Dies Domini Navidad

Solemnidad de Santa María, Madre de Dios: “Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer”

Imagen Mike 300dpiNúm 6,22-27 / Sal 66,2-8 / Gál 4,4-7 / Lc 2,16-21

I. La Palabra de Dios

Núm 6,22-27: “Invocarán mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré”

El Señor habló a Moisés:

—«Di a Aarón y a sus hijos: Así bendecirán a los israelitas: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz”. Así invocarán mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré».

Sal 66,2-8: «El Señor tenga piedad y nos bendiga»

El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros;
conozca la tierra tus caminos,
todos los pueblos tu salvación.

Que canten de alegría las naciones,
porque riges el mundo con justicia,
riges los pueblos con rectitud
y gobiernas las naciones de la tierra.

Oh, Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
Que Dios nos bendiga,
que le teman hasta los confines del orbe.

Gál 4,4-7: “Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer”

Hermanos:

Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo el dominio de la Ley, para librarnos del dominio de la Ley, para que recibiéramos la condición de hijos adoptivos de Dios.

Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios envió a sus corazones el Espíritu de su Hijo que clama: «¡Abba! Padre». Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y, si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.

Lc 2,16-21: «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón»

En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño.

Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho.

Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.

II. APUNTES

La noche en que María dio a luz a su Hijo, había «en aquella región… unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño» (Lc 2,8). Un ángel del Señor se les presentó, «la gloria del Señor los envolvió de claridad» (Lc 2,9), y ellos comprensiblemente se llenaron de temor. El ángel disipó su temor anunciándoles una excelente noticia: «hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor» (Lc 2,11).

Hemos comentado anteriormente lo que significan estos títulos (ver APUNTES en la NATIVIDAD DEL SEÑOR, Misa de medianoche): aquél Niño es el Salvador por antonomasia, es “Dios que salva”, Dios que se ha hecho hombre para salvar a su pueblo y a la humanidad entera (ver Mt 1,21). Él es el Cristo, el Ungido por excelencia, ungido por el mismo Espíritu Santo. Él es el Señor, es decir, es Dios.

Es del nacimiento de este Niño del que escribe San Pablo: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer» (Gál 4,4; Segunda Lectura). Se trata del texto más antiguo del Nuevo Testamento que se refiere a María. Comenta el P. Cándido Pozo que «estas breves palabras contienen enseñanzas teológicas de la mayor importancia». Sostiene él que la traducción “envió” empobrece «la riqueza de matices del verbo griego exapésteilen, que se traduce mejor como “envió [Dios] de junto a sí”. La idea es que «el Hijo preexiste junto al Padre, y esa preexistencia hace posible que el Padre lo envíe del cielo a la tierra. Ahora bien, la realización de ese envío tiene lugar en la encarnación, en la que nace de una mujer, María, recibiendo de ella la naturaleza humana» (María en la Escritura y en la fe de la Iglesia, BAC, Madrid 1979, pp. 60s). Por tanto, la afirmación de San Pablo «incluye la verdad fundamental de la maternidad divina de María» (Allí mismo, p. 61).

Es justamente esta realidad la que la Iglesia celebra en este día: María es Madre de Dios, que en griego se dice Theotokos. ¿Qué debemos entender cuando decimos que María es la Madre de Dios? «La expresión Theotokos, que literalmente significa “la que ha engendrado a Dios”, a primera vista puede resultar sorprendente, pues suscita la pregunta: ¿cómo es posible que una criatura humana engendre a Dios? La respuesta de la fe de la Iglesia es clara: la maternidad divina de María se refiere sólo a la generación humana del Hijo de Dios y no a su generación divina. El Hijo de Dios fue engendrado desde siempre por Dios Padre y es consustancial con Él. Evidentemente, en esa generación eterna María no intervino para nada. Pero el Hijo de Dios, hace dos mil años, tomó nuestra naturaleza humana y entonces María lo concibió y lo dio a luz.

»Así pues, al proclamar a María “Madre de Dios”, la Iglesia desea afirmar que ella es la “Madre del Verbo encarnado, que es Dios”. Su maternidad, por tanto, no atañe a toda la Trinidad, sino únicamente a la segunda Persona, al Hijo, que, al encarnarse, tomó de ella la naturaleza humana.

»La maternidad es una relación entre persona y persona: una madre no es madre sólo del cuerpo o de la criatura física que sale de su seno, sino de la persona que engendra. Por ello, María, al haber engendrado según la naturaleza humana a la persona de Jesús, que es persona divina, es Madre de Dios» (S.S. Juan Pablo II, Catequesis, 27/11/1996).

