Po Rafael Ísmodes
Si hay un mensaje que la Cuaresma transmite con mucha fuerza es “metanoia”. Se traduce como conversión, cambio de vida, cambio de mentalidad. El Cardenal Joseph Ratzinger desarrolla algunas aproximaciones al respecto en un libro suyo titulado “Teoría de los principios teológicos”. Quisiera exponerles algunas de las ideas que él con notable profundidad desarrolla.
La palabra “metanoia” es griega en su origen. Antes de que la utilizaran los autores de los Evangelios la emplearon en la literatura clásica. La ética implicada en la palabra “metanoia” antes del uso evangélico fue aplicada a un cambio de conducta, a un pasar a comportarse bien. Sin embargo, el gran cambio que se introduce en la literatura cristiana está en que “metanoia” será entendida no sólo como el comportarse bien, sino aún más: como cambiar totalmente, permanentemente, sin “cansarse de obrar el bien”. La gran diferencia estará, entonces, en que en el mundo clásico griego se entenderá, para ponerlo en términos simples, “pasar a portarse bien”. Para el seguidor de Cristo eso no basta. Se evidencia en el diálogo con el joven rico, se ejemplifica en la acogida universal que Cristo tiene para con todos: santos y pecadores. El cristiano necesita, todos los días, cambiar.
¿De qué cambio hablamos? De cambios está lleno el mundo contemporáneo, así como de deseo de cambio. Quien cambia de computadora, de teléfono, de televisor, de auto, o incluso de trabajo se suele sentir bastante contento. También se entiende hoy que es bueno cambiar de opinión, de perspectiva, de dirección en la vida. Se postula incluso que es bueno no estar sujeto a nada: ni al matrimonio, ni a un compromiso ni a nadie. ¿Favorece eso el cambio en cristiano? No parece.
Opina el Cardenal Ratzinger que el cambio de la metanoia tiene un componente asociado: cambio en fidelidad. Una vez que el cristiano entiende que Cristo es la Verdad, o por decirlo en términos que suenan más agresivos, que Cristo es la auténtica realidad, toda su vida será cambiar para adecuarse o conformarse cada vez más a la verdad misma. En muchas ocasiones el cambio será dejar de ser hipócrita, o de estar cambiando –justamente– de opinión. El cambio de fidelidad a la verdad implicará aprender a llevar la vida matrimonial como un despojarme diariamente de lo que me sobra o hace daño en beneficio de la unión con mi pareja. El cambio implicará un saber quién soy para saber hacia dónde debo ir.
«Si no cambian y se hacen como niños no entrarán en el Reino de los cielos», dice el mismo Cristo. En una espiritualidad de la vida cotidiana el cambio no apunta a que sea visto por el mundo, o a hacer un gran revuelo por la resonancia que el cambio podría tener. Pienso que más bien el cambio de lo cotidiano es heroico en su silencio, esforzado en lo que le cuesta, consciente de a dónde tiene que llegar, amable en su profundidad, pero duro como el hierro en su determinación de despojarse del hombre viejo y revestirse del hombre nuevo. El cristiano es quien más dispuesto al cambio debe estar. Y no debe dejar de cambiar todos los días de su vida. El progresismo cristiano no sigue los criterios mundanos de cambio por el cambio, sino sigue el exigente y hermoso esfuerzo de cambiar para configurarse con “la auténtica realidad”. Si tiene que cambiar de opinión porque se equivocó, cambia. Si de forma porque las que tiene ya son caducas, cambia. Si de estado de vida porque eso se lo pide una auténtica conformación con Cristo, lo hace. Curiosamente, todo cambio en la vida cristiana no sólo es bienvenido, sino deseado. Pero cambiar a Cristo por el mundo es lo que más le puede retrasar en su camino de vida eterna. El alimento del cambio es la caridad, la motivación la felicidad, la clave para ver si es auténtico la fidelidad.
Esta Cuaresma es tiempo de proponerse con radicalidad el cambio hacia Cristo al que todo bautizado está llamado a vivir, en dirección a la verdad. El cambio que va profundizando, como María, en Cristo y se esfuerza en ser coherente día a día. Un cambio sencillo y cotidiano.
© 2016 – Rafael Ísmodes Cascón para el Centro de Estudios Católicos – CEC