la prueba supere vuestras fuerzas. No, para que sea posible resistir, con la prueba dará también la salida. Has entrado en la tentación, pero Dios hará que salgas de ella indemne; así, a la manera de una vasija de barro, serás modelado con la predicación y cocido en el fuego de la tribulación. Cuando entres en la tentación, confía que saldrás de ella, porque fiel es Dios: El Señor guarda tus entradas y salidas».
San Ambrosio: «El Señor que ha borrado vuestro pecado y perdonado vuestras faltas también os protege y os guarda contra las astucias del diablo que os combate para que el enemigo, que tiene la costumbre de engendrar la falta, no os sorprenda. Quien confía en Dios, no tema al demonio. “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rom 8, 31)».
San León Magno: «Preparemos nuestras almas a las embestidas de las tentaciones, sabiendo que cuanto más celosos seamos de nuestra salvación, tanto más violentamente nos atacarán nuestros adversarios. Pero el que habita en medio de nosotros es más fuerte que quien lucha contra nosotros. Nuestra fortaleza viene de El, en cuyo poder tenemos puesta nuestra confianza. El venció a su adversario con las palabras de la Escritura. Ha combatido para enseñarnos a combatir en pos de El. Ha vencido para que seamos también vencedores. No hay virtud sin tentaciones, ni fe sin pruebas, ni combate sin enemigo, ni victoria sin batalla. La vida pasa en medio de emboscadas y sobresaltos. Si no queremos vernos sorprendidos, hay que vigilar. Si pretendemos vencer, hemos de luchar. Por eso dijo Salomón: “Si te decides a servir al Señor, prepara tu alma para la tentación” (Eclo 2,1)».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
1707: «El hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia» (GS 13, 1). Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Ha quedado inclinado al mal y sujeto al error.
De ahí que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas (GS 13, 2).
Las Tentaciones de Jesús
538: Los evangelios hablan de un tiempo de soledad de Jesús en el desierto inmediatamente después de su bautismo por Juan: «Impulsado por el Espíritu» al desierto, Jesús permanece allí sin comer durante cuarenta días; vive entre los animales y los ángeles le servían. Al final de este tiempo, Satanás le tienta tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios. Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán en el Paraíso y las de Israel en el desierto, y el diablo se aleja de él «hasta el tiempo determinado» (Lc 4, 13).
539: Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto. Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor del diablo; él ha «atado al hombre fuerte» para despojarle de lo que se había apropiado. La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre.
540: La tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene de ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y a la que los hombres le quieren atribuir. Por eso Cristo ha vencido al Tentador en beneficio nuestro: «Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4, 15). La Iglesia se une todos los años, durante los cuarenta días de Cuaresma, al Misterio de Jesús en el desierto.
“¡No nos dejes caer en la tentación!”
2846: Esta petición llega a la raíz de la anterior, porque nuestros pecados son los frutos del consentimiento a la tentación. Pedimos a nuestro Padre que no nos «deje caer» en ella. Traducir en una sola palabra el texto griego es difícil: significa «no permitas entrar en», «no nos dejes sucumbir a la tentación». «Dios ni es tentado por el mal ni tienta a nadie» (Stgo 1, 13), al contrario, quiere librarnos del mal. Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate «entre la carne y el Espíritu». Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza.
2847: El Espíritu Santo nos hace discernir entre la prueba, necesaria para el crecimiento del hombre interior en orden a una «virtud probada» (Rom 5, 3-5), y la tentación que conduce al pecado y a la muerte. También debemos distinguir entre «ser tentado» y «consentir» en la tentación. Por último, el discernimiento desenmascara la mentira de la tentación: aparentemente su objeto es «bueno, seductor a la vista, deseable» (Gen 3, 6), mientras que, en realidad, su fruto es la muerte.
Dios no quiere imponer el bien, quiere seres libres… En algo la tentación es buena. Todos, menos Dios, ignoran lo que nuestra alma ha recibido de Dios, incluso nosotros. Pero la tentación lo manifiesta para enseñarnos a conocernos, y así, descubrirnos nuestra miseria, y obligarnos a dar gracias por los bienes que la tentación nos ha manifestado (Orígenes, or. 29).
2848: «No entrar en la tentación» implica una decisión del corazón: «Porque donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón… Nadie puede servir a dos señores» (Mt 6, 21. 24). «Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Gal 5, 25). El Padre nos da la fuerza para este «dejarnos conducir» por el Espíritu Santo. «No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (1 Col 10, 13).