Este Niño, Hijo de Dios desde toda le eternidad y hecho Hijo de María en el tiempo, ha venido a salvarnos, a «librarnos del dominio de la Ley, para que recibiéramos la condición de hijos adoptivos de Dios» (Gál 4,5). Dios se ha abajado para elevarnos, Dios se ha hecho hombre para hacernos partícipes de su misma naturaleza divina (ver 2 Pe 1, 4): «Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y, si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios» (Gál 4,7; 1Jn 3,1-2).

Luego del asombroso anuncio del ángel los pastores fueron presurosos a Belén y encontraron al Niño tal y como les había dicho el ángel: «envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). El cumplimiento de la “señal” era garantía de que la buena noticia traída por el ángel era verdaderamente una comunicación sobrenatural. Sin duda no se guardaron la noticia para sí mismos, sino que la divulgaron a cuantos pudieron por el camino, pues un gozo semejante es incontenible. Su testimonio causaba asombro y admiración a quienes los escuchaban. Ellos, luego de adorar al Niño, «se volvieron dando gloria y alabanza a Dios». Eran hombres sencillos, pero profundamente religiosos.

Por su parte María, luego de escuchar el testimonio de los pastores, «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Con ello el evangelista nos transmite un rasgo exquisito y ejemplar de su personalidad espiritual y psicológica: ella es una mujer reverente, que acoge y atesora todo lo que viene de Dios, lo medita, lo guarda y custodia en su corazón. No olvida, sino que vive nutriéndose día a día de esta cordial memoria, y de esa manera permanece fiel a Dios incluso en los momentos de mayor prueba.

Pasados los ocho días «tocaba circuncidar al niño» (Lc 2,21). La circuncisión era el signo de incorporación del niño varón al pueblo de Israel. Debía realizarse al octavo día del nacimiento, y podía realizarlo cualquier persona (ver Ex 5,25; 1Mac 1,63; 2Mac 4,16), ya sea en casa o en la sinagoga, ante diez testigos.

En el momento de la circuncisión se pronunciaba una fórmula de bendición a Dios y se imponía el nombre al niño. A Él «le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción» (Lc 2,21). Jesús es la forma reducida de Yehoshúa, que significa “Yahvé [Dios] salva”, «porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Hay quienes rechazan tajantemente referirse a María como Madre de Dios. Nos increpan escandalizados: “¿Cómo puede una criatura tan insignificante ser la madre de su Creador, de Aquel que es eterno e increado? ¡Eso es imposible! ¡Es totalmente desproporcionado llamarla Madre de Dios! ¡Es elevarla demasiado en su dignidad, es constituirla en una especie de divinidad! ¡Y Dios es uno sólo!”

Para no confundirnos nosotros y para explicarlo a otros, conviene comprender lo que entendemos bajo este importante título de “María, Madre de Dios”.

Ante todo, un poco de historia. Ya desde el siglo IV los cristianos se dirigían habitualmente a Santa María con el título de Madre de Dios, en griego, Theotokos. En la oración mariana más antigua que se conoce, oración que se remonta a aquella época, se la invocaba así: «Bajo tu misericordia nos refugiamos, ¡oh Madre de Dios!; no desprecies nuestras súplicas en la necesidad, sino líbranos del peligro, sola pura, sola bendita». En efecto, es el origen de la querida oración que hoy conocemos con el título de “Bajo tu amparo”.

Como antigua es aquella oración, antigua es también la discusión sobre si María puede ser llamada o no Madre de Dios: se remonta al siglo V. En aquel entonces Nestorio, elegido patriarca de Constantinopla (hoy Estambul) el 428, consideró intolerable aquel título y lo combatió decididamente. ¿Su argumento? El Verbo de Dios, que existe desde toda la eternidad junto al Padre, no puede haber sido engendrado por ella, deberle la existencia, ser su Hijo. María solamente puede engendrar la naturaleza humana de Jesús, más no la divina, por ello es y puede ser llamada Madre de Jesús, pero no Madre de Dios.

Pero tal argumento presenta un problema grave: ¿Coexisten en Jesús dos personas distintas, una humana y otra divina? Afirmar que María es madre sólo de su parte humana es lo mismo que afirmar que el Verbo “habitó en” un hombre (como si habitase en una casa) y negar que el Verbo “se hizo” hombre (ver Jn 1,14). Y eso es totalmente inadmisible pues «sólo puede ser redimido lo que ha sido asumido»: si el Verbo divino no asumió verdaderamente nuestra naturaleza humana, si Dios no se hizo hombre verdaderamente, entonces no hemos sido redimidos por la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

Al honrar a María con el título de Madre de Dios no queremos elevarla por encima de Dios, o menos aún afirmar que ella haya dado la existencia al Verbo eterno. ¡Nada más alejado de nuestra fe católica que eso! Al decir que María es Madre de Dios afirmamos en cambio que su Hijo es Dios que se ha hecho verdaderamente hombre en su seno inmaculado, afirmamos que el Verbo divino —la segunda persona de la Trinidad— ha asumido de ella plenamente nuestra naturaleza humana para reconciliarla, redimirla y elevarla, afirmamos que en Cristo, aunque tiene una naturaleza divina y otra humana, no hay sino una sola persona, la divina.

