Estamos en plena Copa América Chile 2015, un evento deportivo masivo, que convoca la atención no sólo de los países americanos, sino de todo el mundo. Millones de espectadores siguen ávidamente los partidos en los que tomarán parte algunos de los jugadores de mayor relieve a nivel mundial.
El fútbol es, sin duda, un deporte apasionante, no sólo por que despierta pasiones, sino sobre todo por la infinita gama de posibilidades técnicas, tácticas y habilidades que se despliegan en un campo de juego. Con mucha sabiduría y profundidad afirmó San Juan Pablo II acerca del fútbol: es «una forma de juego, simple y complejo a la vez, en el que la gente siente alegría por las extraordinarias posibilidades físicas, sociales y espirituales de la vida humana»[1]. Es decir, las reglas son claras y las metas a alcanzar fáciles de entender, pero resulta sumamente complejo lograrlas, siendo necesario para ello mucho esfuerzo, entrega, disciplina, inteligencia y estrategia. Y eso nos permite descubrir el fútbol, bien practicado y vivido, como un camino de humanización, de crecimiento personal y comunitario.
En las últimas décadas hemos sido testigos del creciente protagonismo que el deporte ha adquirido en el mundo contemporáneo. Y el fútbol es, en gran parte del mundo, el deporte de mayor arraigo y difusión. Con la masificación de las comunicaciones, el fútbol ha ganado dimensiones globales y pasó a tener influencia en diferentes ámbitos de la sociedad. Lo podemos notar en los grandes eventos deportivos, frecuentemente presenciados en vivo por importantes políticos, reconocidos representantes de la cultura y destacadas personalidades. El fútbol se ha convertido así en uno de los ámbitos de la sociedad en el que todos quieren de alguna manera participar. El fútbol es, por así decirlo, muy humano.
La Iglesia, desde su profunda experiencia de humanidad, también está llamada a tomar parte y aportar al mundo del fútbol y del deporte en general. Ella es portadora de un conjunto de valiosas enseñanzas que pueden iluminar la práctica deportiva, pero aún son pocos los católicos que tienen conciencia de ello. Muchos no se han planteado la idea de que la fe tenga algo que ver con el fútbol, pero claramente tiene mucho que ver, especialmente en lo que se refiere a ayudar a humanizarlo cada vez más. Tal realidad queda evidenciada en las diversas intervenciones eclesiales al mundo del fútbol, sobre todo a través de los últimos Sumos Pontífices, que han dejado de manifiesto su intención de aportar desde su experiencia antropológica cristiana al desarrollo de la vivencia integral del deporte.
El fútbol tiene potencial para aportar mucho a nuestra sociedad, pudiendo convertirse en una suerte de escuela de humanidad, ayudando el mundo a vencer tensiones sociales, raciales, conflictos entre naciones y siendo instrumento educativo para tantas personas, especialmente los más jóvenes, ayudando a su despliegue integral y a que aprendan a afrontar los grandes desafíos de la vida.
Finalmente, tengamos en consideración que el deporte como un todo puede transformarse en camino de humanización, por lo que nunca debemos perder de vista la célebre intervención de Pío XII acerca de la cuádruple finalidad del deporte: éste “tiene como fin inmediato el educar, el desarrollar y fortificar el cuerpo, en su lado estético y dinámico; como fin remoto, el uso del cuerpo por parte del alma, así preparado para el despliegue de la vida interior y exterior de la persona; como fin más profundo, el de contribuir a su perfección; por último, como fin supremo, en general y común a toda forma de actividad humana, el de acercar el hombre a Dios”. Pienso que profundizar en estas palabras es esencial para que desde nuestra identidad cristiana ayudemos al deporte a seguir desarrollando su dignidad humana fundamental.
[1] San Juan Pablo II, Discurso a la FIFA, 2000.