2849: Pues bien, este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio (Ver Mt 4, 11) y en el último combate de su agonía (Ver Mt 26, 36-44). En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya (Ver Mc 13, 9. 23. 33-37; 14, 38; Lc 12, 35-40). La vigilancia es «guarda del corazón», y Jesús pide al Padre que «nos guarde en su Nombre» (Jn 17, 11). El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia. Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. «Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela» (Ap 16,15).
VI. TEXTOS DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE
«No temas; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera. Mi Reino ha llegado y por el Espíritu Santo expulso a los demonios. Con mi muerte he aniquilado al señor de la muerte, es decir, al diablo, y he libertado a cuantos por temor a la muerte estaban de por vida, como tú, sometidos a la esclavitud. Pasé mi vida haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, expulsé a muchos demonios y me he manifestado para deshacer las obras del diablo.
Tienes que luchar contra Satanás, pues él es el seductor del mundo, el más astuto de todos los animales del campo, homicida desde el principio, mentiroso y padre de la mentira. Él es señor de la muerte y por él ha entrado la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen. Es el opresor que tenía a los hombre cautivos y rendidos a su voluntad, abocado a la ruina de los hombres.
Sé sobrio y vela, pues Satán, que se disfraza como ángel de la luz, anda como león rugiente, buscando a quién devorar. Resístele firme en la fe, sabiendo que tus hermanos que están en el mundo soportan los mismos sufrimientos.
Revístete de mis armas para poder resistir a las asechanzas del diablo, porque tu lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los espíritus del mal que están en las alturas.
¡Ponte en pie! Cíñete la cintura con la verdad y revístete de la justicia como coraza, calza tus pies con el celo por el Evangelio de la paz, embraza siempre el escudo de la fe para que puedas apagar con él los encendidos dardos del maligno.
No temas por lo que vas a sufrir: el diablo meterá a algunos de ustedes en la cárcel para que sean tentados, y sufrirán una tribulación. Mantente fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida».
(P. Jaime Baertl, Resiste al diablo en “Estoy a la puerta… Escúchame”. Oraciones para el encuentro con el Señor. Vida y Espiritualidad, Lima 2014).
«Enkráteia es un dominio sobre uno mismo y sobre las cosas, un autocontrol pleno de firmeza. Se traduce por lo general como templanza, entendida por moderación en los placeres y dominio de las pasiones. Hace referencia, en este sentido, al ‘recto estado de la mente, corazón y vida ante aquellos objetos en el mundo que naturalmente llaman la atención de nuestros deseos’, y es una invitación a tener moderación y control de los pensamientos, de los afectos y del comportamiento en las cosas temporales, aun cuando estas no sean malas en sí mismas…
La enkráteia es un camino positivo de dominio sobre uno mismo y sobre lo que el mundo nos ofrece… Sin tener una aproximación negativa a las cosas que Dios desde su infinita bondad ha creado y ha colocado en el mundo al servicio del hombre, el cristiano sabe que en ellas no está su felicidad plena, sino que son medios para el cumplimiento del Plan de Dios. Desde esa visión les da su justo valor y las utiliza con moderación y libertad.
Quien vive la enkráteia no se engaña ni se hace ilusiones respecto de dónde está su verdadera realización, y tiende a mantenerse como señor de sí mismo en el uso de los dones a su disposición. Esta constructiva e inspiradora perspectiva va de la mano de otra un tanto más rigurosa y restrictiva, como lo expresa San Pablo: ‘Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible’. A veces la enkráteia nos lleva a renunciar a ciertas cosas lícitas en sí mismas, con vistas a un fin mayor, no dejando que el gusto o deseo natural interfiera con las propias convicciones, obligaciones o metas propuestas. En esta misma línea, otra dimensión de la enkráteia, muy necesaria, es la lucha por dominar las manifestaciones del hombre viejo, de la naturaleza herida por el pecado (es decir, la concupiscencia), que se rebela cuando uno busca encaminarse por el sendero de la virtud y la vida de santidad. Estas manifestaciones del hombre viejo nos llevan, tantas veces, precisamente a ser inmoderados en el uso de las cosas del mundo, a dejarnos llevar por los criterios de gusto y disgusto, utilizando mal nuestra libertad y alejándonos del ‘camino estrecho’ que conduce a aquel ‘revestirnos’ del hombre nuevo en Cristo».
Kenneth Pierce Balbuena, La escalera espiritual de San Pedro. Fondo Editorial, Lima 2010