En resumen: si María es madre de Cristo, y Cristo es Dios-hecho-hombre, entonces María es Madre de Dios.

Fundamentándose en este razonamiento, el Concilio de Éfeso, en el año 431, rechazó la doctrina de Nestorio y afirmó la maternidad divina, atribuyendo oficialmente a María el título de “Theotokos”.

A María, mujer elegida para ser la Madre de Dios, se aplican sin duda con particular fuerza las palabras que Dios dirige a su elegido: «Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti» (Jer 31,3). Por ese amor tan especial, Dios la elige, Dios la prepara para ser la Madre de su Hijo. Así, pues, ¿no está ella por encima de cualquier otra criatura humana, por el simple hecho de esta elección divina? Y si Dios la amó y ama tanto, ¿no debo amarla yo también como Él? Y si Dios la elige para cumplir una misión tan importante en la historia de la humanidad, la misión de acercarnos al Reconciliador, de hacer presente a Dios entre nosotros (ver Is 7,14), ¿no debo yo también darle un lugar central en mi vida?

Por otro lado, ¡con qué inmenso amor habrá amado Jesús a su Madre! ¿No es Él el Maestro del auténtico amor humano? ¿No amó Él hasta el extremo? ¿No es Él el amor mismo? Si amo a Jesús con todo mi corazón, ¿no es lo propio querer tener sus mismos sentimientos, querer amar como Él amó, querer amar todo lo que Él amó y a quienes tanto amó? Ésta ha de ser también nuestra respuesta comprometida: «Yo quiero amar a María como Jesús la amó, quiero acogerla en “mi casa” (ver Jn 19,7), en lo más íntimo de mí, en mi vida». Al amar a María como Jesús la amó, descubrirás cómo Ella te enseñará a amar más aún a su Hijo, el Señor Jesús.

IV. PADRES DE LA IGLESIA

Proclo de Constantinopla: «Un día se atrevió a presentarse no un marido, sino un Ángel incorrupto y escuché la Palabra, concebí la Palabra, devolví la Palabra. Di a luz a la Luz e ignoro de qué modo; tengo un hijo y no he conocido varón. Le ofrezco la fuente de mi leche y conservo intacto el tesoro de la virginidad. Llevo al Niño en mis brazos, pero no puedo decir cómo llegué a ser Madre. Por eso reconozco a mi Hijo, mi Hacedor y Creador, Niño que es anterior a los siglos».

San Juan Damasceno: «Tú naciste de Ella, tú el solo Cristo, el solo Señor, el solo Hijo, al mismo tiempo Dios y hombre. Mediador entre Dios y los hombres, (…) renovaste lo que estaba destrozado, (…) hiciste a los hombres hijos de Dios. ¿Cuál fue el instrumento de estos infinitos beneficios que sobrepasan todo pensamiento y toda comprensión? ¿No es acaso la que te dio a luz, la siempre Virgen? ¡Qué profunda y llena de riqueza es la sabiduría y la ciencia de Dios, qué insondables son sus designios y qué incomprensibles sus caminos! ¡Oh inmensidad de la bondad de Dios! ¡Oh amor que supera toda explicación!».

San Agustín: «Los sabios del mundo prefieren considerar este prodigio como una ficción, antes que creer en su realización. Frente a Cristo, hombre y Dios, desprecian su naturaleza humana en la que no pueden creer, y no creen en su naturaleza divina a la que no pueden despreciar. Pero cuanto más abyecta les parece la humanidad del cuerpo de este Dios hecho hombre, tanto más querida debe serlo para nosotros; y cuanto más imposible parece el parto virginal, tanto más debemos nosotros reconocer en Él la omnipotencia divina».

San Cirilo: «¡Salve, María, que contuviste en tu seno al que ninguna medida puede contener! Por ti, la Santísima Trinidad es glorificada, la Cruz de la redención, adorada en todo el orbe; por ti el Cielo se alegra, los ángeles se regocijan, los demonios son conjurados, el mismo Tentador se precipita en los abismos, y la humanidad —curada de sus heridas— sube a la gloria! (…) por ti alborea el unigénito del Padre, luz esplendorosa que alumbra a cuantos se sientan en tinieblas y en sombra de muerte (…) ¿Qué mortal alabará cual se merece a la que excede a todas las alabanzas?».

