Por Luis Fernando Gutiérrez
La santidad es cumplir el mandamiento del amor
Cristo nos revela el misterio del Padre y de su Designio amoroso y también revela el misterio del hombre y de la verdadera vocación humana. Obedeciéndolo a Él, siguiéndolo a Él, encontraremos pues el camino para nuestra verdadera plenitud, para la santidad que es un llamado para todos, pues «todos los fieles, de cualquier estado o grado, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»[1]. Buscando pues hacer lo que Él nos dice (ver Jn 2,5) nos encontramos con el mandamiento del amor que de alguna manera resume todo lo que se nos pide en el Evangelio pues «toda la Ley evangélica está contenida en el “mandamiento nuevo” de Jesús (Jn 13,34) y es justamente en lo que consiste la santidad: amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado (Ver Jn 15,12)»[2]. Como dice San Gregorio: «Estando todas las palabras del Señor llenas de preceptos, ¿por qué hace del amor como un especial mandato, sino porque en el amor radica todo mandato? ¿No pueden todos los preceptos reducirse a uno, supuesto que todos se basan en la caridad?»[3]. Y es que efectivamente como dice San Agustín: «Donde la caridad está, ¿qué es lo que puede faltar? En donde ella no existe, ¿qué puede haber de provecho?»[4].
Jesús es el modelo o paradigma de santidad, de la vivencia del amor
Jesús da la medida del amor
Tratando de seguir ese mandato del amor descubrimos que el Señor se propone a sí mismo como medida de ese amor. En efecto, «Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar»[5] y «Él mismo nos enseña que el corazón de la santidad es el amor, que conduce incluso a dar la vida por los otros (Ver Jn 15,13). Por ello, imitar la santidad de Dios, tal y como se ha manifestado en Jesucristo, su Hijo, no es otra cosa que prolongar su amor en la historia»[6]. Se puede decir «que el amor hacia Dios y hacia el prójimo sea la característica distintiva del verdadero discípulo de Cristo»[7].
¿Cuál es la medida del amor de Cristo?
Pero ¿cuál ha sido la magnitud de este amor? ¿Cómo nos ha amado el Señor Jesús? Cristo nos amó hasta el extremo, hasta el extremo de entregarse dando su vida por nosotros porque «tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (Ver Hb 2,10.17-18; 4,15; 5,7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: “Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente” (Jn 10,18)»[8]. Por lo tanto «así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por nosotros, nadie tiene un mayor amor que el que ofrece la vida por Él y por sus hermanos»[9]. «El martirio, por consiguiente, con el que el discípulo se asemeja al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma con Él en el derramamiento de su sangre, es considerado por la Iglesia como un supremo don y la prueba mayor de la caridad»[10] y aunque son pocos los que tienen que llegar al derramamiento de la sangre, corresponde a todos los que quieren obedecer el mandato del Señor y ser santos, amar en todo hasta el extremo de entregar la vida según las exigencias de la propia vocación y circunstancias.
¿Cómo se puede lograr esto?
El Espíritu Santo ama en nosotros
Pero ¿es posible para los cristianos, con sus solas fuerzas, amar de verdad de la misma manera [=kaqwv»] en que Cristo nos amó? Evidentemente no y por eso es enviado «el Espíritu Santo, que los mueva interiormente, para que amen a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (Ver Mc 12,30) y para que se amen unos a otros como Cristo nos amó (Ver Jn 13,34; 15,12)»[11]. Es el Espíritu quien ama en nosotros y por eso el amor, la caridad, es una virtud teologal, un don que viene de Dios.
Cooperar para crecer en el amor
Este don, sin embargo, requiere nuestra cooperación pues para que el amor «crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, debe cada uno de los fieles oír de buena gana la Palabra de Dios y poner por obra su voluntad con la ayuda de la gracia, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en el de la Eucaristía, y en otras funciones sagradas, y aplicarse de una manera constante a la oración, a la abnegación de sí mismo, a un fraterno y solícito servicio de los demás y al ejercicio de todas las virtudes»[12].
[1] Lumen gentium, 40.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, 1970.
[3] San Gregorio, Evang. Hom., 27, citado en Santo Tomás de Aquino, Catena Aurae.
[4] San Agustín, Ioannem tract., 83, citado en Santo Tomás de Aquino, Catena Aurae.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, 2074.
[6] Ecclesia in America, 30.
[7] Lumen gentium, 42.
[8] Catecismo de la Iglesia Católica, 609.
[9] Lumen gentium, 42.
[10] Lumen gentium, 42.
[11] Lumen gentium, 40.
[12] Lumen gentium, 42.