San Agustín: «Si la Madre fuera ficticia, sería ficticia también la carne (…) y serían ficticias también las cicatrices de la resurrección».

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

«Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre»

464: El acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. Él se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que la falseaban.

465: Las primeras herejías negaron menos la divinidad de Jesucristo que su humanidad verdadera (docetismo gnóstico). Desde la época apostólica la fe cristiana insistió en la verdadera encarnación del Hijo de Dios, «venido en la carne». Pero desde el siglo III, la Iglesia tuvo que afirmar frente a Pablo de Samosata, en un Concilio reunido en Antioquía, que Jesucristo es hijo de Dios por naturaleza y no por adopción. El primer Concilio Ecuménico de Nicea, en el año 325, confesó en su Credo que el Hijo de Dios es «engendrado, no creado, de la misma substancia [“homousios”] que el Padre» y condenó a Arrio que afirmaba que «el Hijo de Dios salió de la nada» y que sería «de una substancia distinta de la del Padre».

466: La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios. Frente a ella S. Cirilo de Alejandría y el tercer Concilio Ecuménico reunido en Efeso, en el año 431, confesaron que «el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre». La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el Concilio de Efeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno: «Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional, unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne».

La maternidad divina de María

495: Llamada en los evangelios «la Madre de Jesús» (Jn 2,1; 19,25), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como «la madre de mi Señor» desde antes del nacimiento de su hijo. En efecto, aquel que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios [«Theotokos»].

501: Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende a todos los hombres, a los cuales El vino a salvar: «Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos (Rom 8,29), es decir, de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre».

La maternidad virginal de María en el designio de Dios:

502: La mirada de la fe, unida al conjunto de la Revelación, puede descubrir las razones misteriosas por las que Dios, en su designio salvífico, quiso que su Hijo naciera de una virgen. Estas razones se refieren tanto a la persona y a la misión redentora de Cristo como a la aceptación por María de esta misión para con los hombres.

VI. TEXTOS DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE

“María no está junto al Señor de cualquier manera. La presencia de la Madre junto al Hijo no obedece a la casualidad, ni tampoco es una mera compañía decorativa. Dentro del dinamismo teológico propio del esquema de Santo Domingo, la figura de Santa María aparece respondiendo al designio reconciliador de Dios, como una presencia querida por Dios mismo para la salvación de los hombres. La centralidad de Cristo es absoluta; eso está fuera de discusión. Pero junto a Jesús está su Madre, y es Ella la que, a lo largo de nuestra vida, va a llevarnos a uno más plena conformación con el Señor Jesús. En otras palabras: Jesús señala a su Madre y a su vez Ella nos educa y asemeja cada vez más a su Hijo, para que así podamos alcanzar la plenitud de nuestra vida cristiana.

(…) Dentro del Plan de Dios llevado a cabo por Jesucristo, María tiene un puesto muy especial. Ella, que por su fiat en la Anunciación-Encarnación posibilitó que el Verbo se hiciera hombre para habitar con nosotros, tiene ahora la tarea de hacer que su Hijo, por decirlo de algún modo, se ‘encarne’ y se haga presente en los hombres y pueblos latinoamericanos. La centralidad de Jesucristo nos lleva a María; María nos lleva a la realización en el Hijo. En resumen: Por Cristo a María y por María más plenamente al Señor Jesús.

(…) Profundizando en la dinámica mariano-cristocéntrica, aparecen en el testimonio de los Padres de Santo Domingo la piedad filial y la maternidad espiritual, motores de este doble movimiento: ‘Con alegría y agradecimiento acogemos el don inmenso de su maternidad, su ternura y protección, y aspiramos a amarla del mismo modo como Jesucristo la amó. Por eso la invocamos como Estrella de la Primera y de la Nueva Evangelización’. Impulsados por una piedad filial mariana, aprendida en la escuela de Cristo, el dinamismo de la maternidad espiritual nos conduce nuevamente al Señor Jesús. Con esto se cierra el ciclo: María, señalada primero por Jesús, nos remite nuevamente hacia Él, más asemejados gracias al cuidado maternal que tiene para con nosotros y a los rasgos de su vida de fe que son modelo que invita a la interiorización”.

(Gustavo Sánchez Rojas, La presencia de María en el Documento de Santo Domingo. Vida y Espiritualidad, Lima 1993).

Dies Domini